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Les éphémères (Las efímeras), un espectáculo de Théâtre du Soleil, dirección de Ariane Mnouchkine 
 
 

Ariane Mnouchkine y su coche de bomberos
por Jorge Arias
ariasjalf@yahoo.com

 

El programa cita unas palabras de Marcel Proust como inspiración de “Les Éphémères”. Se le preguntó qué ocurriría, y aún qué haría si sobreviniera un cataclismo mundial y la muerte fuera inevitable. Proust contestó, en la tradición de Montaigne, que recomendaba abrir una ventana sobre el cementerio: “…la vida nos parecería súbitamente deliciosa… (pero si el cataclismo no ocurre) “…nos encontramos nuevamente sumergidos en la vida normal, donde la negligencia embota el deseo… sin embargo, no necesitamos el cataclismo para amar la vida. Basta pensar que somos humanos y que esta noche puede llegarnos la muerte”. Pero la vida “normal” reprime la muerte, el objeto de donde habríamos de extraer, por una paradójica destilación, el amor a la vida: no todos toleran el jardín de Epicuro, con su alimentación a base de pan negro, o las cartas de Séneca, o las Rubayyát. Dijo Mnouchkine en un entrevista que “Les éphémères” “… habla de los instantes en que pudimos ser felices y pasaron… de recuperarlos, porque nos damos cuenta tarde de valorar esos momentos”.

Este fin lo ha buscado Mnouchkine, según el programa, con “…episodios soñados, invocados, evocados, improvisados…” de sus actores: no entendemos la eficacia de sus buscas. Alude a una masa heteróclita, sin común medida, que delata dos errores. El primero, pasar por alto que la “recuperación del tiempo” de Proust se lograba mediante la “memoria involuntaria”, que nos llega en momentos que debemos aprovechar, pero que no podemos inducir a voluntad; el segundo, la sobreestimación, muy extraña en una profesional del teatro, de la improvisación como chispa que puede encender el acto creador. Por sus métodos y sus resultados, Mnouchkine parece creer que el arte llega, entero, por casuales felicidades. Tira redes al mar, en busca de la pesca milagrosa, que no tiene por qué acudir a la cita. Su idea de la escritura está más cerca de la “escritura automática” de los surrealistas, que ha proveído no pocas tonterías, que de otras magias verbales, más meritorias y más difíciles.

Si aquel fue el propósito original, es evidente que pronto fue abandonado. En sus 29 escenas, Mnouchkine presenta algunos episodios judiciales como “El embargo” o “En el palacio” (mala traducción, por “En el juzgado”: “palais” en francés suele ser “palacio de justicia”), una serie muy superficial a cargo de una anciana enferma e insoportable, Madame Perle, cuyo libreto no supera los de Mama Cora; asiste a la anciana y la acompaña una dulce médica escapada de E.R., Pero la vulgaridad de los episodios vulgares no es todo; hay otros que más que vulgares son rastreros. Tenemos a la gastada historia del buen transexual (“El cumpleaños de Sandra”), un clásico del pensamiento correcto. Este hombre transformado en mujer, con toda su difícil historia a cuestas, es el único que comprende a una niñita que trata de huir de un padre que, primero, teme que el transexual la corrompa y, trascartón, llora poco menos que en su regazo. Tenemos también, no menos demagógicamente, la persecución de los judíos bajo el nazismo, una realidad que no debe ser usada con fines extorsivos (“Si usted no se conmueve con esto que le muestro, usted es un nazi”), sino tomada como punto de partida de una crítica de nuestra “civilización” qu ha incluido tanto a Goethe y Beethoven como al Dr. Rosemberg. Estos episodios no pueden ni mínimamente compararse, por ejemplo, con “Terror y miseria del Tercer Reich” de Brecht; y si hacemos caso de “Les Éphémères”, creeremos que las S.A. de Hitler eran tan ineptas como para derrumbarse ante un conversación telefónica ficticia. Hay una reiterada familia en vacaciones, donde le ocurre lo que a cualquier familia en vacaciones; uno se resigna al aburrimiento del mismo modo que en la vida real; pero uno espera algo mejor de la ficción.

Otros episodios son casi intolerables. El de la venta de un jardín tiene interés para una inmobiliaria. El de la mujer que quiere recuperar el pasado volviendo a la casa de su infancia, revela un fetichismo totalmente antiproustiano: nuestra vida anterior está sepultada en nuestra memoria. Ni Proust está en Illiers – Combray, ni Nietzsche está en Sils Maria, ni Chateaubriand en Combourg o en Ouessant.

Finalizada la primera parte, Mnouchkine advierte que su pieza crece por acumulación, como un suburbio que al azar se va loteando y poblando, y resuelve sugerir un plan que no existe entrelazando algunas historias; pero no hay nada aquí del arte superior o del poder de síntesis de Sherwood Anderson en “Winesburg, Ohio”, ni el de Masters en la “Antologia de SpoonRiver”. Antes bien,el autor que se nos trasluce a través de “Les éphémères” es Jules Romains, con los 26 tomos de “Los hombres de buena voluntad”, con los detalles sobre los avíos de gimnasia de Quinette, con sus páginas tan “bien escritas” como inútiles, como la descripción de un niño jugando con un aro o la vista de los techos de París contemplados a la vez por Jallez y Jerphanion.

“Les éphemères” se exhibe en un teatro bifrontal con dos conjuntos de gradas enfrentadas (con capacidad para unos 600 espectadores) que limitan una espacio de unos 30 metros de largo por unos siete de ancho. A ambos extremos de este callejón hay una cortina que hace de telón; las escenas se representan sobre plataformas móviles y giratorias, las más circulares, de unos cuatro metros de diámetro que giran continuamente sin necesidad alguna; las menos son cuadradas, que contienen por lo general una puerta y que avanzan en línea recta, manipuladas por esforzados acólitos. La Sra. Mnouchkine no hace nada en pequeña escala y atiborra las plataformas con camas, edredones, camillas, mesas, sillas, lámparas, jarros, floreros con y sin flores, vasos, platos, jofainas, copas, botellas, sombreros, teléfonos, cocinas, aparatos de uso médico, cajas, cajones, portátiles, biblioratos, telas, alfombras y, sobre todas las cosas, profusión de comidas y bebidas, como fideos, chorizos y tortas de cumpleaños con sus velitas encendidas que se apagan luego de enunciados los tres deseos. Un espectáculo frío, para nada memorable; una especie de gigantesco transatlántico, un Titanic cuidadosamente construido pero que nunca hubiera empezado a navegar, porque se construyó sólo para albergar una juguetería y una tripulación de muñecos y muñecas. Pero la imagen más inmediata de “Les éphémères” es la de un reluciente coche de bomberos, rojo y dorado, ruidoso e intimidante, que ni va ni llega a ninguna parte.

 

Jorge Arias
Jorge Arias es crítico de teatro en exclusividad para el diario "La República", que ha autorizado esta publicación.

ariasjalf@yahoo.com 

 

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