Azoteas y miradores

Testigos de un Montevideo romántico

por Aníbal Barrios Pintos

Fue allá por la década de los años treinta del siglo XIX, recién constituida la República, cuando Montevideo vio extenderse la construcción de miradores y de balaustradas en las azoteas.

El pincel de Adolphe D'Hastrel exhibe en 1840 esa expresión arquitectónica, entre un paisaje sin follaje, y Dulín, presumiblemente pocos años después de la llamada Guerra Grande, dibuja puntualmente una animada escena de la ciudad, construida en forma de anfiteatro sobre la península, según lo expusiera admirativamente un penetrante observador francés: Xavier Marmier.

En esa imagen de ocio montevideano, dos jóvenes mujeres con sus vestidos con miriñaque se asoman a un balcón, lugar de ensueño en la época, protegiéndose del sol con sus delgadas sombrillas. Otros, bajo sus capelinas, se dicen sus confidencias en la azotea y dos caballeros, uno de ellos con catalejo, fijan la atención en los numerosos navíos que se encuentran sobre el espejo de aguas de la bahía o en aquel otro que llega con las velas desplegadas.

Los miradores, —después llegaron las torres y las cúpulas erizando el cielo, y más cerca de este tiempo fugitivo las antenas sin poesía—, hoy son sólo recuerdos de un pasado. Si antaño dominaban la vastedad del panorama y eran emblema de prestigio, ahora sobreviven en su mayoría encubiertos y olvidados entre monumentales prismas de vidrio y de cemento.

En una soleada tarde de un domingo del pasado invierno, dando vueltas despacio por la ahora llamada Ciudad vieja montevideana, alzando lo vista, hemos registrado muchos de esos testimonios melancólicos.

Durante el afiebrado trajín de los días laborales, por sus angostas aceras circula dificultosamente una muchedumbre torrencial esquivando gentes y automotores. Pero los sábados y domingos, un paseo con pie sosegado por los calles casi desiertas descubre inesperados y entrañables motivos surgidos de la mano creadora del hombre. Su presencia no es de fácil percepción, pero mirando y remirando se advierten múltiples adornos que fueron en un tiempo legítimo orgullo de familias montevideanas.

Edificios con cariátides que unen su irremediable soledad a los techos; algunos con rostros enigmáticos empotrados o con balcones voladizos como el de la casa situada en Sarandí y Alzáybar; otros con bohardillas, respondiendo a la creación arquitectónica de Mansard; torres y cúpulas que rivalizan con campanarios; patios melancólicos con evocadores aljibes; expresivos bajorrelieves; un viejo reloj que marca las horas de la ciudad; puertas de madera labrada como la del edificio de la calle 25 de Mayo al 520, que fuera residencia de Agustín de Castro y hoy es sede del Consejo del Niño.

Y en cualquier dirección, rejas, cientos de rejas que se encuentran en puertas, balcones, verjas y antepechos de ventanas, creadas por artesanos anónimos que las cincelaron con amor.

Durante largo tiempo nos hemos enfrentado a esos testigos silenciosos de épocas lejanas, insensibles, indiferentes, extraños, sin llegar a ver jamás ese perfil espiritual de la ciudad.

Quizás algún día, como lo quería el poeta salteño Enrique Amorim, se coleccionen y cataloguen en algún MUSEO DE HIERRO FORJADO, para salvar las más representativas para el patrimonio común de la Nación.

1) Para citar algunos de los más antiguos y de más definido característica, damos aquí sus direcciones precisas, limitándonos solamente a los miradores de la Ciudad vieja: Ituzaingó 1255, donde viviera el poeta Julio Herrera y Reissig (convertida en sede del Instituto del Libro) y en cuya "Torre de los Panoramas" funcionara uno de los cenáculos más famosos del modernismo literario uruguayo; Rincón y Misiones (mirador - torre), en la mansión que fuera propiedad del Gral. Fructuoso Rivera y que en la actualidad alberga los dependencias centrales del Museo Histórico Nacional; 25 de Mayo y Juan Carlos Gómez (mirador - linterna) en lo casa que perteneciera a Francisco Gómez destinada ahora a sede de la Junta Departamental de Montevideo; 25 de Agosto casi Juan Carlos Gómez, en la vivienda mandada construir hacia 1816 o 1817 por Manuel Ximénez, hoy destinada a recordar al Montevideo Plaza Fuerte y Puerto de Mar, dentro de la jurisdicción del Museo Histórico Nacional; Rincón 747 y Ciudadela (mirador - torre) en el edificio del Ministerio de Industrias y Energía; Piedras 271 casi Pérez Castellano; 25 de Mayo y Colón; Zabala 1293 y Buenos Aires; 25 de Agosto e Ituzaingó; Rincón 567-569, en cuya planta baja se encuentra la sede del Cine Club del Uruguay; Rincón y Juan Carlos Gómez; Bartolomé Mitre 1478, en la vetusta casona donde se hallaba hasta hace algunos años el Museo Mac Coll y finalmente, Rincón 654 y Bartolomé Mitre, en la azotea de la que fuera confitería Jockey Club.

por Aníbal Barrios Pintos
Almanaque del Banco de Seguros del Estado - años 1975/76

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