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Humores que matan (Central Park west) de Woody Allen, dirección de Mario Morgan 
 
 

Humores que inquietan
por Jorge Arias
ariasjalf@yahoo.com

 

Estrenada en Nueva York con “La entrevista” de David Mamet y “Hotline“ de ElaineMay en 1995, la pieza en un acto de Woody Allen “Central Park West”, se independizó por su extensión y se estrenó solitaria en Montevideo en 1998, también con la dirección de Mario Morgan pero con el título de “Humores que matan”, que en otras versiones tuvo el menos sutil de “Amores de matan”.

La acción ocurre en una sola jornada. La ácida y mal hablada psiquiatra Phyllis (Laura Sánchez”) ha descubierto que su marido Sam, un abogado (Leonardo Lorenzo) le es infiel y convoca urgentemente a quien supone, correctamente, la amante de su cónyuge; ella es su amiga Carol (Gabriela Iribarren) casada a su vez con un amigo del matrimonio, Howard, un escritor fracasado y neurótico (Franklin Rodríguez). La acción comienza en un tiempo lento, diríamos un andante, con el casi sádico interrogatorio de Phyllis a Carol, que termina por confesar;a partir de allí el ritmo se acelera hasta un punto en que la trama se convierte en un remolino prestíssimo que a cada giro parece perder más contacto con la tierra. Entre tanto, Allen ha dicho todas sus obsesiones: la persecución del placer sexual a toda costa, el consumo del alcohol y hasta las internaciones con electroshocks como únicos nepentes que nos hagan olvidar, por un momento la devastadora certeza de la vejez y la muerte, la presencia del suicidio, la neurosis, la demencia y, por supuesto, el psicoanálisis. Acuden ideas filosóficas: “Estamos solos en el cosmos”, dice Howard, y también, parafraseando juna frase que Allen leyó en Nietzsche, “la gente nunca nos odia por nuestras debilidades, sino por nuestras fuerzas” (“Somos castigados principalmente, por nuestras virtudes”, escribió el solitario de SilsMaria). Se comprende de inmediato que ese género de vida, de un cinismo radical, ingresa en un girar en círculos, del pecado (sexo y alcohol) a la penitencia (la terapia); y algo del movimiento circular de los vaudevilles de Feydeau hay en “Humores que matan”. Ciertamente, Allen se ríe de sí mismo; eso es sano; pero no ofrece ninguna otra alternativa y esa autoflagelación tiene algo de narcisismo. Las máximas complacencias del autor son para Sam, su envidiado y atlético alter ego, que siempre tiene a mano una justificación, con argumentos de abogado, de apasionado o de loco.

La puesta en escena de Morgan, como la de 1998, tiene el ritmo adecuado y alcanza el preciso tono de la obra. Nos reímos, de los otros y de nosotros mismos; queda un sabor agridulce. La busca de la felicidad parece una meta cada vez más lejana; y tanto la ausencia de la droga como la insistente mención de Freud y el psicoanálisis, subrogado de la confesión católica o de la comprensión de nuestras abuelas, donde se pusieron tantas esperanzas de redención y paz, muestra hoy en esta comedia una fecha de vencimiento próxima a expirar, lo que nos añade una gota de amargura.

La interpretación es perfecta, compacta, con momentos de rotunda hilaridad y un despliegue general de competencia de primer orden, pero la mención especial de este espectador va para Leonardo Lorenzo (Sam).

 

Jorge Arias
Jorge Arias es crítico de teatro en exclusividad para el diario "La República", que ha autorizado esta publicación.

ariasjalf@yahoo.com 

 

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