Un cuento de fogón
cuento de Mario Arregui

Nicodemo Carrión perdió una noche cuatro caballos — mejor dicho, una yegua y tres caballos.

De su tropilla compuesta de cinco unidades sólo le quedó el tordillo sabino, un mancarrón chafalote cuya única virtud era un sobrepaso rendidor. El pobre tordillo no se fue con sus compañeros o colegas por la suficiente razón de que estaba bien atado al palenque del comercio de Elías Ayup —“Ramos Generales”—, donde Nicodemo pasó la noche bebiendo, en este orden, vino tinto, caña y ginebra, y perdiendo al monte los no muchos pesos que tenía en el cinto.

Parado junto al palenque y como a la orilla de la luz de un amanecer todopoderoso, con el cinto vacío y el regusto de la última ginebra en la boca, con los ojos todavía llenos de oros, copas, espadas y bastos, Nicodemo Carrión, de profesión tropero, paseó y aguzó la vista en busca de sus herramientas de trabajo. El campo salía de la noche con viejo desgano, y no había en él más caballo que un petizo bichoco, de esos que se largan a los caminos para que mueran su muerte. Nicodemo dio lentamente un cigarrillo y se lo puso en la oreja. “Deben estar cerquita, nomás”, se dijo sin inquietarse, mientras ajustaba la cincha al tordillo, que había dejado ensillado. Encendió el cigarrillo y montó y partió al sobrepaso, ahora en la dura luz creciente.

Durante toda la mañana y buena parte de la tarde campeó en vano a los perdidos; recorrió los dos potreros abiertos de los vascos Arregui, investigó las barrancas y el pajonal del arroyo Curupí, llegó al final de la calle alambrada de los Estomba, casi hasta el final del camino encallado que llevaba hasta no lejos de la estancia del gringo Filippini... Perplejo y hambriento, galopó y trotó después —unas tres leguas escasas— el camino del poblado donde vivía.

La mujer de Nicomedo se llamaba María y recibió a su marido con el malhumor de costumbre pero cumplió con diligencia la tarea inmemorial de dar de comer al hombre. Nicodemo le contó la inexplicable desaparición de los caballos y calló su mala suerte en la timba.

—Es el colmo perder los caballos — gruñó María.

Nicodemo no replicó y tendió el recado en la cocina del rancho y se acostó a dormir. Soñó con caballos sueltos y con monedas escondidas y con caballos que eran y a la vez no eran los de la baraja, soñó, muy confusamente, con una especie de limbo donde todos los caballos del mundo estaban entropillados por un inmenso ojo equino sin párpados soñó, hacia el alba, con un potrillo malacara que se mostraba brotando del suelo y se ocultaba en seguida detrás de una pequeña mata de paja.

Junto con el sol salió a proseguir la búsqueda; regresó después de la mediatarde, él y su tordillo cansado, casi furioso, más que perplejo.

—Esto es cosa de brujería — dijo a su mujer, que asintió con gravedad.

En la tardecita, y por consejo de María, se di rigió al rancho de doña Viviana, curandera y adivina.

—Dentrá nomás, m’hijo — dijo la vieja Viviana.

Los fulgores del último sol invadían la pieza por una ventana estrecha; el rancho era pobrísimo y milimétricamente ordenado y aseado.

—Acercate. Sentate en ese banco, si querés.

La vieja —chiquita, viejísima, con algo de lechuza en los ojos que eran de alguien mucho más joven— estaba en una cama de hierro enorme para ella, semisentada, apuntalada por una pirámide de almohadones. Pronunciaba con voz tenue pero nítida.

—Vos no estás enfermo —dijo—. Haceme un cigarro, si tenés tabaco; yo tengo las manos muy tembleques.

Había cierta cosa insondable —que, por supuesto, Nicodemo no registró— en la vejez de la curandera, en la ceniza y las pequeñas brasas obstinadas de la larga vida vivida en intimidad con la enfermedad y la muerte ajenas y en la casi inminente muerte propia, allí, como ocupando los vastos espacios libres de la cama, segura y sombría, golosa pero no impaciente, tal vez mantenida a raya por la sola voluntad de vivir de la vieja, por una familiaridad profunda que le era inhibitoria, por la insomne intensidad de la mirada alechuzada...

—Toy sano —dijo el hombre, liando el cigarrillo-. Vengo porque perdí cuatro caballos.

—Una yegua y tres caballos —rectificó doña Viviana—. Dameló prendido, m’hijo.

Nicodemo no se asombró demasiado pero sintió un ligero vértigo.

—Cierto — dijo.

La cara infinitamente arrugada de la vieja no tenía otra raza que la de la extrema vejez; sin embargo, la nariz aplastada por donde expelía el humo muy blanco del tabaco brasilero, contrabandeado, revelaba una dosis grande de antigua sangre negra o india.

—Tu padre nunca se quedó de a pie — sentenció, y Nicodemo (que sabía todo lo que significaba esa frase que quizá mi lector urbano no sepa medir) se sintió hondamente humillado:

—A mí me quedó el sabino — atajó con brusquedad.

—Eso no cambia el evento. ¿Cómo son tus caballos?

—¿Usté no sabe? — desafió, hosco, Nicodemo.

—No te amosqués, m’hijo; tu padre era tu padre y vos sos vos. Decí cómo son tus caballos.

Nicodemo se amansó y recitó con ritmo de trote:

Una yegua zaina tapada, bastereada, marca una argolla con un gancho; un zainito chico, hijo ‘e la yegua, medio estrellero, güen caballo pal campo, orejano; un bayo cabos negros, güenazo, bien plantau, muy ventena, marca una cruz con dos travesaños rabones; un matungo morrudo tirando a pangaré pero medio lobuno, -marca borroneada, que le compré al finau turco Yafar, el mercachifle, y que tuavía se le notan las peladuras ‘e los tiros y la pechera.

La vieja terminó el pucho en silencio y se lo alcanzó a Nicodemo y pidió:

—Tiralo pal patio, hacé el favor.

Nicodemo obedeció y vio sin mirar el borbollón del sol caído debajo del horizonte.

El rojo naranja de ese borbollón ya no entraba por la ventana estrecha; la voz tenue evocó en la penumbra:

—Hombre alarife, tu padre. Dormía poco... y no dejaba dormir. Era durón con los machos y blando con las hembras; a mí nunca me levantó la mano... La pobre tu mama no supo lidiarlo.

Rápidamente, en el silencio, la penumbra se hacía sombra entretejida.

—¿Y qué le calcula a mis caballos? — aventuró Nicodemo.

Poco tardó la respuesta, desde la casi oscuridad:

—Buscalos en la calle ‘e la estancia ‘e Filippini.

—Ya los busqué.

—Buscalos allí, m’hijo... Ahorita me prendés esa candela y te vas.

 

Muy temprano, noche aún, partió nuestro hombre hacia la estancia del gringo. Pese a que la cu­riosidad lo trabajaba como picazón de ortigas, cuidó de no sacar del sobrepaso al tordillo, para quien la noche había sido poca para comer y descansar. El sol de noviembre le salió, límpido, a eso de legua y media del poblado. Media más adelante, tomó el camino encallado que se internaba en las posesiones del hijo de genoveses. La calle empastada apenas ofrecía un trillo débil y por trechos desdibujado, y era angosta y recta, flanqueada por dos excelentes alambrados de ley. Vio novillos con reluciente peleche de primavera y gordura de eunu­cos; vio vacas y ovejas que pastaban gregariamente en las laderas y los bajos de potreros bastante quebrados; vio toros que, un poco disidentes de los rodeos, rumiaban esperando el estro de sus hembras; vio un hermoso potro colorado —enardecido su color por el sol matinal; dejado para padrillo o simplemente todavía sin castrar—, que se precipitó hacia él en una anhelosa averiguación del sexo del sabino y lo escoltó alambrado por medio y galopó repetidas veces en círculos y volvió cada vez, lanzando relinchos de reclamo y otros que quizá fueran puteadas a los alambradores implícitos, a gol­pearse contra los piques y los postes y a hacer bordonear los alambres. (No había visto aún y no vio, y no vería hasta cerca del mediodía-, un ser humano cualquiera.) Había nacido en el poblado y había vivido sus casi cincuenta años en medio de lo que veía y estaba hecho a la medida de ello; ni del modo más larvario o rudimental podía pensar en la soledad íntima y perfecta y oscuramente enemiga del campo sólo campo, ni en la minúscula anda en la eternidad que es un animal comiendo en un tiem­po que para nosotros significa horas y para él no pasa, ni en la paciencia taimada del toro y el ímpetu inocente de un potro entero que concibe la posibilidad de la cópula, ni en el atroz vejamen que constituye la castración y el algo —mucho- de sacerdote de un culto malvado que adquiere un hombre en acto de castrar, ni en cómo se diluye la idea de Dios en una Naturaleza rica y elemental, ni en otras varias cosas más o menos como éstas. Pensó en cambio, que al colorado sería conveniente caparlo en el menguante de enero y empezarlo a palenquear y a amansar de abajo pa la dentrada del invierno, que las ovejas (justo en días de ser esquiladas) de aquel gringo progresista y avaricioso criaban lana como yuyos, que cada novillo de aquellos cargaba carne como para matar el hambre a sinfinidá de cristianos comilones... El tamaño y la calidad de su esperanza de encontrar los perdidos es lo que no podemos saber, porque ni él mismo lo sabía con precisión. Pero cabe conjeturar que ella era grande y que tenía más bien firmeza: estaba avalada por la confianza en doña Viviana, o por la leyenda que la vieja había como segregado a lo largo de su larga vida. Recordaba Nicodemo que en sus búsquedas no se había asomado —¿por qué?, se preguntaba— hasta el fondo mismo de la calle, hasta la hondonada donde ésta terminaba incontinuablemente en dos porteras —una para vehículos y jinetes, otra para tropas— cerradas con candados, como corresponde a porteras de gringo. “De fija qu’están en las porteras —se decía y volvía a decirse, como para convencerse—, costiando pa l’aguada”.

—Dos días sin tomar agua: güen castigo — llegó a murmurar en una ocasión.

Allí estaban, efectivamente. Los vio desde la cuchilla y

—¡Qué vieja bárbara!

exclamó en voz alta, y descendió la ladera en el pri­mer galope del día, corto y sofrenado porque la pen­diente era mucha.

El tordilllo emitió relinchos de salutación que sólo obtuvieron una breve respuesta de la matronil aunque bastereada yegua zaina.

Nicodemo sujetó en el plan del bajo y quedó contemplando a los encontrados.

—¡Qué vieja bárbara! —repitió—. ¡La puta que la parió! — agregó en voz más alta y con más admiración.

Recíprocamente lo contemplaron un momento —sin aire culpable, o como pretendiendo delegar cada uno en los otros su cuota parte de culpa o verterla en una pálida culpa colectiva— la zaina madre, su hijo el zainito chico, el arrogante bayo cabos negros que siempre estaba como descifrando mensajes secretos en los vientos, el resignado ejemplar de equus caballus cuyo color de pelo era discutible y que aún mostraba los estigmas de los arreos de un carro que vendiera ropa y baratijas.

El tordillo sabino —famélico tras días de andanzas y noches de mal comer— aprovechó la oportunidad para robarle grandes bocados de buen pasto al gringo Fillippini.

 

Doña Viviana no se encontraba en la cama sino acuclillada como una momia incaica en un banquito casi rastrero, tal como la habían dejado las vecinas voluntarias que le hacían la comida y le limpiaban la vivienda; tenía una mirada que no miraba nada o miraba para adentro y un mate temblón en las manos de osamenta.

—Aparecieron los caballos — anunció Nicodemo desde el vano de la puerta.

—Dentrá y sentate. Haceme un cigarro.

Los ojos de la curandera y adivina, en la luz de la tarde joven, aparecían más reducidos y menos intensos que en la tardecita anterior; si bien tan arriscadamente vivos como entonces, se veían además un poco neblinosos, a causa, sin duda, de la crudeza de la luz y del humo de marlos del brasero.

—Sirvasé — brindó Nicodemo el cigarrillo encendido.

—Cebá vos el mate.

La conversación fue un tanto errabunda y tuvo muchos pozos de silencio y duró hasta cerca del anochecer.. Versó sobre otros caballos perdidos y encontrados y no encontrados, sobre muertes violentas donde se entreveía el dictamen del destino, sobre el carácter áspero pero con ojos de agua del viejo Carrión, sobre si los lobizones que violan mujeres pueden preñarlas o no... Después de una pausa larga, Nicodemo se decidió a pronunciar que quería pagar la gauchada y pidió a la vieja que le dijera qué se le ofrecía.

—Debería cobrarte una gallina gorda —dijo ésta—, y te la cobraba si no jueras hijo de tu padre.

—Se la traigo mañana.

—No la quiero; si me la traés no la como. Te la perdono.

Nicodemo agradeció y se despidió y volvió a agradecer. Trasponía la puerta cuando la voz tenue lo llamó:

—Carrioncito.

—¿Qué?

—Te perdono también la putiada que m’ echaste.

cuento de Mario Arregui

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