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Guayabos
Lorenzo Barbagelata

 A la memoria de Carlos M. Ramírez

En octubre de 1814, el general Alvear dejó el mando de las fuerzas que ocupaban la Banda Oriental, retirándose a Buenos Aires a preparar su exaltación al poder, auxiliado por la Logia Lautaro, en donde era omnipotente, y por la Asamblea Constituyente, sometida a la influencia decisiva de aquélla. Nombróse al coronel Miguel Estanislao Soler, capitán general del ejército y gobernador intendente de Montevideo. Deplorable era la situación de la provincia, agravada por la acción funesta de la oligarquía militar, cuya silueta asomaba descaradamente en el horizonte político del Estado. Un año hacía que se peleaba con sombrío empecinamiento en el suelo uruguayo, absorbiendo la guerra civil la sangre ahorrada por las armas de la madre patria. Jornadas sangrientas se sucedían sin interrupción, diezmando y arruinando a los partidos que libraban a la fuerza la solución de sus enconadas querellas. La prolongación de la lucha, lejos de aplacar el furor de los ánimos, lo enardecía cada vez más, por los desaciertos y las iras implacables de los que la dirigían. Los que desempeñaban el gobierno no oían otras inspiraciones que las de su egoísmo, procurando sacar todas las ventajas personales posibles, del caos en que habían sumergido al país. Ninguno tenía desinterés suficiente para elevarse a la altura de las circunstancias, haciendo los sacrificios indispensables para apagar el incendio, desarmando la oposición y acallando los resentimientos que dividían la opinión pública. Se había llegado al punto en que la brutalidad de las facciones imposibilita todo acercamiento, considerando la venganza un deber, el odio una bandera, la licencia y el pillaje un derecho. Diríase que más bien que una cuestión transitoria, liquidaban entre ellas viejos agravios o seculares rencores. Mientras los españoles permanecieron en Montevideo, el peligro común aunó todos los esfuerzos y voluntades, pero vencido este obstáculo con la capitulación de Vigodet, se concentraron en la riña interna las energías despertadas por la revolución, embraveciendo intensamente las disensiones partidarias, revistiéndolas de una tendencia intransigente y sanguinaria que hasta entonces no habían exteriorizado. 

Alvear contribuyó poderosamente a avivar las pasiones con sus violentos excesos, con sus ardides mezquinos, con su ambición desbordante, con su opresora política, con su diplomacia de engaños, con los procedimientos desleales empleados con los jefes artiguistas. En cuanto llegó a Buenos Aires, en lugar de actos de tolerancia o de concordia, aconsejó a su tío el Director Supremo, medidas de agresión y de exterminio, ordenándose a Soler que tratase "a los orientales como asesinos e incendiarios" y fusilase sin consideración "a todos los oficiales, sargentos, cabos y jefes de partidas que aprehendiese con las armas en la mano". Cuéntase que Artigas mandaba leer el decreto de Posadas a los oficiales porteños que caían prisioneros, sin ejecutarlo jamás, desdeñando aplicar a los rendidos tan inhumana represalia. Soler comunicó a sus subalternos la decisión superior, dictando varias providencias complementarias, en las cuales se condenaba a la pena capital, después de cuatro horas de aprehendidos, a los individuos que, directa o indirectamente, auxiliasen a las partidas o a los descubridores del enemigo; a los que teniendo noticias del acercamiento de un grupo insurgente, no lo comunicasen inmediatamente a la más próxima autoridad; a los que condujeran pliegos de los sublevados o les indicasen la posición, el número o la dirección de las fuerzas del Estado; con las de confiscación y de destierro a los que mantuvieran correspondencia "de palabra o por escrito" con el general Artigas o los jefes de sus divisiones; a los que ocultasen caballos propios o ajenos, o desamparasen sus haciendas para seguir el partido de los rebeldes; si el reo era una mujer, se le castigaba con un año de reclusión en el hospital de la capital de la provincia. Como se ve, los que no se sometían no tenían otra perspectiva que la miseria, la proscripción o el cadalso. A esto hay que sumar los vejámenes y extorsiones cometidos en Montevideo, en donde se impuso una subidísima contribución extraordinaria al vecindario y a su desvencijado comercio, para cuyo cobro se vendieron en subasta pública el mobiliario de las casas y los instrumentos de la industria, amén del sinnúmero de despojos y sustracciones que sufrió la propiedad pública y privada. Fue tal la irritación que estas medidas produjeron, que don Nicolás Herrera, delegado del Director Supremo, solicitó se suspendieran, porque desprestigiaban al Gobierno, aumentaban los motivos de la guerra, y crecían la popularidad de Artigas, a quien, añadía, "no pueden oponerse las armas, por causas de que supongo a V. S. informado, ni el concepto ni el amor del pueblo, porque no trabajamos para ganarlo".

El descontento era general, acentuándose diariamente la animadversión al nombre y al ejército porteños. Bien lo echaron de ver los jefes que operaban en campaña, donde abundaban los enemigos como las margaritas bajo los primeros rayos del sol de estío. No encontraban simpatías ni protección en parte alguna, sino señales evidentes de hostilidad y gritos de venganza. Cuando se aproximaban a las poblaciones, huían sus moradores: unos se refugiaban en los montes, otros atravesaban el río Negro para incorporarse a las divisiones de Artigas, y los que quedaban se encerraban en sus casas rehusando tener contacto con el invasor. Los hacendados se ausentaban de sus propiedades, llevando consigo los caballos, el ganado, las carretas, todo lo que pudiera aprovechar o utilizar el enemigo. Incendiaban grandes extensiones de campo para privar de forraje a sus caballerías o dificultar las marchas del ejército. A veces andaba éste días y días por llanuras desoladas sin descubrir una res con qué alimentarse, ni un habitante de quien indagar la posición del adversario. Por el contrario, todo el vecindario, incluso las mujeres, era espía voluntario de Artigas, poniéndole en conocimiento de los movimientos o evoluciones de las tropas porteñas. Si no podían prestar directamente este servicio, se brindaban a dirigir al invasor, pero para extraviarlo o llevarlo a una emboscada convenida de antemano; así que las sorpresas se hacían imposibles, ineficaces las marchas nocturnas y las retiradas verdaderos desastres. A diferencia de otros períodos de la revolución, en éste, los jefes y soldados de Artigas eran orientales, existiendo armonía completa entre los sentimientos del pueblo y de su ejército. El alma uruguaya latía a impulso de las mismas esperanzas, de los mismos anhelos, de los mismos dolores. Todos los habitantes, sin distinción de clases sociales, fraternizaban en entusiasmo y decisión por el triunfo de las aspiraciones provinciales, sobrellevando con espartana resignación las privaciones, las penurias, los sufrimientos y la desnudez a que los redujo una brega de tres años. Deseaban sacudir a todo trance el yugo de un poder que no había querido o no había sabido hacerse amar. Soler, en un momento de desaliento y de sinceridad, escribía al Director Supremo: "Nada podemos contra un enemigo protegido por toda la población, que mira a nuestra tropa como extranjera". Desertaban no sólo los soldados, sino también los tenientes, los capitanes y hasta los sargentos mayores; las partidas exploradoras no volvían, y trozos de tropas se pasaban en el momento del combate. Los mismos europeos simpatizaban más con los orientales que con sus perseguidores. Días antes de Guayabos, propuso Dorrego al Comandante Pico, que se hallaba en Entre Ríos, la sustitución de cien españoles que militaban en sus filas, por otros tantos ciudadanos, dudando de su fidelidad; las circunstancias impidieron el cambio, y en las primeras escaramuzas de la batalla, muchos de aquéllos desampararon sus puestos, trocando la bandera argentina por la bandera de Artigas. En tales condiciones era fácil prever de qué lado se inclinaría la victoria.

Durante la pequeña tregua que produjo la traslación del mando en el ejército enemigo, procuró Artigas unir sus fuerzas, que estaban muy diseminadas. Ordenó, en consecuencia, a Rivera, que se hallaba en el Paso de los Toros, al frente de cuatrocientos hombres de caballería, observando a Dorrego, acampado en la Capilla del Durazno, que lo atacase en cuanto se le incorporara el refuerzo que le enviaba, y marchase después hasta el río Santa Lucía a ponerse en comunicación con Otorgués, el cual, de regreso del Brasil, en donde se refugió luego de su desastre de Marmarajá, reunía en aquel río los contingentes de Minas, Rocha y Maldonado. El Comandante Gadea, con las milicias de Soriano y Mercedes, debía apoderarse de la Colonia, y el capitán Faustino Tejeda, con su partida, encaminarse desde Porongos a San José, a fin de concentrar alrededor el mayor número de tropas disponibles.

Mientras estas disposiciones se cumplían, Artigas permanecía con su cuartel general en Arerunguá, atendiendo el desarrollo de las operaciones encomendadas a Blas Basualdo, a Ramírez y a otros jefes en Corrientes y Entre Ríos. El 25 de noviembre, Borrego reanudó el duelo momentáneamente interrumpido, pasando a nado, en seis horas, con toda su división, el río Negro, bien que estaba desbordado por una lluvia torrencial caída el día anterior. Supo por dos carneadores tomados prisioneros, que Rivera se había movido a un cardal frente al paso de las Piedras, y quiso sorprenderlo cayendo sobre él con ciento cincuenta soldados elegidos; pero prevenido aquél por los demás carneadores, evitó con habilidad la embestida, retirándose en orden al norte, no sin disputar al contrario el vado de los arroyos, sosteniendo guerrillas encarnizadas, principalmente en el paso de Tres Arboles y en los brazos del Salsipuedes; en el atardecer, después de una marcha de doce leguas, bajo incesantes escaramuzas, suspendió Dorrego la persecución, por el cansancio de la tropa y de la caballada. Rivera continuó en la noche su retirada, amaneciendo en el Queguay, a varias leguas de distancia de su activo adversario.

La sorpresa iniciada con tanta audacia por el coronel argentino, había fracasado, trocándose de aquí en adelante el rol de los actores de esta tragedia, pues que el perseguidor se convirtió en perseguido. Con efecto, al campamento de Dorrego llegó la noticia de la ocupación de Mercedes por Gadea con trescientos hombres, de la existencia de partidas en Paysandú bajo el mando de Paredes, y de que Artigas disponía en Arerunguá de más tropas de lo que se suponía. No pudiendo entonces avanzar sin dejar amenazado su flanco izquierdo y su retaguardia, ni aventurar una acción con fuerzas superiores a las suyas, se desvió hacia el palmar de Santa Ana, destacando de trasnochada a Cortinas con cincuenta hombres a embestir a Paysandú, con orden de reunírsele esta gente en Yapeyú, una vez tomada la plaza y que él pasase a Entre Ríos para traer doscientos granaderos de su división, que tenía el comandante Pico, porque sin este auxilio no creía poder resistir al enemigo, ni mantener despejada su retaguardia; envió, además, desde el arroyo de don Esteban cien hombres a desalojar de Mercedes a Gadea, pero éstos se extraviaron, engañados por los vecinos, y a pesar de haber caminado tres días consecutivos, no lograron alcanzar al comandante artiguista, que había evacuado ya el pueblo buscando incorporarse a Rivera. El jefe argentino esperó inútilmente en Yapeyú el regreso de la partida de Cortinas, y enterado de que su adversario había sido reforzado con trescientos hombres, entre ellos doscientos blandengues del mejor batallón de Artigas, con una pieza de artillería y también con la incorporación de las milicias de Gadea, encontrándose débil para aceptar combate, se retiró a Mercedes, en donde entró el 2 de diciembre. Rivera había recibido en realidad el 28 de noviembre los contingentes expresados, moviéndose en seguida en pos del enemigo, poniéndose a las pocas marchas en contacto con sus avanzadas, las cuales fueron dobladas por sus guerrillas, vigorosamente dirigidas por Lavalleja y por Bauza, empujándolas hasta Mercedes, a cuya vista llegaron en la madrugada del 4, viéndose Dorrego en la necesidad de abandonar el pueblo a las diez de la mañana, replegándose a Soriano para reunir sus tropas dispersas; pero el contrario avanzó con tal celeridad, que no le quedó otro recurso que atravesar a duras penas el Bizcocho por un vado falso, porque los artiguistas se habían apoderado del paso, mezclándose ambas fuerzas a punto que Dorrego estuvo en riesgo de caer prisionero. No pudo sostenerse en San Salvador como pensaba, corriéndose entonces hasta las Vacas, posición que disputó con encarnizamiento durante tres horas a los artiguistas; mas habiendo hecho jugar éstos el cañón que llevaban, la desamparó precipitadamente, encerrándose el 6 en la Colonia. El primer acto del drama terminaba, pues, con marcada desventaja para la causa del Director Supremo.

Rivera dejó a Lavalleja con doscientos hombres en observación de Dorrego, dirigiéndose a Mercedes con el resto de sus fuerzas, para comunicar a Artigas el triunfo y tomar nuevas disposiciones. A su llegada se produjo un suceso gravísimo, que consternó todos los ánimos. Los blandengues, impulsados por sus oficiales, se sublevaron, acometiendo a los milicianos, saqueando el pueblo de Mercedes, realizando todo linaje de desmanes. Queriendo Rivera sofocar la insurrección, fue agredido con furor por los rebeldes, que atentaron contra su vida, la cual salvó milagrosamente, según su propia expresión. Con el auxilio de las fuerzas de Lavalleja, que mandó venir de las Vacas, y con las milicias, logró restablecer el orden, retirándose la mayor parte de aquéllos al cuartel general. A diferentes causas se ha atribuido esta sublevación. El general Echandia la explica en su "Diario" de esta campaña, por rivalidades entre milicianos y blandengues, o, como diríamos hoy, entre guardias nacionales y tropas de línea, muy frecuentes en aquella época, no sólo en los subalternos, sino que también en los superiores; y en este caso, las memorias de Rivera y de Bauzá no dejan duda de que las había entre los últimos. Por otra parte, se hace más probable la razón que da el ayudante de Soler, recordando que las milicias eran de Soriano y de Mercedes, las que, quizá, reprocharon a los blandengues algún desmán cometido por éstos, o que quisieran cometer contra sus respectivos pueblos, ocasionando este altercado el tumulto. El historiador Bauzá lo atribuye a la irritación que produjo en la oficialidad de ese cuerpo, un bofetón dado por Rivera a uno de sus compañeros. A primera vista, esta opinión tiene en su favor la actitud agresiva que contra éste asumieron los amotinados; sin embargo, ese incidente se explica perfectamente por los esfuerzos personales que hizo Rivera como jefe superior para sofocar la insurrección desde el momento en que estalló: si hubiera sido él el culpable, no se comprenden los términos magnánimos y favorables con que Artigas contesta sus notas narrándole los sucesos. "Acaso, escribe, un golpe del enemigo no habría arrancado de mi corazón las lágrimas que he derramado en tres días continuados por el primer impulso que recibió con el inesperado desastre de Mercedes. Ya algún tanto he serenado mi ánimo con sus dos favorecidas. Serene usted el suyo, siquiera para aliviarme del gran peso de cuidados que cae sobre mi cabeza". "Tome de mí ejemplo, añadía; calle y obre, que al fin nuestras operaciones se guiarán por el cálculo de los prudentes... Entretanto, ordeno a Bauzá deje a usted toda su gente. Ya anticipadamente le oficié para que dejasen en Mercedes y Santo Domingo todas las milicias de esos lugares. Usted hágase cargo de todas ellas y con todas las suyas cuide de esas costas." Esta carta, que publicó el hijo del general Bauzá por primera vez, queriendo justificar la rebelión del cuerpo que mandó su padre, en lugar de una recriminación, importa una satisfacción a Rivera, porque Artigas le pide paciencia y moderación como ofendido, en homenaje a lo delicado de la situación; le ruega que se serene y no aumente con quejas o desalientos sus contrariedades y sus trabajos; lejos de castigarle, lo confirma en su posición, ensanchando su mando, apartando de su lado los elementos que le hostilizan y anarquizan sus fuerzas. Si el capitán Acosta Agredano había perdido su puesto por castigar con la espada a un blandengue, según asegura Bauzá, no se concibe que siendo Rivera culpable, se le haya premiado y tratado con tantos miramientos. Esto demuestra que el suceso no tuvo otro origen que las enemistades de la tropa, avivadas por el engreimiento de los blandengues, que se consideraban superiores a sus conmilitones por haber servido en su cuerpo el general Artigas.

Entretanto, Soler, delegando en el coronel French la intendencia de Montevideo, se había dirigido a Florida para observar el desarrollo de las operaciones de Dorrego, o acudir en su auxilio si fuere necesario. Allí recibió el 8 de diciembre un oficio de éste, comunicándole su desastrosa retirada a la Colonia. Retrocedió inmediatamente a Canelones a esperar la incorporación de Hortiguera, que andaba por el valle del Iguá con 230 hombres. Se reunieron el 12, mandándosele también de Montevideo 270 infantes a caballo, 160 granaderos de infantería, 60 soldados del número 10 y 50 artilleros. Con estas fuerzas marcharon a San José, donde entraron el 15; a los cuatro días llegó Dorrego, y al siguiente su división, aprovechando la desaparición de Lavalleja, que, como hemos visto, fue llamado con motivo de los sucesos de Mercedes. Hubo consejo de jefes, resolviéndose que Dorrego con la primera división se encaminase al Arroyo Grande y de allí a Yapeyú, a vigilar los movimientos de Artigas; a Hortiguera, con la segunda, se le dio igual misión sobre Rivera y Tejera, que se les creía en Porongos, mientras que Soler, con la tercera, que mandaba el teniente coronel José María Rodríguez, quedaba en observación de Otorgués. Estas disposiciones fueron modificadas antes de principiarse a ejecutar, porque el Director Supremo dictó un decreto poniendo a las órdenes de Soler las fuerzas de Corrientes y Entre Ríos, y por haber sabido éste que Rivera y Tejera no estaban en Porongos, sino al otro lado del río Negro. Entonces mandó a Borrego que atacase a Artigas donde quiera que lo encontrase, pidiendo auxilio a Viamont y Valdenegro, si lo consideraba del caso; a Hortiguera, que se situase en el Durazno, sobre el Yí, y remitiese cien hombres a Dorrego una vez que llegase a su destino; él, con la tercera división, se reservaba batir a Otorgués en el Paso de la Arena, y "evitar que Montevideo padeciera". Artigas, efectivamente, se vio obligado, por los acontecimientos que se desarrollaban en la banda occidental del Uruguay, a hacer pasar sus fuerzas al norte del río Negro, dejando sólo al sur pequeñas avanzadas. Valdenegro, nombrado gobernador de Corrientes, marchaba a tomar posesión de su cargo y a proteger a Perugorria, que se había rebelado contra Artigas reconociendo al gobierno nacional. El 14 de diciembre encontró a Blas Basualdo en el Pospós, en Entre Ríos, y lo derrotó completamente, tomándole toda la artillería. Cuando Artigas tuvo noticia del desastre, temiendo que aquél entrara en Corrientes y atravesando el Uruguay lo atacara por la espalda, conforme al plan que se había combinado en Buenos Aires, se movió del Arerunguá hacia el norte, ordenando a Basualdo, que se había recostado al Mocoretá después de su derrota, se plegase a Méndez, Casco y otros jefes de Corrientes, para batir a Perugorria, que se había fortificado sobre el Vatel, en el edificio y los corrales del establecimiento de campo de Colodrero; y si fracasaba la empresa debían cruzar el Uruguay, tratando de reunírsele más arriba de Belén. Basualdo cayó sobre Perugorria el 17 de diciembre. Este se defendió valerosamente, haciendo salidas continuas que eran rechazadas por los atacantes. Basualdo se limitó a sitiarlo, por carecer de cañones para hacer un ataque formal, esperando a que el cansancio y la falta de municiones y de víveres lo obligasen a rendirse, lo que sucedió a los ocho días del sitio, entregándose Perugorria y toda su gente. Con este triunfo se restauraba en Corrientes la situación artiguista, derrotada meses antes por la traición de Perugorria, permitiendo a Artigas atender desahogadamente a la situación de su provincia, que lo necesitaba porque se iban a producir acontecimientos que decidirían de su porvenir.

Dorrego, de acuerdo con las instrucciones que se le dieron, se encaminó a Yapeyú, sobre el río Negro, destacando ciento cincuenta hombres a forzar el paso; pero fueron rechazados por las milicias de Mercedes y Soriano, después de cinco horas de combate. El jefe argentino, con el resto de su división, atacó a los que defendían el paso de Vera, consiguiendo desalojarlos, lo que promovió la retirada de los de Yapeyú, que dejaron libre el vado. Tomó en seguida para los potreros del Queguay, donde permaneció ocho días esperando los refuerzos pedidos a Viamont; como éstos no llegaran y Valdenegro le ofreciera ciento cincuenta hombres y una pieza de artillería, avanzó para que se le unieran por el Salto, así que cruzaran el Uruguay, acampando a los tres días en las caídas del Arerunguá, a media legua del paso de Guayabos. En la mañana del 10 de enero se oyó un tiroteo en dirección a los descubridores, y al poco tiempo apareció Viera, que los mandaba, noticiando que una partida de cincuenta enemigos se hallaba de este lado del paso. Dorrego hizo aprontar la tropa, se adelantó con las guardias de prevención, subió a un cerro contiguo con Viera y Vargas, descubriendo las fuerzas del adversario. Con la tropa que tenía a mano hizo replegar a la partida, la que no opuso resistencia, porque trataba de atraerlo sobre aquéllas; pasó después el vado con toda su gente, la cual, así que entró a la llanura, vio formada, en una pequeña elevación, a cuatro cuadras de distancia, a las divisiones artiguistas.

Era la hora solemne; los contendientes se hallaban frente a frente, armados con sus cóleras y sus profundos rencores; iban a librar su suerte a los azares de una justa decisiva, de tiempo atrás anhelada; así que cada cual procuró agotar todos los recursos que tenía a mano, para atraer a sus filas la victoria. Artigas envió toda la gente de que podía disponer y siete carretas de munición, que Barreiro había traído de Río Grande. Rivera afirma que Dorrego le llevaba más de quinientos hombres de ventaja; éste dice, a su vez, que sus fuerzas eran inferiores, pues sólo contaba con ochocientos cincuenta hombres, inclusos los que cuidaban 'la caballada y municiones, mientras que los de Rivera eran mil. Haciendo las restas y sumas indispensables en esta clase de cómputos, podemos calcular que se batían fuerzas iguales compuestas de mil a mil doscientos hombres cada una.

En los últimos años se ha querido quitar a Rivera el honor de haber dirigido esta batalla. "Esta es la hora, escribe el hijo del general Rufino Bauzá, en que sobre el testimonio de un documento anónimo, se pretende disputarle a éste la mejor de sus victorias!" Se refiere a las memorias de Rivera. Esto no obstante, lo que en ellas se expresa lo ratifica Dorrego en su parte, considerando a aquél, jefe de las fuerzas con quien combatió, sin nombrar siquiera a Bauzá, a pesar de ser bastante extenso y detallado. Lo mismo sucede con las notas de Artigas, relacionadas con este hecho: aparece siempre Rivera dirigiendo las fuerzas que pelearon en Guayabos. Por otra parte, se comprende fácilmente que don Rufino Bauzá no podía ser jefe de división en esa época, recordando que tres años después, en el año 1817 durante la invasión portuguesa, comandaba el batallón de libertos, que constituía una de las unidades del ejército de la derecha, del cual era general don Fructuoso Rivera. No es presumible que con el prestigio de una victoria tan importante como Guayabos, quedara reducido a ser jefe de batallón, bajo las órdenes de quien tres años antes había sido su subalterno. Bauzá no tenía todavía veintitrés años; era un oficial meritorio por su bravura, por su instrucción y por su honradez, pero que no se había distinguido aún por ninguna acción extraordinaria, de esas que hacen confiar a un joven los destinos de un pueblo, prescindiendo de la experiencia y de la madurez que producen los años.

Sigamos la narración de la batalla. Rivera formó su línea, colocando la infantería al centro en ala, detrás de una pieza de cañón servida por sesenta negros, en los flancos la caballería en columnas de batalla; en el izquierdo los blandengues y algunas milicias apoyadas en una zanja, teniendo a su frente un corral de piedras; en el derecho las milicias de Soriano, Mercedes y Paysandú, y el escuadrón de Lavalleja. Dorrego desplegó la suya poniendo a la derecha a los granaderos a caballo, en el centro el número 3, una pieza de artillería y los granaderos de infantería; en el costado izquierdo a los dragones, destinando cincuenta hombres a caballo para reserva. Hizo desmontar a la infantería, mandando al capitán Julianes, del número 3, con cuarenta hombres, que desalojara al adversario del corral, lo que consiguió después de varios ataques, aunque con sensibles pérdidas; aquél quiso recuperarlo, pero desistió de su empresa, porque Dorrego mandó en su protección a los granaderos a caballo. Teniendo despejado su frente, y con el apoyo del corral, mandó avanzar toda la línea, destacando una guerrilla de dragones en protección de su flanco, pues que la línea de Rivera era más extensa que la suya y temía ser rodeado. Los artiguistas hicieron funcionar su cañón para detener el avance; el adversario contestó con un fuego de igual clase, pero por poco tiempo, porque a los primeros disparos se inutilizó la pieza, rompiéndose la cañería; sin embargo, no interrumpió su marcha; cuando se acercaron, el enemigo les hizo una descarga cerrada que les obligó a detenerse para replicar, iniciándose un duelo de fusilería que duró varias horas. Algunos europeos, encabezados por un sargento del 3, se pasaron en este momento. Luego amagó Rivera una carga simulada a la caballería argentina; la atacó, retirándose enseguida como si hubiese sido doblado; creyéndolo, aquélla lo siguió; mas el caudillo dio media vuelta, echándola sobre un bajo que había al pie de la colina, donde los sablearon los blandengues de Bauza, empujándolos hasta poca distancia del paso; Dorrego acude solícito a reanimar a sus vencidos escuadrones para que renovasen el ataque, pero éstos no obedecen, logrando apenas que formen en el sitio donde han hecho alto; en ese instante, la caballería uruguaya se lanza contra la infantería argentina, que había quedado en descubierto, penetra por sus flancos, donde hace grandes destrozos, no quedándole otro curso que retroceder, buscando el amparo de los escuadrones cuyo valor trataba de retemplar Dorrego. Allí la acosan las milicias de Rivera, trabándose una lucha cuerpo a cuerpo; un trozo de caballería de éste entró en el claro que en la infantería dejaron los pasados, lanceando y derribando todo lo que encuentran por delante. Dorrego envía a su reserva a detenerlos, pero en vano, porque también es rechazada. Entonces el desbande se hace general: todos buscan refugio en el paso, aterrorizados. "En el momento que nuestras tropas dieron vuelta, nota aquél, los enemigos se mezclaron en nuestras filas, y como por lo general venían desnudos, la tropa los conceptuaba indios, habiendo cobrado, aunque sin motivo, un gran temor". A las 6 de la tarde, teniendo Rivera asegurada la victoria, manda volver a su gente a la primera posición para ordenarla y comenzar la persecución, no sin dejar fuertes guerrillas sobre el enemigo para que lo molestasen y le impidieran rehacerse. Esta disposición fue útil, porque Dorrego quiso aprovechar la oportunidad para avanzar, mas sus soldados tiraban las armas, resistiéndose a ejecutar dicho avance. Viendo que no era posible subsanar el desastre, procuró aminorarlo y retirarse en la noche para replegarse al socorro tantas veces reclamado. Mas la fortuna no le sonreía ya, complaciéndose en frustrar sus fatigas y sus mejores combinaciones. Colocó en el paso de Guayabos y dos picadas laterales al 3º y granaderos de infantería, a fin de que lo sostuvieran; desplegó después sus guerrillas, apoyadas por los dragones y granaderos a caballo, con orden de ir conteniendo al adversario y retirarse lentamente. Este llegó a las 7 a la orilla misma del arroyo haciendo un vivo fuego de fusilería y de artillería sobre el paso y picadas. Poco antes de oscurecer logró Rivera apoderarse del paso, desalojando a su adversario, que fugaba en todas direcciones lo que a sus caballerías divisó; Dorrego manda a los comandantes Viera y Vargas a detenerlos y reunirlos para que se situaran en un cerro que estaba una legua a retaguardia, para proteger la retirada; pero llegó a un punto el terror, que descargaban sus armas contra los oficiales que querían contenerlos. "Era tal el pavor, dice Dorrego, que se había apoderado de la tropa, que de la algazara sólo del enemigo disparaba. Yo mismo he visto cerca de sesenta hombres corridos por sólo cinco, quienes los acuchillaban sin que siquiera se defendieran". En vista de esto, el jefe argentino, considerándolo todo perdido y temiendo caer prisionero, porque los enemigos estaban cerca y lo buscaban con empeño, se retiró a los potreros del Queguay, y el día siguiente a Paysandú, donde encontró los refuerzos que le mandaba Valdenegro, los cuales volvieron a los pocos días a repasar el Uruguay. Los artiguistas tomaron dos carros de munición, el cañón y hasta el manuscrito del Diario de Dorrego. Este tuvo una pérdida de más de doscientos muertos y heridos, y cuatrocientos prisioneros o dispersos. Algunos de estos últimos llegaron el 18 a Mercedes, donde estaba Soler, y lo enteraron de la derrota. Su estado mayor no lo quería creer, "porque con setecientos hombres de línea (fuera de las milicias), provistos de todo lo necesario, exclamaban, es dificultoso que los derrote Artigas". Más tarde se confirmó la noticia por otro conducto, emprendiendo Soler una marcha desastrosa hacia Montevideo.

Tal fue la famosa batalla, pequeña por el número de combatientes, aunque grande por sus consecuencias, que fueron importantísimas: llevó al apogeo el poder y la influencia de Artigas; provocó la caída de Alvear, elegido el día antes del combate Director Supremo, y echó las bases de nuestra independencia. Los que se inquietan o se lamentan de no encontrar en nuestro pasado tradiciones genuinamente nacionales, son injustos, porque las tenemos en el grito de gloria de Guayabos, Sarandí, Rincón e Ituzaingó fueron el coronamiento del edificio, cuyos cimientos se establecieron en los campos que acaricia el Arerunguá. Desde entonces fuimos libres de hecho, gobernándonos y dirigiéndonos a nosotros mismos por primera vez. Allí se venció al único pueblo que tenía algún derecho sobre nuestro suelo, como provincia del antiguo virreinato del Río de la Plata. La ocupación luso-brasileña no podía ser sino precaria, porque chocaba con nuestras más arraigadas aspiraciones. Comenzó con la fuerza y la fuerza la destruyó. Los que se apartaron de la comunidad argentina, no podían aceptar el yugo monárquico y reaccionario del Imperio.

Una palabra antes de concluir. Hemos narrado sin odios ni prevenciones los sucesos, respetando en todo la verdad histórica, no olvidando un momento que nuestros adversarios de 1814, años después, nos rindieron el inmenso desagravio de Ituzaingó.

Montevideo, setiembre de 1905.

 

Lorenzo Barbagelata
Estudios históricos
Biblioteca Artigas
Colección de clásicos uruguayos vol. 112
Ministerio de Instrucción Pública y Previsión Social
Montevideo, 1966

 

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