¡Venciste, Galileo!

“Cuando los muertos despertemos”,

de Henrik Ibsen

por Jorge Arias
ariasjalf@yahoo.com

Henrik Ibsen fotografiado por Gustav Borgen

“Cuando los muertos despertemos”, subtitulada “Epílogo dramático”, escrita en 1899, fue la última obre de Ibsen, que sufriría un accidente cerebro vascular el año siguiente y moriría de su reiteración en 1906. Como ninguno de los personajes de “Cuando los muertos despertemos” aparece en sus obras anteriores, “Epílogo” alude a Ibsen, que a los 71 años presentía su fin; como no toda muerte es un drama, “dramático”, aludió a toda su carrera, que, con la valentía propia del autor, es enjuiciada y al menos parcialmente reprobada.

Los tres actos de “Cuando los muertos despertemos” son claros, sus diálogos significativos, las escenas bien construidas y resueltas; no obstante, la conducta contradictoria de los personajes principales, Rubek, Irene y Maia exige una interpretación.

En un balneario elegante sobre un fjord de la costa noruega, el escultor Arnold Rubek, autor de la escultura “Día de resurrección”, cuyo personaje principal es una mujer desnuda que vuelve a la vida, está con su joven esposa Maia tomando champagne luego del desayuno. Ambos leen sus diarios; llevan cuatro años de casados, hay insatisfacción; Maia dice que él “vagabundea sin paz”, que ya “no encuentra placer en su trabajo”. Aún le reprocha que no ha cumplido, ni cumplirá, su promesa de ascender con ella a una montaña y mostrarle “la gloria del mundo”: la vida, tan hermosa como debe ser.

Aparece un rudo terrateniente, Ulfheim, cazador de osos que vive en las cercanías y que de buenas a primeras se insinúa a Maia. Rubek encuentra un paralelo entre su vida y la de Ulfheim: como el cazador a los osos, Rubek debe vencer al mármol, dominarlo y animarlo, hacerlo arte; lucha sin fin. Ha creado una obra maestra, es célebre; lo atormenta la idea de que, de su obra, “nadie sabe nada, nadie entiende nada”.

Pese a triunfos y famas por “Día de resurrección”, Rubek modifica la escultura, relegando a un segundo plano a la mujer desnuda. Dice que de este fracaso a medias hay rastros en su obra ulterior, bustos de hombres acaudalados que realizó por dinero pero que tienen, pese a su origen mercantil, “algo secreto, que nadie ve”.

Irene, que ha sido la modelo desnuda para “Día de resurrección” aparece en el balneario; está alojada en el mismo hotel que los Rubek, como Señora Von Satow; no bien encuentra a Rubek lo acusa de haberla usado para el arte, de haberla visto sólo como un episodio menor su vida y luego descartada, porque para él” La obra de arte” (es lo)” primero, luego el ser humano”.

En un lugar de descanso, en alta montaña, Maia, autorizada Rubek, almuerza al aire libre con Ulfheim; anuncia que pasará con él el día siguiente. Rubek confiesa que necesita a Irene, que desapareció de su vida y a quien buscó en vano luego de finalizada “Día de Resurrección”.  Dice tener en su interior un cofre, cuya llave está en poder de Irene, que guarda algo muy valioso.

Irene es viuda de un diplomático sudamericano, está casada con un ruso del que no dice o no sabe dónde está; afirma que ha tenido hijos a los que ha matado; que ella también murió y que ahora se alza de entre los muertos. Odia a Rubek, porque la dejó ir luego que tuvieron su “hijo”, la escultura, obra de los dos; Rubek le dice que ella tiene la llave del cofre secreto

Ulfheim y Maia pasarán la noche en la montaña; Rubek también irá, con Irene, a la montaña. En las alturas Ulfheim propone sexo a Maia que se niega horrorizada y resuelve volver al hotel. Están en un lugar peligroso de la montaña; solo Ulfheim, conoce la difícil senda de regreso. Aparecen Rubek e Irene. Ella saca un cuchillo y amaga matar a Rubek, no lo hace porque dice que es  inútil, porque él  ya  está muerto. Se confiesan su mutuo amor, ella quiere ir a las cumbres, a ver la gloria del mundo, estarán juntos para siempre. Sale el sol.

Ulfheim desciende por la montaña con Maia en brazos. Aparece una monja, Maia canta que es libre; Rubek e Irene mueren arrebatados por un torbellino de nieve; la monja persigna a Irene y dice “Pax  vobiscum”.

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El dramaturgo escocés William Archer en  el prólogo de su  traducción al inglés de “Cuando los muertos despertemos” sostiene que la pieza es una pobre antología de temas de otras obras de Ibsen, y que evidencia el deterioro cerebral del autor. Según Archer ello es visible porque Ibsen, contra sus principios, permite que los símbolos predominen sobre los datos de la realidad y aún porque modificar una escultura es imposible.

En efecto, Ibsen presiente que escribe su última obra y pasa revista a su producción, un tanto en el estilo de aquellos espectáculos de revista que anunciaban un “Gran final por toda la compañía” y otro tanto como danza macabra. Por ejemplo, hay un paralelismo con “The  Master Builder” (traducida al  español como “Solness, el constructor”)  en el ascenso místico y  riesgoso  y alusiones a “El pequeño Eyolf”,  con la contradicción  entre los proyectos de Allmers y la atención de  su hijo, a  “Peer Gynt”, a “Brand”, con el desenlace en la nieve.

En cuanto a la imposibilidad de modificar una obra de arte, vemos continuamente que el tiempo y a veces la voluntad del hombre, las modifica; las “restauraciones” también son modificaciones.

Bernard Shaw, en “Quintaesencia del Ibsenismo” (1900) sostiene que

 Ibsen nos muestra que

“…jamás ninguna degradación, permitida o aún concebida, es tan catastrófica como aquella en que las mujeres pueden terminar como un lujo para los hombres, pero también pueden matarlos; que hombres y mujeres están siendo conscientes de esto y que. lo más interesante de todos los inminentes desarrollos futuros, es qué sucederá “Cuando los muertos despertemos”.

En la línea feminista de varias de sus piezas, Ibsen predijo en “Cuando los muertos despertemos” el ascenso revolucionario de la mujer en el mundo de hoy y la lucha de los sexos. Todo este pensamiento original existe en “Cuando los muertos despertemos”; pero vemos un segundo tema: los “deberes” incumplidos del artista con la sociedad. En tanto el artista se concentra en su obra, es un recluso separado del mundo, como las monjas que aparecen en la pieza y representan la muerte en vida. Ulfheim, un propietario sanguíneo y primitivo, un “fauno” según Maia, dice de la monja: “…he ahí el cuervo! ¿A quién hay que enterrar?”

El escultor Arnold Rubek se aisló del mundo, a costa de su vida y de la vida de su modelo Irene, a quien habría usado y descartado luego de posar para “Día de Resurrección. Ella se declara muerta y sin alma después de haber creado, en unión con Rubek, sin sexo y sin amor, esa escultura, a la que llama su hijo.

La apropiación exclusiva por unos pocos de la cultura y el arte, atenta contra la igualdad entre los hombres. En esta su última obra Ibsen se juzga, porque él ha vivido y creado su arte como Rubek; se juzga, se declara culpable y se condena. En el segundo acto Rubek dice que él también forma parte de la escultura, en la persona de un hombre abrumado por la culpa, que no puede liberarse del sentimiento de vida perdida, “prisionero de su infierno”. Maia, desde su ingenuidad, pero certera, le reprocha a Arnold que es un poeta y que le falta vida.

 Rubek reconoce que todo eso “de la vocación del artista y su “misión” le parece vacío, hueco, sin sentido” y que en su lugar pondría “vida”. Ulfheim es la vida cruel y triunfante. Ulfheim y Rubek concuerdan por una vez y parecen comprender tanto el sentido social de la vida como el papel dominante del hombre, cuando prometen a sus compañeras, Ulfheim a Maia y Rubek a Maia y a Irene, mostrarles “la gloria del mundo”.

Ibsen comparte la tesis de Marx sobre la injusta apropiación de los bienes culturales por una minoría a la que pertenecen los “intelectuales”:

“La concentración exclusiva del talento artístico en algunos individuos y su estancamiento en las grandes masas, de las que deriva, es un efecto de la división del trabajo. Aun cuando en ciertas condiciones sociales, cada cual pudiera devenir un excelente pintor, esto no impediría que cada cual fuese también un pintor original, de modo que también aquí la diferencia entre el trabajo «humano» y el trabajo «único» se reduce a un absurdo. Con una organización comunista de la sociedad finalizan, en todos los casos, las sujeciones del artista a la estrechez local y nacional, que proviene únicamente de la división del trabajo; y la sujeción del individuo o tal arte determinado, que lo convierte exclusivamente en un pintor, un escultor, etc. Tales nombres expresan ya por sí solos la estrechez de su desarrollo profesional y su dependencia de la división del trabajo. En una sociedad comunista, ya no habrá pintores, sino, cuando mucho, hombres que, entre otras cosas, practiquen la pintura”.  (K. Marx - F. Engels: La ideología alemana, pp.17 444-445) 

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El profesor Pavel Knapek  de la Universidad  de  Pardubice,  República  Checa, en “Love, guilt, Death  and  Art in Ibsen’s  “When we dead awaken” ve en el desenlace,  la muerte conjunta de  Rubek u irene, un  acto de  expiación”.  Interpreta

“la muerte de los principales caracteres como autosacrificio que desde el punto de vista de Irene y al fin desde el punto de vista de Rubek es la  única  posible  prueba de amor y  de absolución de la  culpa  en la situación  dada.”

Pero la idea de un autosacrificio expiatorio por Rubek e Irene es dudosa.  El sacrificio de Antígona tiene sentido, ella triunfa contra la muerte a través de su muerte; pero la muerte casual de Rubek e Irene, víctimas de un riesgo que no debieron correr, suena a sinsentido, a vida dos veces perdida.

Pero Knápek señala sagazmente un punto: “Cuando los muertos despertemos” es un drama acerca de la moral y más aún sobre la culpa. No es novedad en Ibsen, cuyos personajes, casi invariablemente, debaten conflictos morales; Proust escribió que Ruskin, Nietzsche, Tolstoi e Ibsen fueron los grandes “directores de consciencia” de fines del siglo XIX (“Contre Sainte Beuve”, Gallimard 1971, pag.439). Si miramos el retrato de Ibsen, vemos una mirada penetrante y dolorosa, el ceño fruncido y escrutador, actitud inquieta, nada feliz. Cuesta encontrar un personaje dichoso; a lo más sienten la satisfacción del deber cumplido, a todos se les propone acciones difíciles. 

Pero precisamente la idea moral, lo bueno y lo malo, y su instrumento la culpa, es lo que lleva al drama y al desenlace. Ibsen, con toda su independencia intelectual, no es libre de la camisa de fuerza de la moral, el deber, la culpa. Sus obras son admirables construcciones, pero no nacen, como quería Fernando Pessoa, con la naturalidad de una flor que se abre.

Escribió Nietzsche en “Genealogía de la moral” (Alianza Editorial, 1972, pag.31 y 32:

“Fueron “los buenos” mismos, es decir los nobles, los poderosos, los hombres de posición superior y elevados sentimientos quienes se sintieron y se valoraron a si mismos y a su obrar como buenos o sea como algo de primer rango, en contraposición a todo lo bajo, abyecto, vulgar y plebeyo”,… el  derecho del señor a dar  nombres  llega tan lejos que deberíamos permitirnos el concebir también  el origen del lenguaje como una exteriorización de poder  de los que dominan”.

Nietzsche se adelanta a considerar la moral y la culpa como “construcciones sociales”, en el sentido que se da actualmente a esta expresión. Algo de esto había entrevisto el mismo Ibsen en “Espectros”, cuando Elena Alvina dice:

“… espectros, algunos de los cuales siento dentro de mí… en nosotros no sólo corre  la sangre de nuestro  padre y de  nuestra  madre sino también una especie de idea arruinada, una especie de ciencia muerta…somos espectros todos”.

Ibsen, presa del deber, la abnegación y la culpa, casi un asceta de la literatura, escribió “Emperador y Galileo” sobre el emperador romano Juliano, que intentó restaurar el paganismo; pieza que en su primera parte es un ataque al cristianismo, y en su segunda parte es un ataque a Juliano; concluye con la penosa hipótesis de una unión de paganismo y cristianismo en un” tercer reino”.  En “Emperador y Galileo” Ibsen parece exorcizar los restos de la religión que arrastra desde su infancia y adolescencia; pero conservó la norma moral la idea de culpa, la idea de expiación. Posiblemente no fue tan libre del cristianismo como quiso ser; y puede asignársele la frase apócrifa que los autores cristianos atribuyeron a Juliano, en el momento de su muerte: “¡Venciste, Galileo”!

Jorge Arias
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