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“La señorita Julia” de Strindberg
Perennidad de “La señorita Julia”
por Jorge Arias

En principio celebramos  que se lleven  a escena obras como “La  señorita Julia” y no esas obras de chistes en retazos, mal llamadas “comedias”, que siempre tienen, si hemos de creer a sus “creadores”, “mucho  humor” y donde, dicen pero no creen,  “todos nos divertimos muchísimo”. Debemos agradecer a El Tinglado, y muy seguramente a  Roberta Sarubbo, esta pieza: en este triste mundo teatral de la “dramaturgia del actor” no es cosa de nada encontrarse con Strindberg.  Sin  embargo,  nos  preguntamos  a veces si  ciertas puestas en escena radicalmente erróneas de García Lorca, Chejov o Brecht sirven la causa del teatro o bien, por el contrario, conducen al aborrecimiento de los clásicos y a la aceptación conformista de las zonceras “bien hechas”, del detestable “teatro de  entretenimiento”.

Algunas objeciones, sin embargo, nos merece esta “La  señorita Julia”. La pieza sucede en una noche; pero no en una noche cualquiera, sino en la noche de San Juan, que se celebra en Europa, según los países,  entre el 21 y  el 26  de junio. Es una  fiesta  pagana y  báquica,  pese a la contrahecha cristianización en base a un  cálculo sobre cuál  pudo ser la fecha del nacimiento del Bautista, tan ajeno a celebraciones con hogueras y danzas campestres como cercano a filosas cimitarras. En el  hemisferio Norte la noche de San Juan, la más  breve del año, acontece en pleno  verano; en Suecia la gente erige un gran mástil al aire libre con cintas, alrededor del cual se baila; símbolo fálico que Alf Sjoberg destacó en la  primera  escena de su brillante filme “Froken Julie” (“La  señorita Julia”, 1951, con Anita Bjork, Ulf  Palme y Max von Sydow, entre otros). La  atmósfera de la noche de San Juan es de libertad y un poco de  subversión; como en Carnaval, aparecen máscaras y caen las barreras que separan las clases sociales (Julia dice  que es “una fiesta popular donde no hay categorías”). El  calor del  verano y  la  proximidad de las hogueras incita a jugar con fuego, exactamente lo que hace Julia (Roberta Sarubbo) al coquetear con Juan (Carlos O’Neill) luego de bailar con el guardabosques. Strindberg subraya esto con la entrada, guiadas por un violinista, de unas parejas en traje de fiesta  y con flores en los sombreros; pero Sarubbo, posiblemente por razones de economía, suprime esta escena. El elemento dionisíaco de la fiesta campestre es aquí mencionado lateralmente, con la  entrada resplandeciente de Julia que acaba de romper una lamentable relación con un  novio y siente que vuelve a la vida.

Consecuentemente, la pieza debe tener un ritmo consuntivo,  mucho  más  rápido  que cualquiera de las versiones locales. Creemos que en las dos  últimas versiones se le ha dado demasiada importancia a la lucha de los sexos y a las diferencias  de clase; conflictos que existen,  y están  magistralmente sintetizados por Strindberg. Vemos la obra, en cambio, como una metáfora de la siniestra cercanía del amor con la muerte, de la pasión como un  chisporroteo más allá de lo sensato, un estallido súbito que exige,  por su misma violencia, consumación, violencia y cenizas. Finalmente, dada la distancia temporal que nos separa de “La  señorita  Julia”, debió haber alguna mención que colmara esa distancia, que insinuara la razón del reestreno de la  pieza;  por ejemplo, con algo del juicio que todo aquel mundo feudal nos merece hoy. El universo de la nobleza ha desaparecido, demolido por la civilización del dinero: la plebeya y  adinerada Madame Verdurin morirá como princesa de Guermantes (“El tiempo recobrado”) y el romanticismo del viejo Sur de los Estados Unidos, ya casi tullido, es dispersado por la ventolera de los devotos de Dale Carnegie (“El zoo de cristal”). Una segunda crítica en acción pudo dirigirse al desenlace, donde Julia sucumbe más a manos de la misoginia del autor y la conveniencia artística de cerrar la obra con un acorde fúnebre  que por la  navaja de Juan.

Pese a todos estos pesares, la puesta  en  escena de Sarubbo, bien apoyada por  una artística escenografía (Nelson García Seoane) superó con claridad al  único antecedente que conocíamos, el  de Carlos Aguilera  (1995) con  la  actuación de  Susana  Groisman y Daniel Bérgolo (no vimos el de 1967, de Mario Morgan, con Júver Salcedo y Beatriz Massons)..Entre los intérpretes, Roberta Sarubbo se destacó claramente. Tiene el porte y  la  gracia adecuados; su  dicción es la mejor. Gradúa bien la voz  y sus volúmenes y tiene momentos gestuales muy acertados. Hay, para la  intérprete de Julia, una especial dificultad: dar la amplísima gama de expresiones que la obra asigna al personaje: alegría festiva, coquetería, asombro, perplejidad, indignación, evocación del pasado, curiosidad, auto examen,  sinceridad,  dolor y angustia. No estamos convencidos de que la actriz  las haya  dado todas y diferenciadas unas de otras; pero Sarubbo no dejó nunca un tono tan conveniente como convincente; y  la  pasión  que puso en las  tablas terminó de justificar  la empresa.  Si  no deslumbró en todas las ocasiones, supo  siempre conmovernos. 

LA SEÑORITA JULIA, de August Stri.ndberg, por El Tinglado, con Daniela  López, Carlos O’Neill  y Roberta Sarubbo. Escenografía de Nelson García Seoane, vestuario de Mary Sarubbo, iluminación de Nicolás Pereyra, música de Carlos O’Neill, dirección de  Roberta Sarubbo. En teatro El Tinglado, Colonia 2035, tel. 4085362.   

Jorge Arias
Jorge Arias es crítico de teatro en exclusividad para el diario "La República", que ha autorizado esta publicación.

ariasjalf@yahoo.com 

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