Un recuerdo para Don Ata
Roberto Bennett

Enero es el mes aniversario del nacimiento de don Atahualpa Yupanqui, uno de los más grandes folkloristas que ha dado nuestra América. Personalmente, me considero afortunado porque hace ya muchos años, al inicio de la década de 1970, tuve el inmenso honor de conocerle. Me lo presentó un compañero compatriota suyo, guitarrista clásico y consumado pintor llamado Santiago Paz, que ahora vive en Tenerife pero que por aquel entonces vivía en Palma de Mallorca, igual que yo.

 

Yupanqui visitaba a menudo esa isla porque decía que el Mediterráneo le ofrecía “un rincón quieto para el cansado corazón que llevaba por los caminos…” Así entre charlas, mates, asados y evocaciones (él por esos años vivía en Paris, en un apartamento de la rue Raymond Losserand), intercambiábamos historias y recuerdos personales de otros tiempos. Yupanqui de su pampa húmeda, Paz de su Chubut natal y yo de mi añorado Uruguay.

 

Aprendí mucho de don Ata. Le conocí y admiré no sólo como a un gran artista que cantaba cosas profundas y contestatarias, hermosas o tremendas, sino también como a un hombre sincero, amigo de sus amigos. Aunque Atahualpa era un solitario. Amaba su soledad con devoción y hacía un culto del silencio, al cual (al menos según sus versos) nunca le tuvo miedo. Filosofía de vida que mantuvo hasta su muerte en Francia, en mayo de 1992. Uno de sus dichos favoritos, con el que solía aconsejar a los más jóvenes, se refería precisamente a eso. El viejo poeta decía: “Si lo que va a decir no es más valioso que su silencio, mejor quedarse callado”.

 

Sus creaciones retrataban fielmente la sensible humildad del hombre de campo, porque poseía un profundo conocimiento de la naturaleza humana. En sus canciones siempre hablaba de verdades universales, de sus caballos, de la tierra, de los montes y los ríos. Y gustaba acotar, “…y del paisaje más hermoso de todos: El Hombre”.

 

Afirmaba que el gaucho es un hombre reservado, cauto y discreto. Luego agregaba solemne: “Somos tímidos y recatados. La pampa está poblada por miles de solitarios. Me parece que la geografía nos hace así. Tenemos muchísima tierra, mucho campo abierto para la soledad. Por eso cantamos y componemos de este modo. No nos gustan las restricciones ni los sentimentalismos baratos ni las historias de amores vulgares. Componemos los versos igual que usamos el lazo, libremente, sin miedo. Así nos explayamos en nuestras historias. Cuando un pampeano canta, se toma su tiempo para relatar lo que le interesa porque no quiere que le impongan frenos ni fronteras. Por esa razón, la música de las pampas es tan diferente de la andina, porque no tiene una cordillera que le limite el horizonte…”

 

También sabía ser cáustico y cortante con las personas que intentaban adularle. Si la conversación no le agradaba, se quedaba con cara muy seria (como esculpida en piedra), dejaba de hablar y se ponía a tararear en voz baja alguna canción. Esa era nuestra señal secreta para ir a su rescate. Además, odiaba que le pidiesen que trajera su guitarra a los asados:

 

“¡Mi guitarra no come!” respondía enojado ante la invitación condicionada. Y de nada valdrían ya las disculpas ni las explicaciones posteriores. A lo sumo, agregaba de forma lapidaria: “Mire paisano, mejor no aclare que se oscurece…”

 

Confieso que me considero afortunado por haber compartido tantas horas con él y de haberle podido escuchar en casa, tocando su guitarra maravillosa en el silencio de aquellas cálidas noches mallorquinas. Para Atahualpa, el folklore era cosa seria. Por eso, cuando cantaba pedía silencio y concentración. Y agregaba que para escribir buenas canciones, el compositor debe saber controlar su sentido de la soledad.

 

Atahualpa defendía con firmeza la privacidad de su vida y sus sentimientos. Quizá por ese motivo, he tardado tantos años en relatar esta historia personal y en mencionar la existencia de esta canción, titulada: “Poema Para Un Bello Nombre”, talvez desconocida por la inmensa mayoría de los uruguayos.

 

Transcurría el año 1976 y Yupanqui se encontraba descansando en Mallorca. Habíamos paseado por la isla, comido asado en casa y don Ata había tomado mate con mis padres, recordando sus tiempos de domador en Cardona (que curiosamente coincidían con los años que en ese mismo pueblo, mi padre embarcaba ganado en trenes con destino a La Tablada). Estas reuniones eran casi un ritual para él. Traía yerba mate para mis padres y se pasaba una tarde entera en la casa de San Agustín, charlando de los viejos tiempos. Otro rito infaltable era la cazuela chilena, que le preparaba especialmente mi esposa, Anamaría.

 

Una noche, a don Ata se le ocurrió comer pescado y mariscos. Con Anamaría decidimos llevarle a La Casa Gallega, un conocido restaurante palmesano, especializado en los frutos del mar. Le recogimos en su habitual hotel Zaida, situado en el Paseo Marítimo de la capital balear y los tres nos fuimos a disfrutar de una deliciosa caldereta de pescado, bañada con un brumoso vino Ribeiro, bien frío. Don Ata disfrutó como siempre de la comida porque el viejo poeta era un verdadero gourmet. Cuando ya esperábamos los postres, repentinamente metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacando un papel de folio doblado en cuatro, sin más preámbulo, me miró serenamente y dijo: “Esto lo terminé de escribir esta tarde. Ahora se lo quiero leer y dedicar a usted…”

 

Y procedió a recitarnos un nuevo poema suyo, que comenzaba diciendo: Qué bello nombre es tu nombre/Uruguay/ Sonoro como una fruta salvaje…

 

Quedamos mudos de emoción y hasta se me enturbiaron los ojos cuando acabó. Entonces Yupanqui volvió a doblar cuidadosamente aquel folio, lo guardó en su bolsillo y yo me quedé perplejo, pero infinitamente agradecido. Permanecimos en silencio un buen rato, como saboreando y atesorando aquel poema de exaltación a mi patria lejana. Luego don Ata, cambiando súbitamente de tema, contó algunas historias de sus años en Argentina, en los campos de Cerro Colorado. No me atreví a pedirle una copia y así pasaron seis meses.

 

Un día llegó un mensajero a mi casa en Palma de Mallorca con un paquete de don Ata. Dentro venía el último LP que acababa de grabar en Paris, que incluía el poema sobre Uruguay y una sencilla pero emotiva dedicatoria en su carátula:

A mi amigo Roberto Bennett, como yo, hermano de la Libertad.”

 

Cada 31 de enero, Anamaría y yo bebemos una copita de vino tinto y brindamos por el alma del amigo ausente, que seguramente debe estar montando su viejo alazán, con la crin revuelta en llamarada, galopando y galopando por los campos celestiales, más allá del Cerro Colorado…

Roberto Bennett

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