ARREGUI por Arregui por Martín Arregui |
1 Una vez Ángel Rama lo invitó a tomar el té. El viejo me llevó. Yo no debía tener más de 17 años. Sin duda le hubiera venido mejor una invitación a cenar en algún boliche, cosa mucho más en su estilo, pero quería reverencialmente a Ángel y llegamos con puntualidad. Ya de entrada la visión de la mesa tendida lo desorientó. Una mesa bien puesta: mantel de hilo, tazas con platillos, demasiados cubiertos... Miró con cierta zozobra aquel intríngulis de porcelanas y compoteras, se sentó con cierta aprensión y encendió un cigarrillo. Inmediatamente comenzó una agilísima conversación que postergó primero e hizo olvidar después el té de marras. El viejo fue poniéndose cómodo. Corrió la taza, alejó la panera y se largó a hablar. Vi que tenia el cigarrillo casi consumido en los dedos y no sabia dónde tirarlo. Miró buscando un cenicero. Ubicó una pieza extraña, con un pequeño orificio arriba. La relojeó dos o tres veces y al fin metió el pucho allí. Ángel estaba ya en plena literatura y esa fue la última vacilación del viejo. A partir de entonces hablaron, se rieron, opinaron y criticaron. Mario fumaba un cigarrillo tras otro y empujaba las colillas con el meñique por el cuellito del cenicero. Horas después Ida detuvo la conversación trayendo la tetera y las tostadas. Ángel, devuelto a la urbanidad, reorganizó la mesa. —Aquí tienen miel —dijo, destapando un pote— mermelada, aquí... —¡Aquí tienen a MARIO ARREGUI!!! Una cataplasma de puchos coronaba un otrora escultural bloque de manteca. —Al acabar yo uno de estos cuentos delante suyo, él con una expresión de risueña desaprobación anunciaba: —¡Este es un hijo de puta! Una expresión semejante a la que mantuvo la noche en que vio “Cometas sobre los Muros". Capagorry, su querido Capita, hacía de Mario Arregui y Mario Arregui lo miraba desde la platea. Falco, Larriera, Piccato, todo un mundo entrañablemente suyo y muerto de muchos años. Mario mirándolos y mirándose, transido y sonriendo en la oscuridad. Su absoluto apego a una cotidianeidad elemental y despojada le llevaban a desconcertarse cuando se veía objeto de fabulaciones. Incluso frente a notas críticas sobre su trabajo trastabillaba sin poder reconocerse del todo en su propio personaje. Auténtica sorpresa. Jamás tuvo un ápice de vanidad. Rechazaba con violencia cualquier cosa que pudiera hacer blanco en ella. Un dia lo llamé por teléfono desde Montevideo. Hada un mes o dos que no lo veía. —Arregui —contestó. —¿Estoy hablando con el gran escritor Mario Arregui? —¿Quién mierda habla? —fue la gruñida respuesta. Mi madre, según cuenta, comenzó a entender con quién se había casado un día que, mirándolo agujerear postes con un taladro, la mecha le saltó. El viejo —entonces un muchachón— puso el pie y la flecha se le clavó en él, sin romperse. Contento de sus reflejos y de su oportuna reacción, se la arrancó, la colocó de nuevo, y luego de dejar a los peones barrenando fue a averiguar el tamaño de la herida. Son muchas las historias de esa vida, en los años “duros” del viejo. Fuerte, desordenado, viviendo solo en medio de libros, botas invariablemente embarradas, trabajando mucho, leyendo mucho, lideando con tractores viejos y chacras grandes. Nosotros, todavía gurises, vivíamos en Montevideo. El venía a vernos cada quince o veinte días. Tiempos de grandes cenas y conversadas con sus amigos en el Sibarita o en el Charrúa, un viejo bodegón que quedaba cerca del mercado. 3 Hace tres años, al volver de un viaje, me vine a pasar unos días con él y me quedé. Lo segundo fue que yo tenia mucho que ver con esto, con el estilo, la cocinada, el vino lento, el conversar de noche literatura o política. Armé un taller aquí, en una parte de esta casona de donde escribo ahora. Tres o cuatro muchachos comenzaron a trabajar conmigo y se hicieron amigos. Uno de ellos, Pedro Virgilio Rocha, le hacía mandados y nos ordenaba en lo posible la cocina. Fue uno de los pocos privilegiados a quién dejó barrerle el escritorio. No más de una vez por año sentía la necesidad de ordenarlo un poco. Esta vez lo llamó y le preguntó si se animaba a ayudarlo. Pedrito, quince años, y que lo veneraba, dijo que cómo no, don Mario, y se armó de una escoba. Fueron juntos a la tarea. El viejo le decía los papeles que debía barrer, y los que había que dejar, como estaban, en el piso. Debía haber cien mil. Los fue señalando de a uno. Ese si, no sirve, ese otro déjalo. Al final “barrieron" cuarenta o cincuenta pelotitas de papel. El resto quedó. Así está esta noche. Pero el viejo acabó muy contento de la “limpieza" realizada. Estábamos juntos, una linda mesa con varios amigos y un gran puchero, la noche que le sobrevino la hemiplejía. Lo último que dijo se lo dijo precisamente a Pedro. — No lo estamos pasando nada mal, ¿verdad Pedrito? 4 Una de las cosas a agradecer a Dora Besonart, su segunda mujer y compañera hasta el último momento, fue el haberle respetado sus “cosas”. Cuando se casaron se repartieron la casa. Una casa enorme, de media manzana. "Desde esta puerta para allá tuya, de la puerta para aquí mía". La casa de Dora, más allá de la puerta, es una casa limpia, ordenada, femenina. Bastaba cruzar esa puerta para entrar en otra donde no se barría casi nunca, donde jamás se lavó un piso, donde un indómito mundo con aliento geológico bramaba entre plantas, ladrillos y maderos. Nunca cocinó en otra cosa que un primus. Nunca se preocupó por sábanas ni toallas. Tenia un vaso, un tenedor, un plato y un cuchillo que amaba. Le eran indiferentes cualquier otros, del material, forma o procedencia que fueran. Al tino de Dora se debe también una historia sublime. En un momento se le habían cruzado dos negras en la vida. Una, personaje de un cuento que escribía, y que lo desvelaba. La otra vendía entradas en el cine. A veces iba a mirarla diciendo sin ningún pudor que se iba a mirar su negra. Una noche volvió tarde. También aprovechaba para ver un trozo de película o conversar con el dueño del cine, gran amigo. Volvió tarde y encontró a Dora dormida. La despertó. —Ché Dorita, decidí preñar a la negra, ¿qué te parece? —Bueno viejo, está bien, pero no tenés por qué decírmelo —respondió semidormida Dora. —La negra del cuento... —Aclaró el viejo. —Ah... —dijo Dorita. 5 Vivió siempre entre dos mundos, dos sistemas diferentes. El permanente lector de Proust, de Gide, el buceador de Huysmans, el tipo capaz de recitar de memoria grandes trozos de Neruda o Machado, el desmenuzador de Borges, Cortazar, el que se abismaba ante Malcom Lowry, el impenitente recorredor de Gómez de la Serna y Carpentier, el apasionado de Faulkner, sabia mucho de alambrados, de motores y de vacas. No tuvo nada —como a menudo ocurre— de esa figura un poco aristocrática que supone un hombre culto, con firmes raíces en lo ciudadano, dirigiendo tareas de campo. Fue realmente un chacarero, un agricultor que no miró desde el auto la chacra hecha, sino que sopesó los terrones en la mano para ver el trabajo del arado y la necesidad o sobra de agua. Que subió a los tractores y aró, que recorrió el campo a caballo y curó bicheras, que sabía de caballos. Apasionado cabañero creó una buena y numerosa cabaña de ganado holando. Pasó a veces la noche entera, en medio del campo junto a un animal parturiente, armado de un libro y un farolito a kerosene. Aun cuando esa cabaña creció hasta contar con algunos cientos de animales, siguió conociéndolos de a uno. Los conocía por la pinta, de lejos. Les sabía padre y madre, abuelos, enfermedades y nietos. Estos últimos años, luego de los cuarteles y sus consecuencias cardiacas, dejó de trabajar afuera. Alejandro pasó a encargarse definitivamente de todo. Recogió el amor del viejo por los bichos y las chacras. Un orgullo muy especial — literalmente se inflaba— sintió Mario ante ello. Ahora, en sus frecuentes visitas a la estancia preguntaba por este o aquel animal. Alejandro le daba ios datos, también de memoria, también conociéndolos ya de uno en uno. Por fin sus mundos se habían deslindado un poco. Eran conmigo las largas conversaciones literarias, con Alejandro la farragosa —inexplicable para mí— disquisición acerca de las virtudes o cuidados a tener con algún padre de. cabaña que, en estos tiempos ae inseminación artificial, además de muerto en tierras remotas, había que rastrear por antecedentes computerizados. En la otra punta de su vida, los espaciados y constantes viajes a Montevideo, las pesquisas de libros, los amigos de “allá", las reiteradas visitas a casa de Vanina, hija que le dio el primer anhelado nieto como regalo de cumpleaños, y con quien intercambiaban regalitos de enamorados. Ella algún objeto que le gustara, un libro, una botella de vino que luego quedaba como botella de agua, o candelabro, él laboriosos dulces que anticipaba a sus viajes. 6 Supe que lo estaba acompañando en sus últimos años. No era todavía un viejo pero tenia el cuerpo gastado. Con un marcapasos había superado serias crisis cardiacas, pero se le veían, sobre todo, las cicatrices de una vida sin cuidados para con el “hermano asno” como llamaba a su cuerpo, con palabras de San Francisco. No se habituaba, por otra parte, a las necesarias consideraciones de la vejez. Un fenómeno curioso marcaba actitudes distintas entre su permanente desafío al cuerpo, al “aguante", y a su cabeza. Se diría que cada uno era tratado de acuerdo a leyes propias de esos mundos diferentes. Con el cuerpo se metía. Lo obligaba y lo exigía. A la cabeza, y lo que dentro de ella había, lo respetaba con calma y tolerancia. Jamás lo vi angustiado. No tuvo siquiera impaciencia ante si mismo. Pocos saben las duras condiciones en que escribió lo que escribió. Sabiéndolo, su obra tiene, además del valor intrínseco, ser testimonio de tesón y esfuerzo. Es inconcebible un peor mecanógrafo, si es que puede llamársele mecanógrafo o alguien que teclea, un golpe cada diez o quince segundos, con un solo dedo y buscando cada letra en el teclado. Para colmo tenía —en eso— la manía de la pulcritud. Una palabra mal escrita, una letra corrida, implicaba casi siempre rehacer la página. Hacía de ese modo, con paciencia infinita, sucesivos borradores. Luego los corregía a lápiz. Primero de grafo, luego rojo, por último azul. Empezaba entonces otra pasada en limpio. Podía hacer diez, doce, veinte. Cuando daba por terminada una página no había una coma, un acento, que no estuviera alli por razonada convicción. Era desesperante oírlo teclear, pero sus mecanismos de trabajo, su sabiduría artesanal, su permanente consulta al diccionario o a la gramática, su preocupación por “orientar" cada idea (podía releer tres tomos para situar exactamente algo que quería insinuar en cuatro palabras) hablan de un profesionalismo envidiable. Mérito aun mayor cuando se sabe que escribió sólo por vocación. Jamás ganó dinero con la literatura. Cuando acababa algo quedaba radiante. En general afirmaba durante un tiempo que era lo mejor que había escrito. Se declaraba entonces en vacaciones, y pasaba semanas sin hacer nada, leyendo, distendido. Sabía que no era talentoso. Creo que sabía perfectamente lo que era y lo que no era. Todo lo que escribió llega exactamente hasta donde él podía llegar y lleva el sello de esa conciencia. No se metió jamás con novelas, ni con poesía, ni con nada que estuviera fuera de su alcance natural. El espectáculo de un caballo indómito — me dijo una vez— libre y suelto, galopando a su capricho por el campo, es siempre un espectáculo cautivante. El de un caballo sudoroso enganchado a un carro, no tiene nada de hermoso. Sin embargo es el caballo que sirve, y el espectáculo que importa. Tengo en ese sentido una convicción que también fue suya. La literatura fue para él un carro, del que se enganchó y tiró, de acuerdo a sus fuerzas y con total conciencia. "Si no salió mejor es porque la medida no me daba para más". Durante años, con dedicación de alfarero, tocó y retocó sus cuentos, esforzándose en "darles de sí lo más posible. Aceptaba, en ese y otros sentidos, sus límites. Fue comunista siempre. Tenía un visceral rechazo por todo sistema de valores que proviniera de la burguesía o de la “derecha". No fue un ideólogo ni un dirigente. Mantuvo sin vacilaciones una actitud de entereza y coraje. No petuló de ser incuestionablemente valiente y estableció esa diferencia con precisión en "Un cuento de coraje", escrito especialmente para su entrañable Marcha, ya amenazada, como reconocimiento a una actitud que valoraba más que al aventurerismo, que a la valentía temeraria. Era cuidadoso con las ideas y puntilloso con el lenguaje. Podía buscar días enteros una palabra, o podar una idea con cuidadosísimo bisturí, para dejarla clara, sin posibilidades de mala interpretación. Trabajó, y mucho, con las manos, y esa era también una forma de reivindicación de una tarea que estuvo unida, en otras épocas, a condiciones de baja categoría social. No más de una docena eran sus objetos queridos. Un viejo y macizo sillón donde escribía, esta máquina desde la cual tecleo, antigua Corona que le regaló su madre, una piedra robada al cementerio judío donde está enterrado Kafka y que atesoraba, su primus, sus árboles y libros, algún sacón, un par de botas que trajo de Praga. 7 Aceptaba, en ese y otros sentidos, sus límites. Fue comunista siempre. Tenía un visceral rechazo por todo sistema de valores que proviniera de la burguesía o de la “derecha". No fue un ideólogo ni un dirigente. Mantuvo sin vacilaciones una actitud de entereza y coraje. No petuló de ser incuestionablemente valiente y estableció esa diferencia con precisión en "Un cuento de coraje", escrito especialmente para su entrañable Marcha, ya amenazada, como reconocimiento a una actitud que valoraba más que al aventurerismo, que a la valentía temeraria. Era cuidadoso con las ideas y puntilloso con el lenguaje. Podía buscar días enteros una palabra, o podar una idea con cuidadosísimo bisturí, para dejarla clara, sin posibilidades de mala interpretación. Trabajó, y mucho, con las manos, y esa era también una forma de reivindicación de una tarea que estuvo unida, en otras épocas, a condiciones de baja categoría social. No más de una docena eran sus objetos queridos. Un viejo y macizo sillón donde escribía, esta máquina desde la cual tecleo, antigua Corona que le regaló su madre, una piedra robada al cementerio judío donde está enterrado Kafka y que atesoraba, su primus, sus árboles y libros, algún sacón, un par de botas que trajo de Praga. 8 En estos últimos años era frecuente verle una expresión sorprendida, con mucho de ternura y desconcierto al ver su vida hecha. Nosotros, sus hijos, ya hombres. Los nietos escolares, una obra que — a pesar de que nunca hizo por ella más que hacerla— iba afirmándose. Años que estuvieron poblados de imágenes como la de aquella noche de “Cometas". Como la de verlo parado, con lágrimas en los ojos, ante alguna de las primeras manifestaciones que presagiaron la caída de su odiada dictadura. Odiada día a día, con cuerpo y vísceras. Estaba gestionando un viaje a su amada Cuba cuando murió. Amó LA REVOLUCIÓN devotamente, como a un hijo, así como amaba, con amor de hijo, a la Unión Soviética. Estos últimos meses había empezado a venir de nuevo gente a la casa. Durante años no se acercó casi nadie. Ser EL comunista del pueblo no lo convertía en oportuno anfitrión. Un amigo perfectamente conocido en el pueblo e insospechado de ser, siquiera, izquierdista, acabó preso unas horas por tomar un café en su mesa. Otra vez, en ese mismo café al que iba casi todos los días al caer el sol, le pusieron un revólver en la cabeza. Un cacique fachistoide y borracho mandó a uno de sus guarda espaldas a echar al “mugriento comunista ese". —Váyase de aquí! —le gritó el macaco de turno, apuntándole a la frente. —No me voy un carajo. —¡Le pego un tiro! —Tirá, cagón. No pasó nada. Siguió tomando café, pero por supuesto solo. Ahora había aparecido en el pueblo una linda gurisada frentista y se le acercaba. El, con cierto aire patriarcal, les destinó muchas horas en conversaciones aquí, en la casa, o en el comité, al que iba día a día a menudo de bastón y sin duda orgulloso y resarcido. La gente del pueblo lo saludaba cariñosamente. El estaba contento. Durante años el mero saludarlo implicaba ya un compromiso y, aun respetado, esos saludos no eran, como ahora, seis o siete por cuadra. No sé si lo notó o no. En todo caso no dijo nada, ni antes ni después. Sabía mucho de Historia Nacional, y explicaba a Batlle, Herrera, Frugoni, a Saravia. Se los explicaba a los muchachos y a menudo una reunión citada para temas concretos terminaba en una larga charla, muy llana, muy marcada por las preguntas de esos muchachos de eblo recién llegados a la izquierda, a os umbrales de una conciencia social mal informada. Les hablaba de la Guerra de España, llaga que le acompañó la vida entera, del nazismo. Se levantaba de la mesa, iba a la biblioteca, traía un libro, les leía algo, y seguía hablando. 9 La muerte, que le inquietaba mucho más como problema que como amenaza, le sobrevino al cabo de veinte días, luego de una muy seria hemiplejía cuya recuperación le hubiera significado una crueldad espantosa. Sin poder hablar, sin poder caminar y con sólo una mano útil no hubiera sido él. Unos días antes nos habíamos estado divirtiendo con una definición de hemiplejía que había recogido del léxico local: “Al hombre le dio la repentina, lo agarró de lau y le mató media res ... Una buena prueba de la amistad inquebrantable que lo unió a esenciales amigos fue la presencia de Maneco en esos días de sanatorio. Su primera visita, cuando se acercó enfundado en una obligada túnica blanca a la camilla de CTI en que estaba enchufado Mario, dice mucho de ambos. Maneco se acercó con paso liviano, lo enfrentó con cara de encuentro callejero y lo abrazó anchurosamente, diciéndole que lo peor ya había pasado. Se sonrió, puso tono de complicidad y agregó: —Dicen los médicos que te vas a recuperar bien. Que vas a poder hacer casi todo lo que hacías, pero el caso es grave y tal vez no puedas volver a ser comunista... El viejo se las ingenió para que la expresión del ojo que dominaba fuera del más soberano desprecio y del más total desafío. Luego le agarró fuerte la mano. Maneco se despidió sonriendo y se dio vuelta apurado. Al cruzar la puerta lo atragantó el llanto. —¡No me vio llorar! —dijo, ya afuera, llorando. Noble y gran Maneco. Infinitas veces la inteligencia luminosa y ferozmente rápida de Maneco le había deparado tomaduras de pelo más o menos crueles. A lo largo de cuarenta años una especie de pacto subterráneo en identidades incorruptibles impidió que esos chistes, diferencias ya mayores, incluso errores serios pero considerados siempre como circunstanciales, hicieran mella en esa amistad. Un fenómeno semejante sucedió con otros amigos, de quienes nada logró separarlo. 10 Tal vez haya dos dimensiones, o más, no sé, en que se quiere a un hombre. En la íntima, en los gestos familiares, la voz, las ganas de preocuparme por él o el cocinarle de tiempo en tiempo, opíparamente, y reconversar cosas, me martiriza saberlo muerto. En otra dimensión tengo con él la misma paz que tuve desde que crecí a hombre. Tal vez la misma paz —no sin melancolía— qué tuvo él ante sí mismo. “Me alegra, Martín —y sábelo— que ustedes vengan después nuestro. Son mejores y están haciendo menos cagadas De las muchas generosidades —siempre a lo vasco— que le conocí, creo que esa fue la mayor. El acompañar del modo más solidario la aventura generacional, sin interferir en ella, con el mayor respeto. La misma fe sin condicionamientos que tuvo para con el Partido. Leyendo esto que he escrito me hubiera corregido sintaxis, ortografía, puntuación. Nada de lo que digo. Aun sobre él, lo que dijera es mi derecho y mi responsabilidad. Hubiera reiterado, a lo sumo: —¡Este es un hijo de puta! Mirándolo muerto, con mucho dolor pero en paz, pensé: “Un varón. Un señor varón. No lloré entonces, ni luego, ni jamás lloraré por él. Sé que otros me acompañan, como se dice, en el sentimiento. |
por Martín Arregui
Publicado, originalmente, en:
Jaque
Revista Semanario - Montevideo, 26 de abril al 3 de mayo de 1985. Año II Nº 71
Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación
Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)
Link del texto: https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/46316
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Mario Arregi en Letras Uruguay
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