Hormiga negra

 

Muchos años después que hubieran enterrado al viejo Armando, que borracho pasó de un sueño al otro. Y después aun que sus dos hijas hubieran agarrado sus  trapos y dejado sola con el hijo menor, el Juan Carlos, a quien todo el barrio conocía por el apodo de "Poliya" y casi nadie por su verdadero nombre; recién entonces fue que doña Cora se le pegó el sobrenombre de ''Hormiga Negra". Su edad era indefinible. Aunque en ese tiempo seguramente pasaba los sesenta, su aspecto no había cambiado en muchísimos años, de modo que resultaba extraño que recién entonces se le hubiera apodado así. Porque hacía años y años que trajinaba por las calles del barrio con su vestido negro, su pañuelo negro en la cabeza, sus zapatillas negras y los grandes bultos de ropa que lavaba.

Quizás fue cuando supieron que el Poliya estaba preso, y que ella estaba solita en la pieza del conventillo, y día a día reemprendía su trabajoso camino con una prisa de hormiga, resplandeciendo su vieja figura de pobreza y honradez. De noche, reía con doloroso empeño aquel tiempo de soledad, esperando el regreso del hijo. Cuando se dio cuenta que los vecinos evitaban nombrárselo supo que todos estaban enterados. Y ella se lo gritó a la hija mayor, a la Blanca, que fue la única persona que se había animado a hablarle de eso.

Ahora lo que le faltaba ¡ladrón!, le había dicho.

Entonces no supo que le pasó. Cuando se dio cuenta lo estaba gritando en medio del patio.

Que renegaba de ellas dos. Que eran unas arrastradas que nunca habían querido a nadie. Que no habían sentido la muerte del padre, y que sería lo mismo cuando muriese ella. Y que el Juan Carlos era bueno, mucho más bueno que ellas, que  todo lo que pasaba era que no tenía suerte.

Lo estaba gritando sin rabia siquiera, sino con una especie de frenético dolor, y no a la Blanca que se había ido, sino que parecía gritárselo a todos los que quisieran oiría.

Era invierno cuando Poliya volvió al fin.

La bruma entró con él en la pieza, húmeda y fría, adherida a sus ropas. La pieza pareció recibirlo con la cansada familiaridad de un viejo perro, echándole en la cara su tibio aliento. La madre cocinaba en el fondo de la luz amarillenta. Era vieja, menuda y gris. Su cabello blanco era gris, y sus ropas negras eran grises en esa luz. O acaso se desprendiera algo de ella, como una aureola para que parecieran así.

Hay cerrazón, dijo el Juan Carlos, tirando la gorra sobre una silla. La niebla pareció desprenderse de él, como un ligero vapor, produciéndole un escalofrío.

La vieja no contestó nada, se limpió en el delantal las manos torpes, arrugadas, después sacó un pañuelo y se secó los ojos por debajo de los lentes. Juan Carlos pensó que había estado llorando y se sintió confundido.

—Hay cerrazón, repitió por decir algo. Y ahora los días son muy cortos. Y pensó que hacía mucho que era una sola fecha, apenas diferenciada por un resplandor aguachento y frío, entre los muros y los corredores y las celdas con olor a orines y a encierro. La vieja volvió a mirarlo. Más allá de su figura, en el fondo de la pieza, hervía la olla. Todo estaba lleno de pobreza, como de un viejo olor honrado a jabón, a viento y a limpio. Entonces pensó que era un ladrón como nunca lo había pensado en esos meses, o como si ante esas viejas cosas honradas el hecho adquiriese otro significado.

—Mamá! dijo.

—Qué mala suerte! ¡Qué mala suerte!, dijo la vieja. — Lo abrazó y rompió a llorar.

Esa noche comieron en silencio, frente a frente a través de la mesita de pino. Poliya masticaba sin sentir el gusto de la cena, y sin embargo sabía que tenía el gusto de

los guisos que cocinaba la madre. Un gusto que se parecía de alguna manera a la luz amarillenta de la pieza, a aquella pobreza.

En la ventana se veía el patio, descolorido bajo la niebla que mojaba el piso de baldosas rojas y se condensaba en los hierros, cayendo en lentas gotas con un ruido muerto. Una lamparita solitaria se ahogaba en medio de un arco iris moribundo.

Todo aquello se le ocurrió era territorio aciago y se sintió como si fuera el culpable de aquella tristeza, la de la vieja y la de las cosas.

 

Hacía muchos años, la noche que murió el viejo Armando, cuando Gambetta y Aguirre lo habían traído inconsciente del café de don Rodrigo, y después que lo acostaron en la cara del viejo aparecieron grandes manchas lívidas, y un sudor copioso y frío le resbalaba por la cara helada.

Había pensado entonces que la vida y la suerte eran cosas duras, no malas, sino duras simplemente, y lo mismo había pensado aquella tarde que volvió el Poliya. Se había lamentado de la suerte, como si ella y la vida fueran la misma cosa.

Cuando el marido yacía en medio del charquito de luz que bañaba la cama y las viejas paredes, mirando hacia el techo con una mirada que quizás ya no podía atestiguarle aquellas cosas, ella sentada junto al lecho, oía trajinar en la cocina, a

a sus espaldas a la Blanca y a la Hilda; y pensó que nadie, ni las dos hijas, ni el Juan Carlos que era muy pequeño entonces, ni ella misma, eran capaces de sentir pena por aquel moribundo. Y cuando lo pensó así se puso a rezar.

A veces las hijas abrían la puerta del cuarto y la interrogaban en silencio, con las miradas sin pena, con ansiedad nada más. Ella pensaba en todos aquellos años vacíos de amor, o llenos de un amor gastado, inútil. Pobres y duros.

Cuando en la calle sonó la campanilla de la ambulancia, se dio cuenta que hasta ese instante todo había estado lleno de silencio solemne, como de una presencia.

Entró un enfermero voluminoso, con una túnica y un gorro blanco, resueltamente, la vieja se estremeció como si acabara de entrar la desgracia. El hombre tomó una muñeca del viejo, y cuando la soltó el brazo cayó pesadamente sobre la cama, muerto. Le abrió los párpados descubriéndole una mirada muerta. Algo más muerta y más dura que la que había tenido siempre. Sacudió la cabeza, como una sentencia, y miró de soslayo, entre asombrado e irónico, la taza de café negro, helado ya, y las dos pastillas de aspirina que estaban sobre la mesa de luz, conmovedoramente inútiles, como la cansada voluntad que ella había opuesto a aquella muerte, y a aquella vida.

 

Después fue invierno nuevamente, y nuevamente los días fueron breves. Una rendija de luz, un resplandor frío v descolorido sobre las calles y los techos. La luz aguachenta no terminaba de deshacerse de la bruma que llenaba los días desbordándolos, unificándolos en una fecha muerta.

Entonces Hormiga Negra permanecía horas y horas sentada frente a la puerta, dormitando o pensando.

Era como si una antigua sensación de frío se le hubiera metido hasta los huesos.  Un frío de años y años que lentamente le había ido agarrotando los dedos, retorcidos e inútiles ahora. Como si durante toda su vida hubiera estado empeñada en modelar alguna materia dura, tenaz.

Ya no podía lavar y apenas podía hacer otra cosa que cocinar lenta, fatigosamente, v permanecía durante las tardes bajo ese breve y macilento resplandor del sol que entraba tímidamente por la puerta. En la pileta de hormigón del patio lavaban otras mujeres, el agua jabonosa corría por una canaleta de barro helado y era del mismo color del cielo de aquellos días que brillaban brevemente sobre esas paredes descoloridas y musgosas.

Sin embargo no podía decirse que estuviera acurrucada como un trasto viejo, sino que parecía por fin haberse integrado a esa vida invariable de las cosas.

La pieza también estaba llena de frío. Miraba largo rato las dos camitas de hierro y el retrato del difunto marido, colgado en la pared con un marco ovalado, de yeso y

con un dorado que ya estaba descascarado en muchas partes. Colgaba allí con una desvaída expresión melancólica. Cierta dureza, cierto esfuerzo para mantener la cabeza demasiado erguida sobre el cuello anacrónico de la camisa, amarillento ya en el retrato, denunciaban al pobre endomingado.

Quizás el difunto se había retratado en lo que se llama una gran ocasión de la vida.

Y entonces, en el marco de yeso descascarado parecían estar muertas todas las grandes ocasiones de aquella vida y de la vida de la vieja o por lo menos todas las ocasiones en que la vida pareció ser una cosa distinta que aquel permanecer, aquel durar y durar, entre las cosas invariables. Quizás el retrato datara de la fecha de su casamiento, o del bautismo de alguno de los hijos. Y para fotografiarse el difunto se había vestido con el traje negro de los domingos y al salir a la calle habría comprado "cigarrillos armados".

Cigarrillos de viejas marcas "Guerrilleros" o "La Cubanita". Y posiblemente después se hubiera sentido incómodo, vacío y triste dentro de sus ropas domingueras, y con la solemnidad un tanto ridícula que ellas le presentaban, hubiera repartido aquellos cigarrillos y bebido algunas copas en el mismo rincón del mismo boliche de siempre, con los mismos amigos de todos los días. Pero a pesar de todo emanaba del retrato una especie de diluido prestigio. Una vaga remembranza de viejas

alegrías o pesares olvidados. O de una felicidad que había existido a través de los años sin que ellos lo supieran.

Poliya salía entonces a comprar fierros viejos por las calles. Había conseguido un caballo, un matungo tordo, viejo y lleno de mataduras, y una carrindanga desvencijada, con llantas de automóvil. Cuando andaba por las calles, parecía un gran pájaro agorero sobre el carro, una especie de ave solitaria y ganchuda posada sobre unas ruinas.

Desgranaba ronca y destempladamente este pregón: "Fierros viejos. Camas viejas. Máquinas viejas, compro-o-o-o-o. . .

Era flaco, muy flaco, y muy cargado de hombros. Volvía casi siempre borracho, con un pucho babeado colgando de una comisura de la boca desdentada, y el mentón

largo, melancólico como hundido en el pecho. Entonces el viejo mancarrón tiraba cansinamente de aquellas ruinas, repechando a duras penas hacia el anochecer del barrio.

Allá en la pieza aguardaba la vieja figura de la madre sentada en un rincón. Se había puesto muy rara los últimos tiempos, como una niña. El Poliya notaba en sus

ojos hinchados que lloraba continuamente. Desde que el reuma le impedía lavar se había puesto así, como si ella también repechara penosamente su vejez, con una carga de viejos amores, como ruinas.

Cenaban frente a frente, en silencio.

A veces la madre, mirándole ensimismada, le decía: "Cada día estás más parecido a tu finado padre". E hipaba un llanto tímido, como si el marido fuese recién muerto, o como si llorase el mismo amor que sólo hubiera cambiado de objeto.

Entonces Poliya pensaba en Aguirre, que estaba casi loco, y cuando tomaba algunas copas se refería al viejo Armando, y el boliche de Don Rodrigo, como si aún existieran. Y a muchas gentes, y a muchas cosas que habían sido el barrio. Y todo

el presente fuera una ronda de fantasmas que danzaban delante de sus ojos y en su nublada mente.

Aquel gusto de la cena, aquella vieja cara y aquella tristeza de la que estaban impregnadas todas las cosas. O más que impregnadas, como si todo hubiera sido amasado en esa tristeza, como en una materia.

Tuvo una secreta alegría la noche que la madre le contó que la Hilda quería llevársela con ella.

—Allá va"star mejor, máma, comentó. — Va'tener quien la cuide.

—Y a vos quién te va'cuidar, m'hijo — dijo la vieja. — Yo me quedó acá...

Poliya la miró con rencor.

 

Fue recién cuando volvió a quedarse sola, cuando volvió a sentir en los vecinos aquel silencio compasivo. un día vino la Hilda con el camión y sin decir nada empezó a hacerle la mudanza, y le entregó ella misma la llave de la pieza al encargado del conventillo.

La vieja estaba sentada en un rincón y la miraba en silencio. Cuando estuvieron cargadas la camita de hierro, el ropero y el retrato del viejo Armando, se dio cuenta que la hija no llevaba las cosas del Juan Carlos, pero no dijo nada y se puso a llorar. La hija sabía por qué lloraba pero tampoco dijo nada, como si existiera un acuerdo entre ellas. Como de allí en adelante tampoco le diría nada cuando salía los días de visita a los presos, con sus ropas negras y un paquete con tortas caseras y tabaco.

 

Ni cuando se pasaba las tardes mirando el retrato del difunto, y su silencio y sus pensamientos estaban habitados de su presencia tan precisa, que era como si allí también, en la piecita que le habían dado en casa de la hija, estuvieran las cosas del Juan Carlos, y hasta él mismo.

Y también parecía sentarse a la mesa, con ellos, en el silencio de la vieja. Entonces la Hilda se enojaba:

—Pero máma, le decía. Se pasa el día pensando pavadas. Por lo menos en la mesa, olvídese...

La presencia del Poliya, también estaba en aquellos reproches. Y más aún que el Poliya y el viejo Armando, estaba aquel desolado amor de la vieja. Cuando el marido de la Hilda, y la Blanca hablaban de cosas como el terrenito comprado a plazos y la casita futura, y el futuro todo, la vieja se encerraba en su silencio, como si opusiera más que el silencio, aquel amor que había llenado los años vividos junto al viejo Armando, y el Poliya, la carne y la sangre del viejo Armando, y la de ella, palpitando ahora entre los muros frente a los cuales se detenía el tiempo. Y todo eso estaba allí con ella, en la mesa, en la casa toda. Y a ese futuro que era nada más que palabras, oponía un tiempo real, alimentado de viejos sueños muertos, y

carne y sangre v dolor, y un amor desolado.

Todo vino a estallar por los nietos, los hijos de la Hilda. Un día que parecía revolotear en torno a ella, sin que les mirase siquiera.

—Ni parecen nietos suyos, le gritó la Hilda.

Y la vieja supo precisamente que le iba a gritar todo lo otro. Ensayó indecisamente acariciar la cabeza de uno de los niños, pero era tarde y ya la Hilda estaba gritando.

 

Y era muy antiguo y muy hondo aquello. Empezaba en la infancia y en las borracheras del padre, y en el pan ganado por las dos hijas desde que eran niñas, y a veces era pan mojado con lágrimas. Y era aquel rostro descompuesto, furioso dirigido a ella, como si ella fuera la culpable de todo.

—Y después de todo eso, es posible quererlo- gritaba con un agudo tono de histeria. —¿Pero ellos a quienes quisieron? ¿Acaso la quisieron a usted?

Y la vieja, con desesperación:

—Pero mi hijo. —El me necesita... Y la Hilda, aún más alto:

—Y quién es su hijo. —un vago. Un ladrón, que es lo que le faltó ser al borracho del padre. . .

Cuando la Hilda se hubo vaciado y quedaron mirándose, frente a frente, como si nunca se hubiesen visto, o como se mira una cosa, olvidada por demasiado conocida, y hasta con cierto viejo, gastado rencor, todo lo que podían hacer era ponerse a llorar.

 

Después las lluvias desmoronaron el invierno sobre esas calles solas, donde nacía o se perdía la ciudad, y aletearon los vientos con olor a campo mojado. Un día el Poliya estaba allí. Nadie lo vio llegar. Estaba allí como si siempre hubiera estado, como si la Hilda al abrir la puerta ya supiera que estaría allí, como la luz oblicua de la tarde de agosto y el frío. Y no lo miró siquiera, ni lo miró nadie cuando pasó para el fondo, para la piecita de la madre. Se sentó frente a su vieja figura, frente a sus viejas palabras como en un tiempo se había sentado día a día, como si lo hubiera hecho ayer.

Tomaron mate en un silencio denso por la mirada y la sonrisa de ella. Poliya sacó un paquete de tabaco y rascando el fondo lió un cigarrillo de polvillo reseco. La vieja le puso en la mano un puñadito tibio, arrugado, de billetes de a peso, con un gesto que parecía avergonzada de no poder darle más que eso.

Se fue tarde. Iba lejos ya y se dio vuelta. La madre estaba aún en la vereda, al lado del portón. La vio allá, en el fondo de la calle, como una sombra más, junto al cerco de ligustros. Pero más negra, más compacta que la sombra del ligustro y la de la casa y que todas las sombras que se acurrucaban sobre la tierra, bajo el cielo límpido y frío del invierno.

La madre agitó un brazo.

—Adiós Juan, le gritó. Volvé pronto.

No supo cómo a la distancia oyó su voz tan débil, tan vieja. Debía ser porque en la noche reinaba un silencio casi absoluto. O como si sonara desde adentro de él.

—Que tengas suerte...

Agitó un brazo él también, quiso gritarle: "Sí, mama". . ., pero no le salió nada.

Hundió las manos en los bolsillos, se levantó el cuello del saco y se echó a andar noche abajo.

El barrio era despoblado. Unas sombras desperdigadas en el campo negro, junto a la cinta solitaria de la calle. A veces algún caballo dormido, o los perros revolviendo las basuras de los baldíos. Olor a yuyos, a inmensidad. Sentía detrás de él, la tristeza y la mirada de la vieja, como si la noche se poblara de ella a sus espaldas.

Quiso ponerse a silbar pero no pudo. Entonces se dio cuenta que por primera vez en muchísimo tiempo estaba llorando.

Anderssen Banchero
Almanaque del Banco de Seguros del Estado - año 1959

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