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“El tiempo y los Conway” de John B. Priestley, en el teatro Circular.
Dulce pájaro de juventud
por Jorge Arias

Este estreno de “El  tiempo  y  los Conway” es un acontecimiento  en nuestro  teatro, y las  razones son varias.  La primera es que se  trata  de un espectáculo en serio,  a  años luz de los “stand up”, “artes performáticas” obras sobre improvisaciones, “artistas” que vienen del Carnaval, “dramaturgia del actor” y otros artefactos cuyo único fin  visible es llegar “a escena”, a “fondos concursables”, etc. Un segundo mérito es la elección de un buen  libreto, cuidadosamente elaborado, que se presenta en lo que creemos es la traducción de Aurora  Bernárdez (1958), hermana del poeta Francisco Luis Bernárdez y  que fue esposa de Julio Cortázar. Un tercer orden de méritos está en la consciencia, estudio y aplicación con que María Varela puso en escena la obra. De la dirección en sí misma hablaremos más  adelante;  celebramos aquí que no se haya cambiado, hasta donde nos auxilia  la memoria, ni un nombre propio ni un diálogo.

El  tema del  tiempo,  o mejor de su  posible  refutación,  ha sido una  constante en Priestley, al punto de consagrarle un  libro  entero (“Man and Time”) lleno de datos curiosos, de interés científico e histórico y a menudo misteriosos;  pero el encanto, que parece inmarcesible, de “El tiempo y los Conway” no viene de esas especulaciones, carácter que  comparte con “Esquina  peligrosa”  y “Yo  estuve  aquí una vez”. El  perfume de la juventud de “El  tiempo y los Conway” (1937),  que reaparecerá más  tarde, en la  obra de Priestley, en las  reminiscencias,  a veces interrumpidas,  como en “El tiempo y los Conway”, de “Gregory Dawson” “(Bright day”, 1946) tiene clara relación con las muchachas en flor que conmovieron la estadía de Marcel en  Balbec (“A la sombra de las muchachas en flor”, 1919). También es  posible  rastrear “El tiempo y los Conway” en el no menos memorioso Chejov, con cuyas obras “El jardín de los cerezos” y “Las tres hermanas”, “El tiempo y los Conway”  guarda  algunas curiosas semejanzas. En “El jardín de los  cerezos” el  importante  tercer  acto comienza con una fiesta, pero no en el lugar en que acontece sino en una  pieza auxiliar,  lo que es análogo al  primer  acto de ”El tiempo y los  Conway”;  hay en ambas obras una propiedad familiar en peligro, en la que debe invertirse dinero para  luego venderla  fraccionada; hay en ambas algo de un réquiem por una noble forma de vivir que  se  muere y  una obertura  no menos fúnebre para el nuevo  tiempo en que van a triunfar los Lopajin y los Beevers (y los Hitler). En cuanto a “Las  tres hermanas”, que aquí son cuatro y de cuyo destino se trata ampliamente,  hay en ambas piezas la reveladora presencia de  unos versos que  se dicen  dos veces con diferentes significados (Pushkin en “Las tres hermanas”, Blake aquí). En ambas piezas el padre ha muerto; en ambas piezas sólo una de las hermanas (Olga,  Kay) es plenamente lúcida; ambas concluyen la  pieza  hablando al futuro.

La reminiscencia o recuperación del ayer se ha intentado  infinidad de veces:  “El  tiempo  y  los Conway” es una de ellas, y una de las pocas que mantiene, a más de setenta años de  su  estreno,  una  frescura, una  lozanía y  una  gracia que  asombran y conmueven. En  este sentido, el  definitivo triunfo de la dirección es haber logrado  que una flor  tan delicada atravesase el tiempo, el espacio y hasta un idioma diferente  hasta  llegar a nosotros, intacta y enriquecida por  ese largo  y  azaroso  tránsito.

Un aspecto que explica en parte el  buen  éxito de la  puesta en escena es el acierto del “casting”, especialmente en las cinco jovencitas (Sara de los Santos, Paola Larrama, Dahiana Méndez, Cecilia Lema,  Aline Rava). La  pieza,  que no  es  precisamente  breve,  se da en su integridad  o muy  poco menos; y  es  admirable cómo Varela maneja, en el breve espacio de la sala 1 del Circular, el entrecruzamiento de diez personajes,  todos  ellos con vida, actividades  y destinos  propios. También se lucen:  la  viva y  señorial madre  (Alma Claudio), los dos varones, que se alejan hasta llegar  casi a las antípodas, pero siempre vivos (Moré y Fernando Vanset), el  enigmático y luego intimidante Ernest Beevers, una brillante  interpretación de Claudio Castro y  Oliver  Luzardo  como el  abogado  amigo y  consejero de la familia.

El  estreno de  “El  tiempo y los Conway” fue una noche de muy buen teatro. También el tiempo del  buen teatro se puede  recuperar.

EL TIEMPO Y LOS CONWAY, de John B. Priestley, por el teatro Circular. Con Alma Claudio, Sala de los Santos, Paola Larrama, Cecilia Lema, Dahiana Méndez, Moré, Fernando Vanset, Claudio Castro, Oliver Luzardo y Aline Rava. Vestuario de Soledad Capurro, escenografía de Fernando Scorsela, iluminación de Pablo Caballero, música de Gregorio Bregstein, dirección general de María Varela. Estreno del 18 de junio, teatro Circular, sala 1.

Jorge Arias
Jorge Arias es crítico de teatro en exclusividad para el diario "La República", que ha autorizado esta publicación.

La República - 23 de junio de 2010

ariasjalf@yahoo.com 

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