El oscuro disfraz de la Paloma, prólogo de El mirlo y la misa, libro de Washington Benavides

por Tomás de Mattos

Lector, lectora, no te quepan dudas de que estamos pisando el umbral de una obra mayor de toda nuestra poesía, que a lo largo de unos cuantos años ha acopiado los más variados nutrientes, fueran propios o arrebatados a la vivencia ajena, en esa consensuada antropofagia o laica eucaristía en la que suele transformarse la mejor literatura.

 

El tema de la caza (del cazador que no puede decir "no se halló" o, mejor, "que no sea yo") siempre ha tenido recurrente presencia en la poesía de Benavides. No me extraña entonces que este libro, en el que más que nunca confluyen los géneros, y donde narración y ensayo erigen a los versos y a los topos como austeros instrumentos de parábolas o recapitulaciones, sea por entero la crónica de la caza de un sentido escondido bajo la carcoma de nuestra realidad cotidiana. No en vano más de un poema alude o cita confesamente, con frustrado espíritu de legítima emulación, los versos sanjuaninos:

 

"pues fui tan alto, tan alto
que le di a la caza alcance"

 

Hay una palmaria nostalgia de un Dios -que se cree- inalcanzado, reiteradamente entrevisto en la maraña del monte o hasta en el rincón más engañoso de la ciénaga. Nostalgia que es hija de la avidez y que convierte al libro en un asedio, a veces tan blasfemo como las imprecaciones de Job, del torpe, cruel o débil "Abad del mundo". Asedio que no desdeña ninguna vía: ni la intentada por la mística cristiana o musulmana, por la poesía metafísica del siglo XVIII o hasta por la desvalida locura del Dios Verde.

 

Centraré este prólogo en cuatro imágenes: una bíblica y tres benavideanas, aunque la distinción me parece ociosa.

 

La bíblica es la del combate de Jacob con el Ángel de Yahvé, lidia que solo podía trabarse bajo la oscuridad de la noche. En este libro, hombre y Dios luchan abrazados en páginas luminosas o tenebrosas. No te engañen los primeros textos que parecen destinados a la poesía, cuando en realidad apuntan a la palabra que sondea abismos y se estremece de amor.

 

Las tres imágenes que aquí mismo encontrarás, entre muchas otras, y que me importa destacarte como vías principales hacia los sentidos últimos, son las del árbol solitario y apenas entrevisto entre la densa niebla que lo envuelve; la de la única cerilla de la que disponemos para iluminar apenas y fugazmente la tiniebla que nos cerca; y la del mínimo mirlo, que en las ruinas guaraníticas o en un jardín del centro madrileño, canta anunciando la enigmática presencia de lo divino en un mundo arruinado o que acorrala a la naturaleza.

 

Fui casual testigo -o acaso segundo destinatario- de esas dos insólitas teofanías y las valoro como tales. Por ese me arriesgo a decir que este libro registra no el pertinaz y desesperado asedio de un heresiarca, sino la sutil y paciente captura de un alma inquieta por un Dios que anda suelto y se manifiesta en bellísimas -y efímeras- miniaturas de lo sublime. Ese Dios -o una de sus Personas- es una paloma resplandeciente a la que no le importa revestirse de la sencilla negrura del mirlo que canta no solo a la gloria de Dios sino -y eso el poeta parece olvidarlo- a la buena voluntad que anima a algunos hombres en la tierra. Todo aquel a quien el amor obstine o procure morirse de amor, ya ha sido cazado por ese Absoluto que hace florecer sus revelaciones entre los humildes del mundo, sean los campesinos del taoísmo, los harapientos místicos del sufismo o los despreciados carpinteros y pescadores de una Galilea de la que no podía salir nada bueno.

 

Esta convicción, que bien vista es tan solo creencia, me hace suponer la irónica-y muy complacida- sonrisa del Divino (Lector: no imagines un anciano barbado, sino un sapo o un escarabajo) cuando constaté que aquí, tan abajo, tan abajo, en Montevideo, un viejo profesor se quitaba una bufanda negra como estola de duelo y pasaba a oficiar una misa de poesía, hundiendo con dos dedos muy rápidos las cansadas teclas de una vieja máquina, sobre la mesa del comedor que queda al fondo de un apartamento de la calle Garibaldi:

 

Bien se sabe que -aunque heresiarca triste- 
Soy sanjuanino
Y no sólo porque le dieron bartolina a mi santo 
o porque fuese el mayor lírico
en tiempo de poetas;
sino porque su obstinación es de este mundo, 
y porque sólo los obstinados por amor
cambiarán tanta podre.

prólogo de Tomás de Mattos
"El mirlo y la misa"
de Washington Benavides
Ediciones de la Banda Oriental
Montevideo - Agosto de 2000

Ver, además:

                

            Washington Benavídes en Letras Uruguay          

 

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