El lunar

Cuento de Yasunari Kawabata

(Traducción de Miguel Alfredo Olivera)

Anoche soñé con aquel lunar.

Con sólo escribir esta palabra ya tú sabes a qué me refiero. ¡Cuántas veces me has reprendido por causa de aquel lunar!

Está en mi hombro derecho, o mejor dicho en la espalda, arriba.

Ya es mas grande que un garbanzo. Sigue jugando con él y uno de estos días echará brotes”.

Solías tomarme el pelo a propósito del lunar. Pero, como tú decías, era muy grande para ser lunar; grande y extraordinariamente redondo e hinchado.

Cuando niña solía quedarme en cama jugando con el lunar. ¡Qué vergüenza sentí la primera vez que lo notaste! Y recuerdo muy bien tu sorpresa. ¡Hasta lloré!

"¡Basta, Sayoko, basta! Cuanto más lo toques tanto más grande se hará”. También mi madre me retaba; yo todavía era una niña —creo que no tenía ni trece años— y a partir de entonces conservé aquella costumbre en secreto. Y persistió cuando me olvidé por completo de los retos.

Cuando lo notaste por primera vez, todavía era yo una niña, más que una esposa. Me pregunto si tú, hombre, puedes imaginarte mi vergüenza. Pero fue más que vergüenza. “¡Esto es espantoso!” pensaba yo. El matrimonio me parecía en aquel momento algo terrible.

Sentí como si todos mis secretos hubiesen sido descubiertos, como si los hubiese desnudado, uno tras otro, aun aquellos de los que yo misma no tenía conciencia; como si no me hubiese quedado un recoveco que fuese mío.

Entonces te volvías a dormir. Me sentía a veces aliviada y un tanto sola y a veces me contenía sobresaltada en el preciso momento en que mi mano iba de nuevo hacia el lunar.

“Ahora ya no puedo ni siquiera tocarme el lunar”, pensé en escribirle a mi madre; pero en el mismo momento de pensarlo sentí que mi cara se ponía roja como fuego.

“Pero qué tontería preocuparse por un lunar”, dijiste una vez; me alegré y asentí con la cabeza; pero, ahora que lo pienso, me pregunto si no hubiera sido mejor que a ti te hubiese hecho gracia aquella detestable costumbre.

La verdad es que antes, el lunar no me había preocupado tanto. No creo que la gente ande mirando el pescuezo de las mujeres para descubrir lunares. A veces la expresión “intacta como un cuarto cerrado” se usa para referirse a una chica deforme. Pero un lunar, de cualquier tamaño que sea, apenas puede considerarse deformidad.

“¿Por qué crees tú que adquirí la costumbre de toquetear aquel lunar?”

“¿Y por qué la costumbre te molestó tanto?”

“¡Basta!” me decías. “¡Basta!” Y no sé cuántos cientos de veces me rezongaste.

"¿Por qué usas la mano izquierda?” me preguntaste una vez fastidiado.

"¿La izquierda?” La pregunta me tomó de sorpresa.

Era verdad. No lo había notado antes, pero siempre usaba la mano izquierda.

"Está en tu hombro derecho: la mano derecha sería más cómodo”.

"¿Qué?” Levanté la mano derecha. "¡Pero resulta raro!”

"No tiene nada de raro”.

"Es más natural con la mano izquierda”.

"La derecha está más cerca”.

"Con la derecha hay que ir hacia atrás".

"¿Hacia atrás?”

"Sí. No queda sino poner el brazo delante del cuello, o pasarlo por la espalda, así”. Ya no estaba tan humildemente de acuerdo con todo lo que decías. Y sin embargo, en el preciso instante en que te contestaba, se me ocurrió que al cruzar el brazo izquierdo sobre mi pecho te estaba alejando, como si me abrazase a mí misma. He sido cruel con él, pensaba.

Te pregunté tranquilamente: "¿Qué tiene de malo usar la mano izquierda?”

"Con la izquierda o con la derecha, es una mala costumbre”.

"Lo sé”.

"¿No te he dicho muchas veces que vayas a un médico para que te lo saque?”

"¡Pero no podría! ¡Tendría vergüenza!”

"Sería una cosa muy sencilla”.

"¿Quién iría a un médico para que le saquen un lunar?”

"Pues mucha gente lo hace”.

"Para lunares en la cara, puede ser, Pero no creo que nadie vaya a que le quiten un lunar del cuello. El médico se reiría. Y se daría cuenta de que voy porque mi marido se ha quejado”.

“Le podrías decir que es porque tienes la manía de toquetearlo”.

“¡Qué!... ¡Algo tan insignificante como un lunar, en un sitio en donde apenas puedes verlo! ¡Me parece que podrías soportarlo un poco!”

“No me importaría el lunar si no te lo estuviese toqueteando”.

“No lo hago adrede”.

“Pero eres porfiada. Digo yo lo que diga, no tratas de cambiar”.

“Sí, trato. Y hasta he tratado de usar un camisón con cuello alto, para no poder tocarlo”.

“No fue por mucho tiempo”.

“¿Pero está tan mal que lo toque?” Parecía que te estaba haciendo frente.

“No que sea tan mal, sino que te pido que no lo hagas porque no me gusta”.

“Pero ¿por qué te disgusta tanto?”

“No hay necesidad de dar razones. No necesitas estar jugando con ese lunar y es una mala costumbre y me gustaría que dejases de hacerlo”.

“Nunca dije que no dejaría de hacerlo”.

“Y además, cuando te lo tocas, siempre tienes esa expresión extraña, como absorta. Eso es precisamente lo que detesto”.

Probablemente estabas en lo cierto; algo hizo que tu observación me llegase al alma. Asentí con la cabeza.

“La próxima vez que me veas haciéndolo, me pegas en la mano o me das una bofetada”.

“¿Pero no te da vergüenza de que, a pesar de haber tratado por dos o tres años, todavía no has podido curarte sola de esa tonta manía?”

No contesté. Me quedé pensando en tus palabras: “Eso es precisamente lo que detesto”.

Aquella posición, con mi brazo izquierdo cruzado sobre el cuello, debió parecer algo así como melancólica, como desamparada. No me atrevo a usar grandes palabras, pero diría como “solitaria”. Algo ruin, algo inferior; era la actitud de una mujer a la que sólo le importa proteger su propia insignificancia.

Y la expresión de mi cara debió de ser tal cual la describiste: “extraña, como absorta”.

¿No parecía acaso una prueba de que no me había entregado enteramente a ti, como si mediase una distancia entre nosotros? ¿No eran quizás mis verdaderos sentimientos los que aparecían en mi cara cuando me tocaba el lunar y me perdía en ensueños, tal como lo había hecho desde niña?

Pero debió haber sido porque ya no estabas satisfecho de mí que diste tanta importancia a aquella pequeña manía. Si hubieses estado contento conmigo hubieras sonreído y no habrías pensado más en ello.

Era un pensamiento espantoso, y temblé cuando se me ocurrió, de repente, que bien podría haber hombres a quienes les pareciera encantadora mi manía.

Y fue tu amor por mí lo que te la hizo notar por primera vez. De eso no tengo duda, ni aún ahora. Pero son precisamente estos pequeños disgustos los que, a medida que van creciendo y deformándose, echan sus raíces en un matrimonio. En los verdaderos matrimonios, las excentricidades personales dejan de importar, pero creo que, en cambio, hay maridos y mujeres que se encuentran con que están de punta por cualquier cosa. No quiero decir que los que se acomodan el uno al otro tengan necesariamente que amarse el uno al otro, ni que los que discuten constantemente se odien. Sin embargo pienso —y no puedo dejar de pensarlo— que habría sido mejor que hicieras la vista gorda ante mi costumbre de jugar con el lunar.

Lo que hiciste fue pegarme y hasta patearme. Yo lloraba y te preguntaba por qué no tratabas de ser menos violento, por qué tenía yo que sufrir tanto por el simple hecho de tocarme el lunar. Y esto era sólo la superficie. “¿Cómo podremos curarte?” —decías con la voz temblorosa; comprendí tu estado de ánimo y no pude ofenderme por lo que hiciste. Si le hubiese contado esto a alguien, no me cabe duda de que le hubieras parecido un esposo violento. Pero como habíamos llegado a un punto en que la cosa más trivial aumentaba la tensión entre nosotros, tus palizas me daban una repentina sensación de alivio.

“¡Nunca lograré vencerme, nunca! ¡Átame las manos!” Junté las manos y te las puse al pecho, como si me estuviese entregando toda entera a ti.

Pareciste turbado, tu furia pareció dejarte flojo y purgado de toda emoción. Tomaste el cordón de mi ceñidor y me ataste las manos.

Me sentí feliz cuando sorprendí tu mirada contemplando cómo trataba de alisarme el pelo con las manos atadas. Esta vez la vieja costumbre podría curarse, pensé.

Como quiera que fuese, aun entonces era peligroso para cualquiera luchar contra el lunar.

¿Y fue porque, más tarde, reincidí en mi manía que tu afecto por mí murió completamente? ¿Quisiste darme a entender que te dabas por vencido y que ya podía hacer lo que me diara la gana? Cuando jugaba con el lunar fingías que no lo veías y nada decías.

Después sucedió una cosa curiosa. El caso es que aquella costumbre que ni las represiones ni los golpes pudieron curar, desapareció de repente. Los remedios extremos no habían dado resultado. Pero se fue por su propia voluntad.

“¿A qué no sabes una cosa? Ya no me toco más el lunar”. Lo dije como si acabara de darme cuenta del hecho. Refunfuñaste algo y luego hiciste como si no te importara.

Si tan poco significaba para ti, por qué entonces me reprendías tanto, hubiera querido preguntarte; y supongo que, por tu parte, hubieses querido preguntar por qué, si la manía era tan fácil de curar, no había podido curarme antes. Pero ni siquiera me hablaste.

Una costumbre que nada importa, que ni es medicina ni veneno, vamos, dale rienda suelta durante todo el día, si tanto te gusta. Esto es lo que parecía decir la expresión de tu cara. Quedé acongojada. Sólo por fastidiarte pensé en tocarme al lunar ahí mismo, ante tus narices, pero, cosa rara, mi mano se negó a moverse.

Me sentí sola. Y me sentí furiosa.

Pensé también en tocarlo cuando no estuvieses cerca. Pero luego me pareció algo vergonzoso, repulsivo, y mi mano se negó a obedecerme.

Miré al piso y me mordí los labios.

“¿Qué le pasa a tu lunar?” esperé que dijeras, pero a partir de aquello, la palabra “lunar” desapareció de nuestra conversación.

Y quizás muchas otras cosas desaparecieron con ella.

¿Por qué no pude hacer nada en la época en que tanto me retabas? ¡Soy una mujer despreciables!

Volví a mi casa, y tomé un baño con mi madre.

“No estás tan bonita como eras, Sayoko”, dijo ella. “Supongo que no podrás luchar con la edad”.

La miré sobresaltada. Ella estaba como siempre, rolliza y fresca de carnes.

“Y aquel lunar solía ser bastante atractivo”.

Yo había sufrido mucho por causa de aquel lunar, pero no podía decírselo a mi madre. Lo que dije fue: “Dicen que es fácil para un médico quitar un lunar”.

“Para un médico... pero quedaría una cicatriz”. ¡Qué tranquila, qué serena es mi madre! “Cómo solíamos reírnos de eso. Nos decíamos que Sayoko probablemente estaría jugando con su lunar, aún ahora que estaba casada”.

“Y estaba jugando”.

“Es lo que pensábamos”.

“Era una mala costumbre. ¿Cuándo empecé?”

“Me pregunto cuándo empiezan los niños a tener lunares, porque una no los nota en los recién nacidos”.

“Mis hijos no los tienen”.

“¿No? Pero empiezan a salirles a medida que crecen y nunca se les van. No es frecuente ver uno de este tamaño. Lo debiste tener desde muy niña”. Mi madre me miró el hombro y sonrió.

Recuerdo cómo, cuando era todavía muy jovencita, mi madre y mis hermanas solían palparme el lunar, que entonces era apenas una deliciosa manchita. ¿No fue precisamente aquello, el origen de mi costumbre de juguetear con él?

Me estoy en la cama, palpando el lunar con el dedo y tratando de recordar cómo era cuando yo era una niña y una adolescente.

Hace mucho tiempo desde que jugué con él por última vez. Me pregunto cuántos años hará.

De vuelta en la casa donde he nacido, lejos de ti, pude jugar todo lo que quisiera. Nadie iría a decirme basta.

Pero de nada sirvió.

Apenas mi dedo tocó el lunar, lágrimas heladas brotaron de mis ojos.

Pretendí pensar en cosas de hacía muchos años, cuando era jovencita, pero apenas toqué el lunar en lo único que pude pensar fue en ti.

He sido repudiada como mala esposa y tal vez tendré que divorciarme; pero no se me habría ocurrido pensar que aquí, en la cama, de vuelta en mi propia casa, sólo tendría pensamientos para ti.

Volví del otro lado la almohada húmeda, y torné a soñar con el lunar.  

Cuando desperté no podía decir dónde estaba mi cuarto, pero tú estabas allí, y con nosotros parecía haber otra mujer. Yo había estado bebiendo. En verdad, estaba borracha. Seguí alegando contigo, sobre algo.

Otra vez renació mi mala costumbre. Deslicé la mano izquierda, con el brazo abrazando el pecho, como siempre. Y he aquí que el lunar se desprendió, entre mis dedos. Salió sin dolor, como si fuese la cosa más natural del mundo. Sentía entre los dedos exactamente como la piel de un frijol asado.

Como una niña mimada te pedí que lo pusieras en el hueco de aquel lunar, junto a tu nariz.

Te lo alcancé. Grité y clamé, te tiré de la manga y me colgué de tu cuello, sobre tu pecho.

Cuando desperté, la almohada estaba todavía húmeda. Y yo todavía sollozaba.

Me sentí rendida, de la cabeza a los pies. Y al mismo tiempo me sentía aligerada, como si me hubiese liberado de un estorbo.

Así me quedé un rato, sonriendo, preguntándome si el lunar habría realmente desaparecido. Me importunaba la idea de tener que tocarlo. Ésa es toda la historia de mi lunar.

Todavía puedo palparlo, como una arveja negra entre mis dedos. Nunca me preocupé demasiado de ese pequeño lunar que tienes al lado de la nariz, y jamás he hablado de ello, pero aún así creo que siempre lo he tenido muy presente.

¡Qué lindo cuento de hadas sería que tu lunar verdaderamente se hinchase al agregarle el mío!

¡Y qué feliz me sentiría yo, si pensase que tú, a tu vez, habías soñado con mi lunar!

Pero he olvidado una cosa.

“Eso es lo que detesto”, dijiste, y tan bien te comprendí, que hasta pensé que aquella observación era señal de tu cariño por mí. Creía que todo lo más indigno que había en mí se manifestaba cuando me acariciaba el lunar.

“Supongo que tú me retabas cuando jugaba con el lunar, hace mucho tiempo”, le dije a mi madre.

“Te reté, pero no hace tanto tiempo.”

“¿Y por qué me retabas?”

“¿Por qué? Sencillamente, porque es una fea costumbre.”

“¿Pero qué sentías, cuando me veías toquetear el lunar?”

“Pues...” Mi madre irguió la cabeza, ladeándola. “Que no estaba bien".

“Eso es verdad. Pero ¿qué te parecía? ¿Me compadecías o me considerabas obscena y detestable?”

“La verdad es que no me preocupó demasiado. Pero me parecía que también podrías dejar de hacerlo, con aquella cara de dormida.” “¿Me consideraste una fastidiosa?”

“Me molestó un poco.”

“Pero tú y las otras ¿solían tocarme el lunar, para tomarme el pelo?”

“Creo que sí.”

Si esto es verdad, lo que yo hacía al tocarme el lunar con aquella expresión absorta, ¿no era simplemente para recordar el cariño que mi madre y mis hermanas tuvieron por mí cuando niña?

¿No lo hacía quizá para recordar a los que amaba?

Esto es lo que tengo que decirte.

¿No te has equivocado en todo momento, acerca de mi lunar?

¿No podía pensar en nadie más, cuando estaba contigo?

Pienso una y otra vez si aquel gesto que tanto te disgustaba, no pudo haber sido una confesión de amor que no supe traducir en palabras.

Mi manía de jugar con el lunar es bien poca cosa, y no tengo intención de pedir disculpas por ella, ¿pero no pudieron haber comenzado de la misma manera todas las demás cosas que me convirtieron en una mala esposa? ¿No pudieron haber sido, en un comienzo, expresiones de mi amor por ti, convertido en algo impropio de una esposa sólo por tu incapacidad de ver lo que realmente eran?

Mientras escribo me pregunto si no sonará todo como el alegato de una mala esposa que trata de parecer agraviada. Pero aún así tenía que decírtelo.

 

cuento de Yasunari Kawabata

(Traducción de Miguel Alfredo Olivera)

 

Publicado, originalmente, en: Revista "Sur"  , Número 249 - noviembre - diciembre de1957 /  Seleccionado para el Número 330 - 333 Enero - diciembre de 1972

Gentileza de Biblioteca Nacional Mariano Moreno - Buenos Aires, República Argentina

Link del texto: https://catalogo.bn.gov.ar/F/?func=direct&doc_number=001218322#

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

Email: echinope@gmail.com

Twitter: https://twitter.com/echinope

facebook: https://www.facebook.com/carlos.echinopearce

Linkedin: https://www.linkedin.com/in/carlos-echinope-arce-1a628a35/ 

 

Métodos para apoyar la labor cultural de Letras-Uruguay

 

Ir a índice de narrativa

Ir a índice de Yasunari Kawabata

Ir a página inicio

Ir a índice de autores