Dos momentos históricos del Montevideo antiguo

por Aníbal Barrios Pintos

En el año 1800, la ciudad de San Felipe de Montevideo iba creciendo sobre la península. Mas allá de las murallas, que la circuían por la parte que conducía al campo, partían ondulados caminos y sendas, que desde los portones de San Pedro y de San Juan de la plaza fuerte hacia la línea del Cordón y la Fuente de Canarias unían una irregular edificación siempre en aumento.

En la transparente lejanía movíanse los jinetes, rechinantes carretas o algún coche de camino, con sopandas, a todo el marchar de sus ruedos.
Según el censo levantado pocos años después —para ser más precisos, en 1803—, por el subteniente de infantería Nicolás de Vedia, dentro de muros vivían 9.367 habitantes; en el arrabal de la ciudad, 1.561; en el ejido, 1.004; en los propios, 2.161.

En el casco urbano se registraron 5.915 blancos, 138 naturales, 294 pardos libres, 146 morenos libres, 88 pardos esclavos y 2.786 morenos esclavos, cantidades de ambos sexos a cuya suma hay que agregar 60 personas existentes en el convento de San Francisco, incluyendo un sirviente blanco y 30 esclavos.

El principal grupo social montevideano de la época, —excluyendo a los oficiales de alta jerarquía—, importantes comerciantes (importadores y exportadores), estancieros, saladeristas, navieros y agricultores, gravitaban en la dirección de la ciudad, algunos de ellos desde sus cargos concejiles como Joaquín de Chopitea (alcalde de primer voto), Juan Ignacio Martínez (alcalde de segundo voto), Mateo Vidal (alférez real), Juan Antonio Bustillo (alcalde provincial) y Ramón de Cáceres (alguacil mayor).

La mayor parte del trabajo servil era ejecutado por negros y por indígenas guaraníes.

Los privilegios concedidos por el rey de España a Montevideo, sede del Apostadero naval para impedir la expansión económica y territorial de Inglaterra en las tierras meridionales de América, puerto de depósito del tráfico esclavista de esta parte del continente y de llegada de los barcos correos, habían consolidado el crecimiento sensible de las exportaciones e importaciones, sustancialmente motivado por las disposiciones sobre comercio libre y la creación de la aduana. "Puerto mayor de Indias", en su ensenada podían anclar sin riesgo navíos de toda dimensión, pero el Consulado de Buenos Aires procuraba habilitar como puerto de arribo la ensenada de Barragán, actitud que provocó la oposición del cabildo montevideano.

Fuertes baterías defendían la ciudad de un posible ataque por mar.

Las casas estaban construidas con piedra y ladrillos y tenían sólo una planta, en su mayoría con azotea, salvo contadas excepciones, que gozaban de doble planta, como la perteneciente al lisbonés Manuel Cipriano de Melo y Meneses (Zabala 1469), que ha subsistido hasta nuestros días.

Las mejores viviendas tenían pisos de ladrillo, pero en su mayoría eran de tierra. Muy pocas de las casas de comercio tenían vidrieras. Había unas ciento treinta pulperías. Las que se encontraban fuero de las murallas señalaban su presencia al viajero con una pequeña veleta o bandera.

Cuando el tiempo estaba frío o húmedo, se utilizaban braseros, cuyos fuegos eran encendidos en los patios para luego llevarlos a las habitaciones.

Las principales casas de la ciudad disfrutaban de aljibes, pero el agua era también transportada en carros, desde pozos cavados en la arena, en la orilla del rio.

Las calles, polvorientas en verano, en tiempo lluvioso presentaban un aspecto lastimoso con sus pantanos intransitables. Todas, desde 1778, tenían nombres extraídos del santoral católico. Según el plano de Juan de los Reyes, de 1800, eran las siguientes, a partir del extremo norte: San Miguel (actual Piedras); San Luis (Cerrito); San Pedro (25 de Mayo); San Gabriel (Rincón); San Diego (Washington); San Carlos (Sarandí); San Sebastián (Buenos Aires) y San Ramón (Reconquista).

Las transversales a estas calles llevaban las siguientes denominaciones: San José (Guaraní); San Tomás (Maciel); San Vicente (Pérez Castellano); San Benito (Colón); San Agustín (Alzáybar); Santiago (Solís); San Francisco (Zabala); San Felipe (Misiones); San Joaquín (Treinta y Tres); San Juan (Ituzaingó); San Fernando (Juan Carlos Gómez) y Del Pilar (Bartolomé Mitre).

Una característica dominante de los habitantes de Montevideo era su religiosidad. Casi todas las casas de la ciudad y aún las chozas de los indígenas guaraníes de los alrededores, tenían crucifijos y por lo general un nicho santificado para la imagen, comúnmente de Jesucristo o de la Virgen María. En la cima de algunas colinas existían cruces con inscripciones en latín.

Se estaba edificando la nueva Iglesia Matriz, que podía ya divisarse de gran distancia. Fue recién inaugurada en octubre de 1804. También se iniciaba la construcción del fanal del Cerro, que comenzó a funcionar en 1802.

Cerca de la parte alta de la ciudad se encontraba la plaza del mercado, donde se exhibían para la venta hortalizas y frutas que producían en abundancia las tierras fertilísimas de las chacras montevideanas.
La madera para combustible era escasa y la mayor parte era traída desde el río Santa Lucia. Había cerca de Montevideo una gran cantera, cuya mano de obra era indígena.

Residencia del Sr. Francisco Llambí, edificio de los tiempos hispánicos (1834) 

Casa de los comedias. Primer coliseo oriental. Fue inaugurado en 1793 en el predio de la actual calle 1° de Mayo, entre Zabala y 25 de Mayo.

Refiriéndose a los españoles de la ciudad, señala un observador inglés contemporáneo:

"...son morochos, pero algunas de las señoras son rubias. Los soldados usan patillas negras. . . Los caballeros difieren poco en la vestimenta de los europeos; usan capas. . . Los vestidos de las señoras son más diferentes; no usan gorros, sino que sus largos cabellos son atados formando un alto moño, y algunas tienen elegantes peinetas circulares; no usan blusas, sino una chaqueta corta que cubre la parte superior de su enagua u otra ropa; llevan zapatos singularmente altos; se cubren la cabeza y casi la cara, con una capucha negra que rodea los hombros, de tal modo que, cuando van a misa con sus rosarios y crucifijos en brazos, las he tomado a cierta distancia por un grupo de frailes. Los niños de ambos sexos son vestidos en el mismo estilo..."

Y agrega: "Es costumbre universal que inmediatamente después del almuerzo damas como caballeros se retiren a la cama, y les molestaría tanto si se les impidiera hacerlo, como a nosotros la falta de descanso nocturno."

Los sastres y los zapateros constituían el grupo más numeroso de hombres entregados a un oficio regular.

Los principales artículos de exportación eran los cueros vacunos y la carne salada. Precisamente, en 1800, se embarcaron con destino a los puertos del Brasil y otras colonias extranjeras 27.794 quintales ( 1:276.856 kilogramos) de carne salada.

También se embarcaban para España, traídos río abajo, los tesoros del Perú, junto con otros artículos del país, como sebo y pieles de leopardo, de tigre y de león americano, y asimismo yerba del Paraguay.

En cuanto a precios, los visitantes encontraban la ropa y los utensilios de uso casero demasiado caros. Casi todas las prendas de vestir costaban cuatro veces más que en Inglaterra y aún tenían precios más altos.

El alquiler anual de un cuarto sin ventana ni chimenea era de 48 pesos de 8 reales, equivalentes a 48 dólares estadounidenses; de una casa compuesta de dos habitaciones y un patio, 100 pesos. Los esclavos costaban entre 250 y 260 pesos. Las negras esclavas tenían un precio más elevado: $ 280, aproximadamente. El ganado vacuno se podia adquirir a 8 reales cada unidad, las yeguas a 2 reales, los caballos mancarrones a 18 reales y un redomón por 20 reales cada uno.

Algunos de los vecinos principales tenían objetos de plata labrada, como el brigadier Juan Francisco García de Zúñiga, el cabildante Mateo Vidal y la viuda del mariscal de campo y primer gobernador de Montevideo José Joaquín de Viana, doña María Francisca de Alzáybar.

Las principales fiestas de lo época se celebraban el 30 de abril y el 1º de mayo, días de los Santos Patronos de la ciudad.

Por la tarde del 30 de abril formaban los ediles a caballo, con arreos de gala, frente a la casa capitular. Del grupo se destacaba el alférez real, con vestimenta de terciopelo y sombrero de pico, que sostenía en su mano derecha el pendón real de la ciudad.

Rodeados por el pueblo se dirigían luego al fuerte en busca del gobernador quien, con entorchados y cruces, se colocaba a la izquierda del alférez real y a la derecha del alcalde de primer voto. Desde allí las autoridades se trasladaban a la Iglesia Matriz, donde en breve ceremonia el cura vicario les ofrecía el agua bendita y se cantaban vísperas con órgano. En horas de la mañana del día siguiente se efectuaba la misma ceremonia y gobernador y regidores escuchaban misa y sermón.

Con motivo de estas fiestas patronales se iluminaba lo ciudad y se enramaban las calles con laurel para el paseo del pendón real.

Otra de las atracciones de la sociedad montevideano era la Casa de Comedias, que ya en 1800 figura inscripta en el plano de De los Reyes, como Coliseo. También algún volatín se presentaba en corralones de la ciudad, como aquél llamado Fernando García que en marzo de ese año brindó números de gran diversión popular.

Un distinguido marino gobernaba Montevideo y su jurisdicción desde el 11 de febrero de 1797: el santanderino José de Bustamante y Guerra (1759-1825). En 1804 le va a suceder otro marino, Pascual Ruiz Huidobro.

Bustamante y Guerra había comenzado su carrera naval a la edad de once años, interviniendo posteriormente en numerosos combates.

En 1784 con el grado de capitán de fragata comandó la corbeta real "Atrevida", que junto con la llamada "Descubierta" salieron de Cádiz con el designio de dar la vuelta al mundo en trascendente misión científica y política.

Durante su estada en Montevideo, los marinos españoles levantaron un plano del Rio de la Plata y realizaron importantes observaciones astronómicos en una casa del barrio Sur próxima al fuerte de San José.

Luego siguieron reconociendo la costa patagónica y Las Malvinas, llegando hasta Acapulco y Oceanía, para regresar desde el puerto de El Callao a España, donde arribaron luego de cinco años de navegación.

En 1795 Bustamante y Guerra fue ascendido a brigadier, confiándosele al año siguiente la jefatura de las fuerzas navales del Plata y el gobierno político y militar de Montevideo, cargos que desempeñó con acierto cabal.

Quizás uno de los más expresivos elogios de su gestión lo formuló en el acuerdo del Cabildo del 15 de noviembre de 1800 el regidor decano quien, ante una exposición de Bustamante y Guerra, dijo que el pueblo de Montevideo, de apenas setenta para ochenta años, se le quería dotar de comodidades que no habían tenido en largo tiempo Madrid, Cádiz, Barcelona y otras ciudades.

Ese día el gobernador, dirigiéndose a los regidores, precisó con elocuencia los fundamentos para establecer un arbitrio capaz de remediar los males públicos.

Pormenorizó el estado deplorable de las calles donde se arrojaban, al igual que en los huecos, toda clase de residuos, causa principal de las epidemias temporales que se padecían; puso énfasis al hablar sobre la urgencia de construir alcantarillas y puentes en los "temibles pasos" del arroyo Seco y del Miguelete, que en tiempos de lluvia intensa interrumpía la comunicación con Montevideo, impidiendo así la llegada de las producciones para su subsistencia; reclamó la recolección de basuras; la limpieza y mantenimiento del puerto que habría "de abrigar dentro de pocos años más de doscientas embarcaciones", luego de realizarse las obras proyectadas de fortificación; los recursos necesarios para la conclusión de las obras de la Iglesia Matriz, Casas capitulares y Cárcel pública, por la triste situación en la cual se hallaban los delincuentes; la construcción de un lavadero en el Cordón, bajo la protección y vigilancia de la guardia allí
existente, dado que los criadas, al ir a lavar a un lugar tan alejado como era el Buceo, estaban proclives a contraer "vicios, aun las más recatadas" ... 

A fines de diciembre, en un nuevo acuerdo del Cabildo, se hizo el repartido de cuarenta mil pesos, cantidad a la que ascendió la propuesta del abasto de carne, destinándose $ 1.500 a la fábrica de la Iglesia Matriz, S 1.500 a obras en el Cabildo y $ 1.500 para el Hospital de Caridad. Los restantes $ 35.500 se aplicarían en la limpieza de calles y en el empedrado de las mismas; en la composición de caminos; en el allanamiento de los malos pasos existentes hasta el Miguelete y en la construcción de los tan necesarios puentes y alcantarillas sobre el paso del Molino y el arroyo Seco.

Así, esperanzada, iniciaba el siglo XIX Montevideo, una ciudad, por aquellos lejanos tiempos, casi con estatura de talla humana.

Aún transcurrirían siete conmovidos años para que se divulgaran las odas y cantos de aliento patriótico de su primer poeta; para que fuera representada la primera obra de un autor teatral oriental.

Montevideo: Veinticinco años después

Corría el año 1825. En nuestro país imperaba en el orden político y militar el invasor brasileño, que detentaba su codiciada "frontera natural del Plata".

La "Muy Fiel, Reconquistadora y Benemérita de la Patria Ciudad de San Felipe y Santiago de Montevideo, capital del Estado Cisplatino", como se le titulaba pomposamente en la época en documentos oficiales, albergaba menos de 15.000 habitantes y más de 4.000 soldados, que integraban las fuerzas de ocupación

Fuera de sus murallas y sus fosos se extendía un territorio escasamente poblado y empobrecido económicamente por los efectos de la guerra y las extracciones de ganado vacuno, que trasponía nuestra frontera en beneficio de los estancieros y saladeristas riograndenses. El afincamiento de familias luso-brasileñas en las propiedades que habían sido de españoles o de criollos, gravitaría por largos años en el proceso de la organización nacional, especialmente en el norte uruguayo.

Es entonces cuando el grito heroica y quijotesco de Libertad va a retumbar, como lo dijera el héroe de la época, por los dilatados campos de la patria.

"Los Patrias", triunfantes en las acciones del Rincón y Sarandí, afirman con su coraje y con sus armas, el sentimiento de nacionalidad.

El espíritu montevideano de individualidad se había manifestado en sucesos memorables de su historia: durante su bizarra y ardorosa defensa ante el ataque inglés; en su rebeldía contra la autoridad virreinal en 1808 y en su oposición a la Junta de Buenos Aires en 1810; en los sitios de los ejércitos patriotas; en la ocupación porteño de 1814; en la resistencia soterrada y a veces manifiesta al gobierno de Purificación

Quien había forjado la nacionalidad, quien había sido Jefe de los Orientales y Protector de los Pueblos Libres, don José Artigas, se hallaba ahora confinado en la selva paraguaya, en Curuguaty. Su recuerdo se silenciaba o se rememoraba para condenar su época llamada entonces "de la anarquía y del desorden".

Un viajero que llega ese año de 1825 a Montevideo, la encuentra con sus murallas arruinadas, las calles abandonadas, las habitaciones deterioradas.

Los suburbios de la ciudad, los huertos del Miguelete, ofrecían un aspecto de ruina y desolación. Pero, a poco, la guerra y el bloqueo de Buenos Aires, posibilitarían su prosperidad comercial.

El gobierno cisplatino descuidaba la realización de obras públicas. De la labor realizada ese año por el cabildo montevideano sólo se destaca, a indicación del capitán general Carlos Federico Lecor y por ser necesario al servicio militar, el traslado del mercado desde la plazoleta de la Ciudadela y Plaza Mayor al predio que a beneficio público cediera en 1792 el extinto ministro de la Real Hacienda José Francisco de Sostoa y su esposa. Dicho predio, como se recordará, se hallaba situado sobre la actual calle Mercado Chico y Sarandí.

Un atento observador inglés contemporáneo clasificaba así la población del Estado Cisplatino, desde el punto de vista político: realistas (casi exclusivamente viejos españoles), patriotas (clases bajas de los criollos que consideraban a la ocupación brasileña como una usurpación), imperialistas (militares, antiguos colonos portugueses, comerciantes, ganaderos y propietarios de tierras, entre estos últimos, también criollos y viejos españoles, con grandes propiedades y riquezas) y una gran masa de indiferentes, entre ellos muchos españoles, aventureros políticos con notorios cambios de frente durante las distintas ocupaciones y quienes adherían al gobierno del momento, con tal de que brindara seguridad a sus personas e intereses. Había también admiradores de la disciplina británica, ansiosos de una nueva dominación.
Luego del movimiento emancipador de Lavalleja, en razón del bloqueo de Buenos Aires, se hallaban en la rada montevideana numerosos barcos de guerra brasileños y barcos mercantes capturados o detenidos allí.

Los comercios comenzaban a desbordarse de mercaderías destinadas a la capital argentina, en espera de la terminación de la guerra.

La comunicación frecuente en los últimos tiempos con las gentes de otros países, había dotado a los montevideanos de mayor soltura y amabilidad.

La belleza de los mujeres de Montevideo, vivaces, elegantes, de cutis pálido y expresivos ojos negros, concitaban la admiración de todos los viajeros. Se les veía al atardecer por las veredas visitando los negocios, con sus abanicos, esos "hechiceros auxiliares de la conversación". Era costumbre recibir una flor de las bellas manos de las jóvenes, cuando algún amigo o pretendiente las encontraban ocasionalmente o las visitaban en sus residencias. Las de familias principales tenían elegantes pianofortes.

Los niños y las niñas se divertían remontando cometas en las azoteas de sus casas, en horas de la tarde, cuando se reunían allí el núcleo familiar y las visitas,

Exceptuando Chile, donde los negros eran absolutamente libres desde 1823, Montevideo ero la ciudad de América Meridional donde se les trataba más bondadosamente.

El día de los Reyes Magos, el 6 de enero, los esclavos y los negros libres, reunidos según su origen africano, elegían un rey que lucía en lo ocasión un llamativo uniforme, charreteras y espada, prestados por sus amos. Las reinas y damas de honor estaban también ataviadas con elegancia.

El viajero francés Alcides D'0rbigny que describiera estos fiestas negras, refiere que concurrían primero a misa, luego paseaban por la ciudad y finalmente congregados en la plazoleta del mercado donde se aglomeraban en número mayor de seiscientas personas, ejecutaban danzas características de su nación: bailes guerreros, simulacros de labores agrícolas y figuraciones lascivas.

La capital del Estado Cisplatino seguía teniendo su fiesta máxima el día del natalicio de los apóstoles San Felipe y Santiago.

El teatro era pequeño. Su techo estaba sostenido por dos grandes columnas que dificultaban la visión del escenario por encontrarse en el centro de la platea. Ni ésta ni los palcos tenían asientos en la época, por lo que cada señora se hacia llevar su silla por un doméstico.

Las torres de la catedral, espacioso edificio de ladrillo, dominaban el escenario geográfico. La elegante cúpula estaba cubierta con brillante loza inglesa de color azul.

Las numerosas fortificaciones que rodeaban la ciudad estaban dotadas de centinelas. "Todo recordaba la guerra". A la distancia se divisaban los ponchos azul y rojo de los gauchos, que pronto independizarían definitivamente nuestra patria.

por Aníbal Barrios Pintos
Almanaque del Banco de Seguros del Estado - años 1975/76

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