Rabindranath Tagore, poeta y humanista

por Krishna Kripalani

(Secretario de la Academia de Letras de Nueva Delhi, cuyo presidente es Jawaharlal Nehru)

Traducción de Victoria Ocampo

Hace veinte años que murió Rabindranath Tagore y hace un siglo que nació. Los ochenta años de su vida marcan la edad de oro del renacimiento del país. En 1861, cuando nació, la India estaba postrada a los pies de Gran Bretaña. La Great Mutiny de 1857 había sido sofocada implacablemente. La antigua clase gobernante había sido barrida o mordía el polvo. La India había alcanzado la paz del desierto. Su poder creador estaba paralizado. Políticamente, había perdido su libertad y, culturalmente, su alma. La edad de los adulones y de los reaccionarios comenzaba; la edad de quienes remedaban las costumbres occidentales y de quienes buscaban consuelo en la esclavitud de inmemoriales tradiciones y dogmas.

Ochenta años después, cuando Tagore murió, el rostro de la India no era ya el mismo. Culturalmente había recobrado su dignidad y políticamente estaba a punto de lanzar la Gran Rebelión de agosto 1942. Desde luego el crédito de este despertar político se debe al Congreso Nacional de la India, bajo la dirección del Mahatma Gandhi. Pero el despertar político y la toma de conciencia cultural no crecen en compartimientos estancos. Sus raíces se entrelazan y se hunden en la misma corriente de inspiración creadora. Tagore era el máximo representante de esa corriente creadora.

A pesar de que era esencialmente poeta, era más que un mero poeta, del mismo modo que Gandhi era más que un mero político. El genio de Tagore enriquecía cuanto tocaba. Como el sol, cuyo nombre llevaba (Rabi quiere decir sol) derramó luz y calor en su época, vivificó el suelo mental y moral de su tierra, reveló horizontes desconocidos del pensamiento, atravesó la distancia que separaba el Este del Oeste. La vitalidad de su genio es realmente sorprendente. Y no menos sorprendente es la variedad y belleza de las formas literarias que creó. Dio a su pueblo en el lapso de una vida lo que otros pueblos han necesitado siglos para recibir: un lenguaje capaz de expresar las más sutiles modulaciones del pensamiento y del sentimiento, una literatura digna de ser enseñada en cualquier Universidad del mundo. No existió campo de la actividad literaria que él no haya explorado y enriquecido con sus audaces aventuras, y muchos de ellos fueron campos vírgenes en Bengala; sus manos fueron las primeras que removieron ese suelo hasta hacerlo fructificar. Es uno de los pocos grandes escritores cuyas obras pueden desafiar la crítica más severa, sea del occidente o del oriente, pasada o presente.

Entre los escritores modernos, se destaca por un rasgo único: mientras los intelectuales bengalíes más sofisticados se deleitan en sus poemas y los sabios profesores escriben volúmenes sobre ellos, la gente sencilla y no sofisticada de las remotas aldeas bengalíes cantan sus canciones con arrobamiento. Cada cambio de estación, cada aspecto del variado paisaje de Bengala, cada ondulación del corazón humano en la pena o la alegría, han encontrado voz propia en alguna de sus canciones. Los mudos, sin poder de expresión, cantan sus canciones o escuchan sus palabras y el ahogo de su mudez se alivia.

Todo esto, no obstante, es verdad sólo para aquellos en cuyo idioma escribió y cantó. Quienes lo leen únicamente en traducciones no pueden formarse una idea del alcance o de la calidad de su genio. Para conocerlo, es necesario leerlo y escuchar sus canciones en bengalí. Para el resto de sus prójimos la significación de Tagore finca en el impulso y dirección que imprimió a nuestro desarrollo cultural, y en el ejemplo que presenta de un genio apasionadamente dedicado a su arte y sin embargo firmemente consagrado al servicio de su pueblo. Es raro encontrar un artista que no sea un egoísta o un reformador que no sea un fanático. Lo más notable de la personalidad de Tagore, aparte de la riqueza de su genio, era su armonioso desarrollo, en todo sentido. Los aspectos religiosos, morales, estéticos e intelectuales de su personalidad habían crecido de manera excepcionalmente equilibrada.

Hay una tendencia a lo unilateral en nuestro carácter indio. Tendemos a dar mucho valor a ciertos aspectos de la vida a expensas de otros. En nuestro celo religioso, sentimos la tentación de repudiar la vida en su totalidad. A fin de alcanzar la paz, despreciamos los goces de la vida. Por eso él escribió:

“Deliverance is not for me in renunciation,

I feel the embrace of freedom in a thousand bonds of delight.

No, I will never shut the doors of my senses,

The delight of sight and hearing and touch will bear Thy delight.

Millions of living beings make up the vast fair of this world

And you ignore it all as a child’s play!”

Para preservar la pureza de la raza y para mantener la estabilidad social en compartimientos estancos establecimos la rigidez de la casta, convertida en una de las mayores maldiciones de nuestra sociedad. Innumerables son los ejemplos de esta tendencia a lo unilateral de nuestro carácter que podríamos citar; esto nos torna a la vez salvajes y altamente civilizados, sabios y estúpidos, buenos y crueles, limpios y sucios. Lo que más necesitamos es una visión sana y una conducta equilibrada, de manera que podamos ser varoniles sin ser brutales, sensibles sin ser sentimentales, racionales sin ser materialistas, religiosos sin ser fanáticos y patrióticos sin ser patrioteros.

Tagore era humano y humanitario, su personalidad era armoniosa, pues era un hombre totalmente desarrollado y logrado. Amaba a su pueblo, era un ciudadano con una conciencia despierta, un patriota cuya lealtad abarcaba a toda la humanidad. Durante toda su vida abogó y luchó por la justicia social, por los derechos del pobre al bienestar material, por los del ciudadano al propio gobierno, por los del ignorante para llegar al saber, por los del niño para desarrollarse sin trabas, por los de la mujer para la igualdad de derechos. La religión que él predicaba era la religión del hombre; el renunciamiento que él enaltecía no era un renunciamiento a este mundo sino a las bajas pasiones, a la codicia y al odio; la libertad por la cual luchaba no era la libertad dada a una nación para explotar a otra; quería salvaguardar la libertad de la persona humana, librarla del ahogo, ya proviniera éste de la tiranía de organizaciones externas o de la peor tiranía: la de la pasión del hombre cegado por la voluntad de poder.

Tagore fue un iniciador en el terreno de la educación nacional. Durante cuarenta años se conformó con ser maestro de escuela en una humilde aldea, incluso después de haber alcanzado una gloria que un rey podría envidiar. Fue el primero que descubrió y puso en práctica ciertos principios de educación que se han convertido, hoy, en lugares comunes, aunque todavía no se apliquen siempre. Hoy ya sabemos que la atmósfera que el niño respira en la escuela es mucho más importante que lo que aprende; que la enseñanza se vuelve irreal si no se la da a través de la lengua materna; que la enseñanza por vía de los hechos es más real que por vía de la palabra escrita; que la verdadera educación consiste en el adiestramiento de todos los sentidos, no en atiborrar la mente con sabiduría memorizada; que la cultura es algo más importante que la mera sabiduría académica, etc., etc. ¿Pero cuántos fuimos los que pensamos todo esto en 1901, cuando Tagore empezó sus experimentos educacionales? Incluso hoy mismo, ¿cuántos de entre nosotros entendemos el significado de estos principios en nuestra vida nacional? El maestro de escuela es aún el miembro de nuestra comunidad que menos se tiene en cuenta; despreciado y mal pagado, a pesar del hecho que Tagore concedía más mérito a lo que les enseñaba a los niños de su escuela que a las conferencias pronunciadas ante un auditorio selecto, en Oxford.

Tenía un muy sano desprecio por las agitaciones políticas. Las comparaba con una locomotora que continuamente silba y despide columnas de humo sin jamás moverse. A los pilotos del barco en que navegamos y que llevan en sus manos nuestros destinos les aconsejaba: “No temáis las olas del mar, pero sí la vía de agua de nuestra propia embarcación”. Si llegamos a la esclavitud, no es porque los ingleses sean demonios, sino por nuestras flaquezas. Habíamos dejado de creer en nosotros mismos. En vez de utilizar la fuente de nuestra energía creadora, nos contentábamos con recoger trapos que otras gentes tiraban en sus tachos de basura.

¿Cómo hemos de ordenar nuestra casa? La contestación de Tagore tenía dos fases. Tender un puente entre el abismo que separa la aldea de la ciudad. Los campesinos son la verdadera reserva de nuestra fuerza nacional. Llevar de nuevo la vida a la aldea; una vida completa. Hacer del campesino un hombre seguro de sí mismo y fuerte, sano y feliz, rico por el hecho de tener conciencia de las tradiciones culturales de su propio país y capaz de hacer uso de manera eficaz de todos los recursos modernos para mejorar las condiciones físicas, intelectuales y económicas. Las aldeas son la fuente de nuestra vitalidad nacional. Si decaen, la nación entera degenera, tarde o temprano. El abismo que existe entre la aldea y la ciudad necesita un puente. Nuestras instituciones sociales y nuestro sistema de educación han tendido, ambos, a hacer de nuestra vida nacional una casa de dos pisos sin escalera para conectar el vasto laberinto de slums del piso bajo mal ventilados, infestados por microbios, con los departamentos semi-modernos, baratos y destartalados del primer piso.

Segundo, extirpar del cuerpo de nuestra sociedad el cáncer de la desigualdad y de la superstición. Ningún milagro político puede producirse sobre la base del tembladeral de la esclavitud social.

“O, my unfortunate country,

those whom you have debased

they shall drag you down to their own level

till their shame is yours.”

Tagore no tenía ya ilusiones sobre lo que llaman progreso en los países occidentales, palabra que ha llegado a ser sinónimo de multiplicados lujos y veneración de la vida mecánica. Por progreso él entendía un continuo desarrollo de la personalidad humana, colectiva e individual. Lo dijo de esta manera:

“Sólo creo en la vida cuando es progresiva; y en el progreso sólo cuando está en armonía con la vida. Yo predico la liberación del hombre esclavizado por el fetichismo de lo gigantesco, de lo no humano.”

El verdadero conflicto, según él, no radicaba en el enfrentamiento de Occidente con Oriente, sino en el de la máquina con el hombre, en el de la personalidad con la organización. El hombre necesita la máquina y la organización, pero tiene que dominarlas y humanizarlas en vez de resignarse a ser mecanizado y deshumanizado por ellas. “El verdadero peligro para el hombre —nos advertía—, radica no en los riesgos que corre la seguridad material, sino en el oscurecimiento del hombre mismo en su propio mundo humano.” A diferencia de muchos pensadores modernos, Tagore no tenía ninguna panacea para la salvación del mundo. No creía en ningún ismo especial. Sólo hacía hincapié en ciertas verdades básicas que el hombre no puede ignorar sin peligro. Por consiguiente, su pensamiento no podrá nunca pasar de moda. Era lo que Gandhiji con acierto llamó El Gran Centinela. Como poeta siempre deleitará, como cantor seducirá, como maestro esclarecerá siempre. El mundo tiene motivos para estar agradecido a un genio constantemente preocupado por el bien de la humanidad.

 

por Krishna Kripalani

(Secretario de la Academia de Letras de Nueva Delhi, cuyo presidente es Jawaharlal Nehru)

Traducción de Victoria Ocampo

 

Publicado, originalmente, en: Revista "Sur"  .ISSN: 0035-0478 Año XII Nº 270 mayo / junio de 1961

Gentileza de Biblioteca Nacional Mariano Moreno - Buenos Aires, República Argentina

 

Ver, además:

                      Rabindranath Tagore en Letras Uruguay

 

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