Parábola hermética
Hermógenes Bastarrica

Voy al cementerio, a la tumba de L... por vez primera desde que allí la dejamos, hace ya tanto tiempo. De sobra sé que allí están apenas los despojos de lo que fuera su cuerpo, rodeando el panteón resabios de su cuerpo energético en proceso de disolución, y de pronto restos de su personalidad.

Pero no obstante, visitar el camposanto, acercarnos a las tumbas donde alguna vez colocamos a seres queridos, bien tomado —en consciente actitud— equivale a un baño de realidad... En esas circunstancias nos enfrentamos a la crudísima verdad: nuestras apetencias, deseos y apegos, nuestras pretensiones y nuestro tan querido orgullo, nuestros sueños vanos, resultan ser nada más —a la larga o a la corta— que semilla de tumba.

Tal sacudimiento. Ese enfrentamiento a “lo real”, más acá o más allá de ilusiones, suele producir —cuando cultivamos el conocimiento esotérico— un profundo anhelo de reafirmarnos en lo esencial, lo único que importa en ultima ratio  en nuestra vida, que es “despertar nuestra alma”.

Si pretendemos ser sabios, debemos procurar estar plenamente en nuestro “hoy y aquí”. Pero la clave de todo avance radica en no complacer al Señor del Mundo... Quien se entrega alegremente a la rueda de ilusión de este “valle de Josafat” será devorado tarde o temprano por la entropía que todo lo iguala.

No se trata del trasmundo  en el sentido religioso. Esas son metáforas en general mal interpretadas desde tiempo inmemorial. Lo que importa es el despertar... Cuando lleguemos al inevitable momento de la transmutación natural, ya no tengamos más cuerpo físico y nos procesemos en la Quinta Dimensión (es decir: en vehículo o cuerpo astral), debemos estar preparados para iniciarnos adecuadamente en ese Reino de la Eternidad. Esto implica penetrar en el misterio pero conscientes, en estado de vigilia, no como la inmensa mayoría de los desencarnados, profundamente dormidos lamentablemente.

Tal es la única forma de vencer a la parca; de evitar al menos su temible aguijón, ése que se sustenta en los poderes de la somnolencia y el olvido.

Es menester trabajar esotéricamente en esta vida: morir egoicamente, en un proceso constante de depuración; nacer alquímicamente transmutando con empecinada intensidad nuestras energías seminales, creando de esa manera los cuerpos de luz  que nos permitirán llegar al SER.

No menos importante: servir a nuestros semejantes de manera concientiva.

Debemos vivir con un norte excluyente: llegar a levantar el velo de Isis  olvidando las metas convencionales y pasajeras. De no hacerlo, si no nos entregamos a Ella y la amamos y veneramos en su avatar de Madre Cósmica sabia y amorosa, hallando refugio en su seno generoso y obteniendo como premio nada menos que la Inmortalidad. De no hacerlo, si nos dejamos arrastrar por la inercia del Mundo, más temprano que tarde llegará de todos modos el encuentro inevitable con Ella... Pero ya no se presentará como mater amantisima  sino que lo hará terriblemente en su faz de Proserpina, ni más ni menos que esa Bendita Madre Muerte implacable con los perversos y fría e indiferente ante los tibios.

Al final, en esa hora que puntualmente siempre llega, Ella procede a devorar sin piedad —en un larguísimo y doloroso proceso retrospectivo de carácter involutivo— a aquellos que llamados al banquete de las bodas eternas  lo despreciaron, prefiriendo el amor veleidoso de Maya.

 Por cierto, es una Madre infinitamente misericordiosa con aquellos —tantísimos— que todavía no llegaron siquiera a vislumbrar su realidad, los que nada sospechan de la honda verdad del Sendero. Los que a través de múltiples retornos a este valle, poco a poco irán acercándose al motivo esencial del hombre sobre el planeta.

Hermógenes Bastarrica

Texto rigurosamente inédito, que forma parte de un futuro Tratado de Esoterismo y Gnosis Práctica

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