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La verdad
Manuel Benavente

 

NO puedo afirmar si soñé o me contaron lo que voy a escribir. O si en verdad lo vi, que la realidad suele ser más fecunda que los sueños y más sorprendente que todos los cuentos.

Ocurrió en un país extraño y en una época indeterminada de la historia.

Era en la plaza principal de una gran dudad. Una multitud heterogénea y ruidosa estaba reunida allí. Hombres de todas las razas, en cuyos labios cantaban todas las lenguas, se hallaban esperando la palabra de un apóstol de no sé qué secta.

Grave y triste era el rostro de este hombre. Se notaban en él las profundas huellas de la meditación y la vigilia. Dirigiéndose a la multitud, que hizo un hondo silencio al verlo subir a la tribuna, dijo el apóstol.

-Me llamáis, hermanos, para que os presente a la Verdad. Vuestra ingenuidad me asombraría, si no os conociera tanto.

Sé que algunos -los menos, tal vez- lo pedís sinceramente con ánimo de vida. Otros queréis conocer a la Verdad por curiosidad intelectual, por ver si es como la imagináis; pero no tardaríais en discutirla, si ella no os dejara satisfechos. Hay también, entre vosotros, quienes. temen a la Verdad y la buscan con el secreto deseo de no encontrarla; si dieran con ella, tratarían de

Dibujo de Aguerre

hacerla desaparecer. No faltan quienes quisieran guardarla para sí, robando su luz a los demás hombres. Y, por último, están los meramente ansiosos de saber -para contar luego como cualquier suceso vulgar- cómo es, qué dice y qué hace la Verdad. Así nos dividimos los hombres, hermanos míos.

La multitud empezó a inquietarse. Una voz fuerte y áspera se dejó oír.

-Déjate de discursos. ¡Llévanos ante la Verdad, si conoces su paradero!

-Lo haré, hermanos; pero os advierto que nada ganaréis con ello.

-Eso es de nuestra cuenta. Si no eres un impostor, muéstranos a la Verdad.

El apóstol miró con honda pena a la muchedumbre, descendió de la tribuna y dijo simplemente:

-Seguídme.

La gente que llenaba la plaza se puso en marcha detrás del hombre que prometía ponerla en presencia de la Verdad.


¿Cuántos años duró el viaje? No lo sé.

Los jóvenes se volvieron maduros y los viejos, más viejos.

Muchos obstáculos se presentaron en el camino, pero la gente, encendida de esperanzas, no se rindió.

Una mañana, en el corazón fragante de un bosque, vieron levantarse los muros de un severo castillo que parecía abandonado.

-Es la morada de la Verdad,- anunció el apóstol.

-¡Por fin, - gritó jubilosa la multitud. El apóstol se acercó a una puerta del castillo, extrajo de sus ropas una vieja llave y la puso en la cerradura. El ruido que hizo la llave al girar emocionó a los hombres dispuestos a conocer a la Verdad.

El Apóstol, volviéndose a los que le seguían, dijo:

-Sólo tres de vosotros podéis entrar, por turno. La Verdad no podría recibiros a todos. Vive en esta sala desde hace muchos siglos; ama su silencio y defiende celosamente su soledad. ¿Quién entrará primero?

-¡Yo!, - gritó un viejo filósofo.

Y entró. El apóstol quedó en la puerta, con la vista fija en el suelo.

A los pocos minutos salió el filósofo con la más sombría decepción pintada en el rostro. Se dirigió con amargura al apóstol:

-Nos has engañado, falso amigo. En la sala reina la oscuridad más completa. No creo que viva nadie en ella. Llamé inútilmente a la Verdad. Sólo me respondió el eco lúgubre de ml propia voz...

El apóstol le dijo:

-Estás viejo, amigo mío. Son débiles tus ojos para descubrir a la Verdad. Te falta la fuerza que da la fe. ¿No hay entre vosotros -preguntó a la multitud- un poeta?

-Aquí estoy.

-Entra.

Cuando regresó, dijo el poeta:

-¿Cómo no pudo verla el filósofo? Está en e! centro de la sala, sentada sobre un trono resplandeciente. Sus ojos son diamantes; sus cabellos rayos de luz. Tiene la hermosura de los sueños y la inocencia de los ángeles. Su voz es música que en canta el oído y vierte una dulce paz en el alma. Sus movimientos, ágiles y rítmicos....

Pasó por último un sacerdote de mirada cortante y grave voz. Conté después:

-Miente el poeta. He visto a la Verdad, modestamente sentada en un rincón. No sonríe, ni tiene belleza de ensueño, ni gracia de bailarina ... Todo en ella es severo y noble.

Entonces la multitud se volvió hacia el apóstol:

-Dinos tú cómo es la Verdad. De los tres que han entrado, uno no la vio, y los que la vieron la presentan de diferente manera.

El apóstol, iluminado por una triste sonrisa, contestó:

-Hermanos míos: he querido daros una lección amarga, pero sincera. Nada sé de la Verdad. No la he visto nunca. Tampoco la vieron los que entraron a esa sala. El filósofo tuvo la valentía de confesar su fracaso. El poeta y el sacerdote, no. La sinceridad es, a veces, heroísmo. El poeta imagina a la Verdad adornada con las galas de su fantasía. El sacerdote le presta la áspera severidad de su dogma. El banquero la vería haciendo números y el enamorado, desmayada en e1 éxtasis de un beso.

-¿No existe la Verdad?

-No lo sé. Si existe, es indudable que no es la misma para todos; toma la forma que nuestra imaginación y nuestro pensamiento quieren darle.

-¿Es terrible?

-¿Por qué? Es necesario a los fines misteriosos de la existencia, que sigamos buscándola. La esperanza de encontrarla es lo único que hace nobles a los hombres.

La multitud quedó muda.

El apóstol lanzó sobre sus amigos una compasiva mirada y se perdió luego en e! bosque.

Sentado sobre una piedra pasó la noche en honda y silenciosa meditación.

Pero cuando el sol del nuevo día le vino a traer esa tibia esperanza que da la luz, ya no estaba allí...

Manuel Benavente
Suplemento Dominical "El Día" S/f.

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