La historia y el discurso del idiota

 

Discurso de recepción en la Academia Nacional de Letras.
29 de diciembre de 1998

Deseo dedicar estas palabras a quien fuera mi profesor, Juan E. Pivel Devoto.
No porque hubiese estado de acuerdo con ellas, pues sospecho que no lo estaría y hasta disentiría del estilo, sino porque a él debo dos principios en los que sigo creyendo como los fundamentos de mi oficio. El primero es que la Historia no debe escribirse con pasión o pasiones, pero es una pasión, un arrebato que exige sudor, razón y sangre en dosis no siempre equilibradas. El segundo es que la Historia se escribe con sangre de los otros, la que solo se encuentra en sus testimonios. Por eso el estremecimiento impúdico, a menudo casi erótico, que nos invade a los de este oficio cuando descubrimos un archivo o, dentro de él, ese o esos documentos que, como un tiro de revólver en el silencio de un concierto, iluminan de golpe los diversos sentidos que oculta el pasado. Es que, como decía otro maestro admirado de mi juventud, Marc Bloch, el historiador, como el perro de presa, husmea todo rastro de lo humano.
Comenzaré, entonces, por mostrar algunos documentos.
En 1891, se editó en Buenos Aires una novela de José María Miró, La Bolsa. Su autor tenía 24 años y era el pariente pobre de la familia porteña de prestigio político y social. Periodista del diario bonaerense La Nación, al publicar su obra utilizó el seudónimo de Julián Martel. Relataba el "boom" económico y especulativo de los años ochenta y el crac bolsístico que lo remató en las dos capitales del Río de la Plata en 1890. Miró era un moralista (racista) y señalaba culpables: el materialismo y el afán moderno de enriquecimiento que había suplantado a la vieja sencillez patricia, los inmigrantes y en particular los judíos, corruptores de los criollos. La Bolsa, inspirada en parte en el antisemitismo francés de origen católico, fue la primera manifestación argentina precisa de este tipo de racismo.
En las páginas finales de la novela, su protagonista, el "doctor Glow", víctima, de su "codicia" y las maniobras del sindicato judío, se arruina y enloquece. En su alucinación ve a una mujer que desde una isla lo llama. Turbado y encendido, "ella extendió los brazos y lo atrajo sobre su tibio y palpitante seno. Durante un momento él probó todos los goces del amor y de la vanidad satisfecha, viéndose dueño de la criatura más hermosa que habían contemplado sus ojos. Pero de pronto vio que los brazos que lo estrechaban transformábanse en asquerosas patas provistas de largas uñas en sus extremos. Y el seno palpitante se transformaba también, y echaba pelos gruesos, largos, cerdosos, que pinchaban como las púas de un erizo. Y cuando quiso huir, arrancarse a la fuerza que lo retenía, fue en vano. Las uñas se clavaron en la piel, y sus articulaciones crujieron haciéndose pedazos (...) vio que las hermosas facciones que tanto había admirado, se metamorfoseaban lentamente. La boca se alargaba hasta las orejas, y agrandábanse y multiplicábanse los dientes, en tanto que los ojos, furiosos y bizcos, se revolvían en unas órbitas profundas y sin párpados. Y él entonces, debatiéndose en el horror de una agonía espantosa, ¡loco, loco para siempre! oyó estas tres palabras que salían roncamente dc la boca del monstruo: -Soy la Bolsa".
He aquí a la Bolsa bajo la forma de una mujer asesina, una metáfora de, tal vez, escasa calidad literaria.
El segundo documento proviene de un libro de divulgación de los preceptos dc la "higiene moderna" de un prestigioso médico francés, J. Hericourt, publicado en 1907 en París. En el capítulo sobre "la vida sexual", Hericourt nos alerta "sobre uno de los escándalos higiénicos más monstruosos y peligrosos...tradición en apariencia indiscutible que se revela a la virgen el día de sus bodas" y según la cual "el hombre que vive con una mujer le deba a esta, al menos si está sano, el cumplimiento cotidiano del deber conyugal", deber, "que el hábito de los esposos de dormir en el mismo lecho no hace más que alimentar". Y "como la mujer está persuadida de que el hombre tiene el deber, el único deber de procurarle el placer sexual, juega un rol maligno. Por cada orgasmo sexual el hombre le abandona verdaderamente una parte de su fuerza que se pierde para siempre; si él no muere después del coito, como les sucede a ciertos machos, no por ello deja de sacrificar en el altar del placer una parte de su vida". En cambio, la mujer "que no aporta nada en el acto sexual, puede retornar a él cuantas veces quiera, sin por eso disminuir sus fuerzas". El consejo del higienista era preciso: el hombre debía terminar con este "surmenage sexuel methodique" si quería una vida larga y saludable, y poner límites al deseo femenino.
Esta imagen de la mujer como viuda negra devoradora del vigor, la fortuna y la virtud del hombre, se halla también en otras fuentes de la misma época.
El clero católico en particular fue muy afecto a creer y divulgar esa idea del eterno femenino ya desde la Edad Media.
La mujer poseía una doble naturaleza que la podía conducir tanto a representar el papel de María, la madre virgen y santa del Salvador, como el de Eva, la tentadora diabólica. En 1890, monseñor Mariano Soler, futuro primer arzobispo de Montevideo, hizo suyas las palabras de una católica italiana: "No pretendemos afirmar que la mujer sea la causa de las pasiones del hombre...Sin embargo, es una verdad que debe proclamarse bien alto: el mal y la inmoralidad no se realizan en el mundo sin la complicidad de la mujer; más aún, sin su triste iniciativa. Un pueblo no se corrompe en su totalidad sino por su culpa".
Ese ser con escaso "entendimiento" y demasiadas "pasiones", mereció en las esferas liberales, antípodas ideológicas del catolicismo, una caracterización similar, que aludía con frecuencia a su naturaleza devoradora del hombre. El Gran Diccionario Larousse del siglo XIX mencionaba su rol de madre y a la vez "las lagunas de su carácter, las perfidias de sus artes seductoras", y el novelista uruguayo Mateo Magariños Solsona en su obra Las Hermanas Flammari, publicada en 1893, decía de las mujeres.: "saben adornarse en el acto de tender el lazo, cuyas ligaduras, una vez apretadas para la vida, ya no se cuidan de disimular".
¿Esta imagen persistente de la mujer atrapadora cuando no devoradora del Hombre, deriva de la naturaleza de la relación entre los dos sexos, o es una forma específica e histórica del vínculo entre los dos géneros en una etapa determinada de la evolución histórica?
Y, por último, una de las preguntas más inquietantes que siempre surgen en nuestro oficio de historiadores: ¿Cuál es el grado de representatividad de estos testimonios? ¿A quiénes aluden? ¿Son los miedos de un sector social o ideológico, de una cultura entera, del hombre universal'? ¿Es que existe, acaso, una mentalidad colectiva en cada época que, parafraseando a Lucien Febvre, explique tanto las actitudes y los pensamientos de monseñor Mariano Soler como los de José María Miró y Mateo Magariños Solsona, y de cuya influencia los individuos no pueden librarse y hasta concluyen por asimilar como propia?
¿Las mentalidades colectivas son, entonces, "prisiones" de las que ningún hombre escapa, al igual que las estructuras económicas y sociales en las que están inmersos?
Esta pregunta alude a la naturaleza de la relación entre lo macro y lo microsocial, entre las llamadas "estructuras" y las formas reales de la sociabilidad, la primera de las cuales ha resultado ser en la historia de Occidente esa construcción singular que es el individuo.
Durante casi todo el siglo XX, los historiadores hemos estado fascinados por las explicaciones que atendían a lo macro, lo estructural. El Marxismo, la escuela de los Annales y el imperio de Fernand Braudel, alimentaron esta verdadera obsesión.
Las descripciones macroeconómicas daban cuenta de todos los niveles de la vida material de los hombres y las que aludían a las estructuras sociales eran las únicas que podían volver inteligible los acontecimientos colectivos y aun las historias personales, siempre inscriptas dentro de ellos, pues explicaban desde las revoluciones al lento transcurrir de cambios solo perceptibles en la larga duración.
La historia de las mentalidades, nacida con el Marc Bloch de Los reyes taumaturgos de 1924 y el Lucien Febvre de El problema de la incredulidad en el siglo XVI. La religión de Rabelais en 1947, se desarrolló con vigor en la década de los setenta e introdujo novedades. La búsqueda del sentido del acontecer pareció trasladarse de lo económico a lo cultural y aun sus cultores marxistas, tal Michel Vovelle, admitieron la importancia de estudios que se centraban más en lo que los hombres sentían y pensaban que en lo que producían y consumían.
Pero también este tipo de historia afirmó que la clave de los comportamientos, los valores y las creencias residía en la influencia de lo macro sobre lo micro, del todo social, cuya existencia real nunca se puso en duda, sobre las "partes", que ya por ser ello -¿o designarse así?- eran protagonistas secundarios del drama humano.
Esta idea de la supremacía de lo macro sobre lo micro, se casaba bien con la historia braudeliana, interesada más en las permanencias y su explicación, que en los cambios y su contexto; y también con la historia determinista y la negación del papel del azar, con la afirmación ¿optimista? que encontraba un sentido inevitable al devenir, siempre inteligible, poseedor de una lógica y una transparencia que el investigador debía descubrir pues se postulaba su existencia aún antes de que se la percibiera.
La interpretación del pasado era una tarea relativamente sencilla pues se partía de la base de que el pasado había sido lo que debió ser, lo único que pudo ser. De este modo todo lo ocurrido había sido inevitable, un juego a escrutar regido por un mecanismo de relojería entre fuerzas económicas, sociales, culturales y políticas. Solo se discrepaba sobre el vigor con que cada una de ellas participaba en la ejecución de aquel destino.
El núcleo de la tesis de la historia de las mentalidades ya lo había manifestado Alexis de Tocqueville en la primera mitad del siglo XIX, cuando afirmó que "ningún hombre puede luchar fácilmente contra el espíritu de su época y su país y es difícil que pueda modelar los sentimientos de los demás si no es siguiendo a los generales". De su lado, Carlos Marx había apuntado en la misma dirección cuando se lamentó de que sobre el cerebro de los vivos se hiciera sentir como una pesadilla el peso de todas las generaciones muertas.
Las definiciones de mentalidad colectiva de la historiografía francesa recogieron de Tocqueville y Marx sobre todo el carácter de inevitabilidad de la influencia de lo colectivo; a ella no se escaparía sino para, al internalizarla, convertirla en creencia personal.
De este modo, la mentalidad colectiva era un destino y se parecía sospechosamente al orden establecido pues se la concebía a su servicio, por cuanto de alguna manera había nacido de él y lo expresaba y legitimaba. Por ello la mentalidad colectiva debía formar parte del sistema de dominación social.
¿La mentalidad colectiva es, entonces, una forma más de lo estructural, de esas que siempre en nuestro oficio concluyen dando sentidos inevitables al acontecer y devorando a lo micro con su vorágine de determinismos variados? ¿No habría en el acontecer, fuera de algunos de los acontecimientos de las vidas personales, espacios para la indeterminación y la diversidad, ya que las estructuras económicas, sociales y culturales enmarcarían con rigidez el campo de lo posible?
Y pregunta final que nos debe inquietar a los historiadores, siempre a la búsqueda de las alteraciones y las modificaciones, más que de las inalterabilidades: ¿cómo se explicaría, entonces, el cambio?... a no ser que esas estructuras contuvieran dentro de sí la semilla de sus propias transformaciones, circunstancia misteriosa, por cuanto a la vez se ha postulado ¡a incapacidad de los sujetos históricos concretos para alterarlas, su carácter de "prisión" de estos.
Pero el desarrollo historiográfico a menudo contiene en germen antídotos para sus propias conclusiones.
En el acto V, escena V, de Macbeth, este, intuyendo su fracaso, dice que la vida es "un cuento narrado por un idiota, lleno de sonido y de furia y que nada significa". Algunos traductores, me señala Alicia Conforte, sostienen que en aquel inglés, "sound and fury" equivalía sencillamente a "bla, bla, bla", lo que coincidiría con la probable falta de sentido del discurso de un idiota.
Prefiero, empero, atenerme a la primera versión ya que coincide mejor con mi imagen de la vida y el pasado, pues, si es opinable que la vida personal y el pasado carezcan de sentido y no sean más que el relato de un idiota, no lo es que la vida y el pasado, con sentido o sin él, estén cargados de sonido y furia, es decir, de pasión y emotividad que a veces se exponen con sordina pero siempre se sienten "a gran orquesta", para usar la expresión con que se caracterizaba a la locura delirante en el siglo XIX.
Y en verdad, hasta podría suponerse que la razón del sinsentido de la vida personal y la historia, reside en la pasión con que se vive ese sinsentido, tal vez porque no se lo percibe, tal vez porque el único sentido posible de la vida no es la meta sino el camino, la pasión que los hombres ponen en sus ideas y sus comportamientos.
La historiografía occidental ha luchado contra esta ¿desesperanzada? visión. Y confundo a sabiendas los dos planos del acontecer, el individual y el colectivo, pues Shakespeare reflexionaba tanto sobre uno como sobre otro, si es que los diferenciaba.
Los grandes mitos de Occidente, el juicio final cristiano, el progreso ininterrumpido del siglo XIX y la revolución del proletariado, están a menudo detrás del sentido que los historiadores de Occidente hemos asignado al acontecer colectivo, del postulado de su articulación lógica en pos de un fin inevitable, y de la afirmación de nuestra capacidad para volver inteligible el relato de un pasado que es razonable.
Y ese relato, esa Historia, no debe ser, precisamente, el cuento hecho por un idiota, sino la revelación del sentido que el pasado poseería, de su dirección y su inevitabilidad, que solo esperarían nuestro escudriñamiento para manifestarse.
Y así, consciente o inconscientemente, los historiadores postulamos que lo que aconteció no pudo suceder sino de esa manera, razonamiento que nos conduce más que a entender el hecho, a explicar las razones de su inevitabilidad. Por ello el determinismo siempre nos ronda.
Pero si reducimos la escala de la observación, como quiere, por ejemplo, la microhistoria de los italianos Giovanni Levi y Carlo Ginzburg, y estudiamos a los protagonistas concretos de un período, el individuo, la familia, la aldea, el barrio, la empresa o las relaciones interpersonales, esos sujetos recuperan protagonismo, la inevitabilidad de las estructuras se diluye y crece, en la misma medida, el campo de lo indeterminado y la incertidumbre.
A las explicaciones del pasado que reducen sus claves explicativas a la fuerza con que la clase dominante, la economía capitalista, el Estado moderno o la mentalidad colectiva modelan a los integrantes de la sociedad, es legítimo oponer la riqueza y la diversidad de la vida real, riqueza y diversidad que solo puede denotar la compulsa de los más variados testimonios. Y esta afirmación sí que la suscribiría Juan Pivel Devoto.
Porque son los sujetos históricos concretos los que lidiaron y lidian con las fuerzas impersonales, y es de esa lucha de la que surge la realidad global y es esa contienda la que el historiador no debe omitir.
Nuestro objetivo debe ser acercarnos lo más posible al hombre concreto y sus experiencias interpersonales para poder observarlo como ser a priori libre de cualquier determinismo estructural, y estudiar sus estrategias -que a veces solo pueden ser estratagemas- frente a los poderes de la clase dominante, la nación, el Estado, la mentalidad colectiva, etc.
El molinero friuliano del siglo XVI que descubrió Carlo Ginzburg, al ser interrogado por la Inquisición y confesar su concepción del mundo, reveló una lectura beligerante de los textos ortodoxos y de las bibliotecas de los "notables" y no se ciñó al orden mental e ideológico establecido. Ginzburg va incluso más allá y sugiere que esa lectura materialista de la interpretación "culta" y católica del mundo, no solo testimonia la autonomía posible de la cultura popular sino también su mejor aprehensión del mundo real.
Es el estudio de los sujetos históricos concretos el único que permite descubrir y describir al individuo y a los grupos actuando entre los intersticios que deja el poder, pues la historia, además de dar cuenta del poder, puede advertir también las maniobras del común para sobrevivir ante los diktat y modelarlos.
De esta forma el relato histórico puede hacerle recuperar al pasado su indeterminación de cuando era solo presente, estaba aún indefinido su futuro y era, entonces, una virtualidad de posibilidades.
El espacio de libertad, azar y conflicto que gana la interpretación del historiador al volver a conceder protagonismo a los hombres concretos en su participar-enfrentar los poderes de las estructuras, se traduce en Historias que en vez de mostrar al lector las certezas con que nos fascinaban los investigadores del pasado, exponen las dudas y las preguntas que genera un pasado que tiene del presente su cualidad más viva, la de no estar nunca completo, la de poder ser siempre diferente a cómo se lo describe.
De este modo podemos volver a Macbeth y encontrar esperanza en sus palabras de desaliento. El sentido que hemos asignado tradicionalmente al pasado en el relato histórico, con frecuencia ha empobrecido al pasado y al relato, pues los hemos vaciado de indeterminación y conflicto, es decir, de complejidad, diversidad y libertad.
Tan a menudo hemos mostrado a los hombres como juguetes del poder y su sentido, que olvidamos los sentidos diversos que los hombres concretos han asignado a sus vidas. Y si de esa diversidad y del enfrentamiento con los sentidos de los poderes, se deduce la pérdida de sentido del tiempo colectivo, pues este ya no es único, no nos atribulemos.
Probablemente se aplique a lo colectivo lo que podría decirse de la vida personal: es preferible construirse una vida sin sentido a vivirla con el sentido que otros le asignan. Si el sinsentido del devenir colectivo deriva del margen de libertad de los sujetos históricos concretos, sea bienvenido.

José Pedro Barrán
Boletín de la Academia Nacional de Letras
Tercera época - Número 9 - Enero - Junio 2001

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