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(A propósito de la reinauguración del teatro Solís) 

Jorge Arias

ariasjalf@yahoo.com

 

Desde la mañana o aún desde la tarde anterior los curiosos se arremolinaban alrededor del teatro Solís, que como una crisálida en su día de luz dejaba caer sus envolturas de zinc mientras una mano invisible volteaba los vallados amarillos. Se desembarazaba de gruesos cables de varios colores, comenzaba a estirar columnas bajo toda clase de luces y a respirar el aire de la tarde de un invierno benigno, que no quiso arruinar la fiesta inminente con chubascos o ventolinas. Hacia las ocho de la noche, bajo las luces deslumbradoras que recibían su renacimiento, colocada ya la alfombra roja y bajo los intensísimos focos de los equipos de televisión se podía entrar, invitación en mano, para llegar a un foyer irreconocible, rodeado de puertas de madera recién lustrada, plásticos relucientes y mármoles recién cortados, que nos hicieron pensar en ciertos estacionamientos europeos ultramodernos, donde todo está a la vista pero es inalcanzable y donde la actividad está restringida a tarjetas magnéticas y circuitos eléctricos.

Cuando entramos, el espectáculo, como siempre sucede, había comenzado ya, con las poltronas rojas del coro lucientes bajo un techo rosa, las lámparas brillando a giorno, el telón de boca allá en lo alto, envuelto sobre sí mismo como lamentando no poder participar en forma alguna; las sillas y los atriles de la orquesta diseminados en el escenario con ese desorden que parece querer disimular que se está armando una orquesta que se moverá por momentos con la precisión de una legión romana. Van llegando los músicos de a uno, con un aire ausente, portando sus instrumentos como al descuido, pese a que con ellos han vivido un romance apasionado durante toda una vida; como si metales, cuerdas y maderas no formaran parte de sus más intensos compromisos, semejantes a esos matrimonios que se pasean algo separados por un parque, quedándose él unos pasos atrás para observar una flor exótica o adelantándose ella para atender las gracias de uno mono, pero que uno adivina unidos por un vínculo indestructible. Los músicos se sientan con laxitud, porque previenen las tensiones extremas que pronto han de soportar, acomodan los miembros; uno toma el arco con una mano aún lánguida, el otro ensaya una nota en la trompeta; el cuadro de la orquesta se va llenando con el mismo azar con que vamos completando unas palabras cruzadas. Se oye un rumor que no es música pero sí sonido de instrumentos musicales y la anuncia, como en el caos de los orígenes del universo la hipotética sopa primordial que según nos dicen, sin el “fiat” de la divinidad evolucionaría hasta darnos un Mozart. El violoncelista canoso toca dos o tres notas, que no son ni una prueba ni parte de una melodía, mientras el virtuoso del fagot acomoda su extraño aparato como un mueble de un país tropical cuya utilidad no es conocida pero que le es misteriosamente familiar.

Estamos en la segunda galería de tertulias, sobre un asiento que nos recuerda la percha de un papagayo, porque tenemos que apoyar los pies en un barrote de hierro para poder sentarnos. No se ve todo el escenario, y menos aún toda la platea, y sí se ve buena parte del público de los palcos bajos y de los palcos de tertulia. El teatro es espectáculo por todas partes y no sólo desde el escenario; y los espectadores, que nada saben, no son menos oficiantes que los sabios músicos. Unos y otros, flotan a diversas alturas y se ven en una perspectiva nueva que suscita el interés, la curiosidad y el pensamiento. Podríamos decir que en la vida nos sucede lo mismo, que aun de los seres queridos, y que nos son más cercanos, conocemos sólo una de sus muchas facetas, la que se ha pulido y espejado para nosotros; y no es mala representación de este vivir a tientas, entre lados brillantes y lados oscuros de la Luna, esa metáfora de las sombras en la caverna de Platón, quien también nos cuenta que Tales de Mileto cayó en un pozo por sólo mirar las estrellas del cielo. ¡Es tan poco lo que vemos y a través de tantos lentes!

Pero comienza el concierto, con la orquesta a nivel del piso del escenario, y sabemos que está suspendida sobre un enorme foso que convierte al Solís en un teatro comparable a los del primer mundo. El programa ha sido confeccionado en base a las piezas más populares del repertorio lírico, como "La donna é mobile", de "Rigoletto", "Casta Diva" de "Norma", "Mi nombre es Mimi" de "La Bohême" el "Brindis" de La Traviata. Hay en el programa una predilección por los agudos y los fortíssimos, con entradas para timbales, tambor y platillos, con que culminaron varias piezas que suscitaron aplausos aún más estruendosos; pero lo mejor para nosotros fue, con su sencillez y casi su vulgaridad, la "Habanera" de "Carmen", cantada por Raquel Pierotti, con su letra de Meilhac y Halévy, casi proustiana, que anuncia, por debajo de la dulzura de la melodía, el amargor del amor tirano y fatal.

Bombos y platillos. En un spot televisivo el Maestro García Vigil dijo que el Solís tenía, antes de su restauración, un foso "provinciano". Es verdad que ahora tenemos para la orquesta que tocará en las galas de Opera, para muy pocos uruguayos, un foso del primer mundo. Pero el medio físico es también el mensaje y el masaje; si vivimos en una casa de oro adoraremos al oro; si tenemos un foso para una gran ópera tendremos grandes óperas. En poblados miserables de la India se encuentran palacios de los maharajás locales que viven con un lujo con el que no soñaron los Rockefeller, Hughes o J.P. Morgan, que en la comparación parecen austeros puritanos de Nueva Inglaterra. En medio de tanta alegría técnica por la realización, en medio de un público que en su mayoría se ve muy rara vez en un teatro, es inevitable asociar al nuevo teatro Solís con sus primos hermanos la Torre de las Comunicaciones, el Palacio de la Luz, la sucursal 19 del Banco de la República, el aeropuerto de Laguna del Sauce. No hablaremos del lujo de la miseria; pero no podemos sino recordar las palabras de nuestro amigo José Trinchín: "Si el Uruguay tuviera lógica, 18 de julio sería una calle de tierra".
 

Jorge Arias
ariasjalf@yahoo.com
 

Este artículo fue publicado en el quincenario “Asamblea” en diciembre de 1984. 

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