Unos versos que no dijo
 cuento de Mario Arregui

Tal vez algún día me sea dado escribir un cuento donde jueguen o se asomen aspectos de mi amigo Manuel, uno de los seres más singulares que conozco, una de las almas más simples y profundas que creo adivinar. Mientras tanto, valga el relato de un sucedido del que la otra noche fui testigo.

Manuel parece estar, desde hace años, en el umbral de la vejez, y quizá demore años en pasarlo. No trabaja y nunca trabajó; con casa y comida puede contar, tabaco y yerba consigue y algún peso le dejan caer sus hermanos. Viste muy pobremente y camina y habla sin energía y no ha habido, que se sepa, mujeres en su vida. La gente lo considera un poco falto y son muchos los que lo llaman "el loco Manuel"; cierta parte de loco, de loco manso y bueno, es innegable que tiene. Provoca a veces un tipo especial de lástima, un confuso sentimiento que nos hace pronunciar "el pobre Manuel", pero no sé si más de uno no le envidiamos, con envidia que ni a nosotros mismos nos decimos, la paz interior que evidentemente lo asiste... Camina al azar por las calles del pueblo y se detiene cien veces por día a conversar con amigos y conocidos; las enfermedades y la política (entendiendo por política una serie de niñerías a propósito del partido blanco, tal vez su mas grande devoción) le proporcionan los temas dominantes. Algunas mañanas se sienta en un banco de la plaza a deletrear el diario (no ser del todo analfabeto es uno de sus pocos, tímidos orgullos) y los domingos y los días lluviosos hace largas visitas a sanos y enfermos. Una jornada entera de su vida puede estar destinada, por ejemplo, a conseguir que alguien le regale un perro, para llevárselo a otro alguien que un perro le encargó. Cierta vez llegó a mi casa con un atado de trapos viejos y me dijo:

"Son para tus gurisitos; ahora viene el tiempo de las cometas y a lo mejor precisan trapos pa las colas".

La otra noche, ya tarde, lo encontré al doblar una esquina. Me saludó con su sempiterno afecto, me ofreció tabaco (inveteradamente ofrece el paquete de tabaco en seguida de dar la mano), me dijo que iba a un velorio y me pidió que lo acompañara.

-¿Quién murió? - pregunté.

Respondió con un nombre para mí desconocido y volvió a pedirme que fuera con él.

-No -dije---. Me voy a dormir.

-Era un hombre bueno -argumentó-. Vivía afuera; vos tal vez lo conociste.

-No; no me acuerdo.

-A lo mejor era medio amigo del finau tu papá - siguió argumentando.

-No sé...

-Acompañame, igual. Ta lindo pa caminar.

-Usted se va a quedar hasta la madrugada, en fija y yo mañana tengo que levantarme temprano.

-¿Pa qué?

-Tengo que hacer.

-Vos trabajas de más; un poco tá bien, digo yo... Mirá: vamos un ratito, nomás; saludo a los dolientes y nos venimos, te garanto... Al muerto poco lo conocí. El pobre era colorau, me dijeron; pero cada cual es dueño.

-¿Queda lejos?

-Queda retiradito, sí. No es nada: vamos prosiando.

-Pero yo...

-Acompañame. ¿Vamos?

Acepté. Acepté porque la compañía de Manuel me es buena, la noche estaba acostada y quieta, querendona, y el irse a dormir es siempre una claudicación.

Una calle llena de barro seco; al final, casi enfrente a la luz en derrota del último farol, tres ranchos en la sombra y el llamear de un fuego bajo unos árboles.

-Ahí es -dijo Manuel-. El pobre finau murió de repentina, dicen - agregó con una voz que, levemente, ya no era la misma que aquélla con que me había venido hablando por el camino.

Uno de los ranchos estaba cerca de la calle; los otros dos, más atrás y en una misma línea; el fogón, al fondo del predio. Vi negras siluetas de caballos, seguramente maneados. Oímos voces.

-No se demore, don Manuel - creí necesario advertir.

-Un ratito. . - No es muy tarde.

Habían puesto el cadáver en el primer rancho; vi al pasar el cajón y las velas y alcancé a distinguir dos mujeres sentadas y un hombre de pie. Dos perros nos salieron al cruce y uno de ellos nos ladró.

-Lindo cuzquito - dijo Manuel, que en aquella oscuridad nada podía apreciar del pequeño bulto ladrador.

Un hombre que me pareció viejo emergió de uno de los ranchos de atrás y nos invitó a pasar. Manuel lo siguió y entró tras él. Yo me quedé mirando lo poco que podía verse. El viejo reapareció y me dijo:

-¿No dentra?

-No gracias. Me voy a arrimar al fogón.

-Allí hay mate.., y a lo mejor queda caña -dijo el viejo, y volvió a desaparecer por el rectángulo de débil penumbra que marcaba la puerta en la pared muy negra del rancho.

Era noche de estrellas empañadas. Las voces provenían de los hombres que rodeaban el fuego. Caminé unos metros y me detuve cerca de los árboles; allí el barro era pegajoso, resbaladizo. Tal vez campo y sólo campo había más allá del linde del predio. Pensé que velorios así, con barro y noche abierta, campo al lado y como al acecho, perros y caballos, árboles, fuego... se integran a un orden elemental y son, por tanto, infinitamente más de verdad, más ceñidos a la muerte, que los velorios en casas con zaguanes, baldosas, claraboyas... Seguí caminando hacia el fogón pero me detuve de nuevo antes de llegar a él; parado a cierta distancia, fumando, contemplé las llamas con un bienestar que sentí más viejo que yo. Uno de los hombres que las rodeaban me reconoció -no sé cómo- y me llamó por mi nombre. Alguien me pasó un mate y otro una botella de caña, notoriamente aguada. Hablando con uno que había conocido mucho a mi padre estaba, cuando -un rato después- llegó Manuel. Saludó a todos, hizo circular su paquete de tabaco y me dijo con mansedumbre: 

-Vamos, si querés... digo yo.

Advertí que su deseo era quedarse; yo tampoco quería irme pero me puse de pie. 

-Sí, no hay más remedio - le dije como pidiéndole disculpas.

Nos despedimos y nos dirigimos a la calle. Los perros nos salieron otra vez al cruce pero no nos ladraron. Al pasar junto al rancho del frente, miramos hacia adentro. El muerto -esas cosas alguna vez suceden- se había quedado solo. Manuel se detuvo de golpe y dijo:

-Ta solo. Esperame.

Y entró y se paró muy derecho al lado del ataúd. 

Yo permanecí en la puerta; no entré porque siempre sentí como una indiscreción malsana y una especie de violación de secreto, y hasta de hurto alevoso, escudriñarle la cara de muerto a alguien cuyas caras de vivo no conocí. Mas no pude dejar de ver, a pesar mío, la nariz del yacente, esa invicta, desvelada nariz apuntando al techo de la última noche sobre la tierra y primera en la otra gran noche de la muerte; delante de la nariz, me pareció, un bigote blanco. Para no mirar más, desvié los ojos hacia Manuel, y vi que estaba rezando; toda su cara tenía gravedad y piedad; movía rápida, atareadamente los labios murmurantes. El hecho, que en un primer momento miré como natural, me produjo en seguida cierto estupor y bastante curiosidad. Casi hermosa de tan seria la cara un poco tosca de Manuel. Aquella actitud, aquella imagen o estampa que no encajaba en la idea que yo tenía de él, contradecía mi pretensión -sin duda abusiva, como tales pretensiones lo son- de conocerlo hasta la imposibilidad de ser asombrado por sus cosas. "Que raro me dije... Seguir observándolo era también una indiscreción: salí a la calle.

Más oscura que antes se me antojó la calle, más acorralado y vencido el farol de enfrente... Uno siempre sale de los velorios socavado de inconsistencia y de soledad; quizá por eso y para defenderme, fue que busqué un lugar desde donde mirar sin el estorbo de los árboles la fogata que congregaba hombres allá atrás de los ranchos. Al cabo de unos minutos de estar inmóvil, sentí frío. La imagen de Manuel moviendo con unción los labios junto al ataúd no se alejaba de mí. Me dije que él mantendría la guardia mientras no lo relevaran, y temí una larga espera. (Ni siquiera se me ocurrió volverme solo.) No, no va a demorar -pensé en seguida-; esa desidia tan grande no está en el alma de esta gente y sólo puede ser accidental. Este pensamiento tuvo su confirmación inmediata en la voz de Manuel, a mi lado y sorpresiva: 

-Vamos, don Marito.

Echamos a caminar, en silencio ahora. Aquella imagen seguía asediándome con tenacidad. No suelo ser muy averiguador pero me decidí:

-¿Estuvo rezando, Manuel?

La oscuridad me impedía verle la cara; juraría, sin embargo, que vaciló y cerró los ojos para pensar antes de responder:

-No... La finadita mamá murió cuando yo era muy chico: no sé ni un rezo.

-Me pareció...

Otra vez silencio. Era arduo el barro seco en la tiniebla en cuesta, arriba de la calle.

-Pero yo, don Manuel -insistí-, vi talmente como que usted rezaba. No me diga que no.

Como cansada, igual que siempre, fue su voz:

-Anduve un momentito buscando un rezo, sí... por si acaso..., porque hay que decir algo... digo yo; pero no encontré nadita... ¡Cristiano poca cosa que soy!...

Hizo una pausa; no sé si iba a continuar o no; tal vez innecesariamente, lo apuré:

-¿Y entonces?

Entreparó sus pasos.

-Bueno... Lo que hice, te viá decir... - comenzó.

Y con toda naturalidad me contó que había repetido varias veces lo único que su memoria supo ofrecerle: unas coplas aprendidas en la escuela, unos versos que no dijo pero cuyo solo nombre alcanza, algo que nombró "la marchita del gallo pelau".

cuento de Mario Arregui

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                     Mario Arregui en Letras Uruguay

 

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