Henríquez Ureña

y la filosofía latinoamericana

por Arturo Ardao

Universidad Simón Bolívar de Caracas, Venezuela


Pedro Henríquez Ureña

Toda aproximación a la relación de Pedro Henríquez Ureña con la filosofía, impone como punto de partida su actuación en México en los años del histórico Ateneo de la Juventud, al culminar la primera década del siglo, en las vísperas mismas de la Revolución. Años decisivos de lecturas, de meditaciones, de amistades, que marcaron toda su obra posterior.

De los cuatro principales animadores de aquel Ateneo, pronto convertidos en figuras continentales, dos de ellos se movieron ante todo, entonces y después, en el campo de la filosofía: José Vasconcelos y Antonio Caso; los otros dos, también entonces y después, ante todo en el campo de la literatura: Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes. Dicho sea así, sin olvido del convencionalismo de semejante distinción, muy en especial en el caso de aquellos jóvenes. Bien lo revela esta evocación, hecha precisamente por Henríquez Ureña:

Una vez nos citamos para releer en común el Banquete de Platón. Éramos cinco o seis esa noche; nos turnábamos en la lectura, cambiándose el lector para el discurso de cada convidado diferente; y cada quien le seguía ansioso, no con el deseo de apresurar la llegada de Alcibíades, como los estudiantes de que habla Aulo Ge-lio, sino con la esperanza de que le tocaran en suerte las milagrosas palabras de Diótima de Mantinea...[1]

Sintiéndose siempre, antes que otra cosa, hombre de letras en el sentido más tradicional de esta expresión, la preocupación por la filosofía no dejó, empero, de ser muy grande en Henríquez Ureña en aquella etapa juvenil. Era el "espíritu filosófico”, como le complacía llamarlo, la facultad principal que descubría en sus compañeros, y a ese espíritu se entregaba él mismo con tanta formalidad, que en algún momento pudo pensarse que en esa dirección estaba su rumbo definitivo. Mucho más tarde, un hombre de la generación siguiente, Vicente Lombardo Toledano, deslizó al pasar: "Pedro Henríquez Ureña, el Sócrates del grupo como le llamaban sus propios compañeros...”[2].

Aquel vivo interés por las grandes cuestiones, la marcha histórica y el estado presente de la especulación filosófica, se manifestó en él, ya entonces, bajo dos grandes aspectos: por un lado, la situación de la filosofía universal; por otro, el destino de la filosofía en nuestra América. Por íntimamente trabados que se hallen en la trama objetiva de la historia, son en sí mismos separables. Henríquez Ureña no los separó. Desde este punto de vista vino a ser así en los primeros lustros del siglo, junto con Francisco García Calderón, uno de los dos mayores precursores del vasto movimiento de americanismo —o latinoamericanismo— filosófico, llamado a extenderse por la totalidad del continente décadas después.

Por lo que a la filosofía universal se refiere, la actuación de Henríquez Ureña en cuanto parte de la colectiva del Ateneo, tuvo ella misma dos aspectos a su vez: uno negativo, resumido en la crítica del positivismo a la hora de su ocaso histórico; otro afirmativo, de asunción y profesión de las poderosas tendencias de restauración gnoseológica y metafísica, ya entronizadas en los grandes centros del mundo occidental. De más está decir que aquella epocal renovación filosófica, producida en México con algún retraso respecto de otras regiones del continente, no pudo ser ajena a las circunstancias del contexto nacional.

Cuando el Ateneo fue fundado, en 1909, el protagónico nuevo r;rupo generacional venía actuando como tal desde 1906, el justo año de la incorporación de Henríquez Ureña al país azteca. La revista Savia moderna y una efímera Sociedad de Conferencias fueron sus primeros órganos de expresión. Eran las postrimerías del largo régimen de Porfirio Díaz. Agotado ya en sus inmediatas formas políticas, mucho más lo estaba todavía en la doctrina que sus ideólogos habían invocado como su fundamento: el superviviente positivismo decimonónico. Tomando posiciones en el terreno de la inteligencia, que era el suyo, fue contra esta filosofía que los jóvenes del próximo Ateneo iniciaron el combate. No tardó Henríquez Ureña en ocupar su puesto.

En 1908, en un homenaje a Gabino Barreda, el célebre fundador de la Escuela Nacional Preparatoria cuya memoria era entonces atacada desde reductos teológicos tradicionales, sin dejar de reconocer al positivismo el papel histórico que había cumplido en su hora, sentenciaba su caducidad. Decía:

No le reprocharéis (me dirijo a vosotros, los espíritus nuevos) el haber abrazado como única filosofía el positivismo. Si la poderosa construcción de Comte, si la fecundísima labor de los pensadores ingleses, pertenecen hoy al pasado, en tiempos de Barreda eran movimientos de vida y acción[3].

De manera más expresa y pormenorizada hizo la crítica del positivismo en dos escritos del siguiente año 1909: "El positivismo de Comte” y "El positivismo independiente”, comentarios de varias conferencias de Antonio Caso sobre los mismos temas, en las que —según el dominicano— la crítica antipositivista había carecido, en algunos aspectos, de toda la severidad que era necesaria para la franquía del pensamiento nuevo[4].

En cuanto a la recepción de las, por esas fechas, muy activas corrientes de sobrepasamiento filosófico del positivismo, el propio Henríquez Ureña, haciendo el balance histórico de aquel período, estampó en 1925, en Buenos Aires, en la Revista de filosofía de José Ingenieros, el más expresivo de los testimonios. Varios lustros más tarde todavía, reconstruyendo también el mismo período, Alfonso Reyes no encontró nada más apropiado que reproducirlo. Decía así:

Sentíamos la opresión intelectual, junto con la opresión política y económica de que ya se daba cuenta gran parte del país. Veíamos que la filosofía oficial era demasiado sistemática, demasiado definitiva para no equivocarse. Entonces nos lanzamos a leer a todos los filósofos a quienes el positivismo condenaba como inútiles, desde Platón, que fue nuestro mayor maestro, hasta Kant y Schopenhauer. Tomamos en serio (¡oh blasfemia!) a Nietzsche. Descubrimos a Bergson, a Boutroux, a James, a Croce[5].

Fue en ese marco, un año antes de la concreción institucional del Ateneo, pero en plena acción orgánica del grupo llamado a fundarlo, que escribió Henríquez Ureña en 1908 su ensayo "Nietzsche y el pragmatismo”[6]. Apunta las coincidencias entre ambos, así como el parentesco de Nietzsche y James, por tal o cual costado, con otros filósofos, desde Schopenhauer hasta Bergson. El desarrollo es de acogimiento simpático, pero a la vez de contenida reserva, sin ningún enfeudamiento de escuela. Esa actitud suya se engarza con otras latinoamericanas de aquel histórico año. El mismo año en que el patriarca positivista mexicano Justo Sierra pronunció su famoso discurso sobre Barreda, y se manifestó tocado de alguna manera por las nuevas ideas, no sin expreso saludo al entonces flamante pragmatismo. El mismo año en que Vaz Ferreira llevó a cabo en el Sur su crítica clásica de James, si bien desde la renovada atmósfera filosófica del novecientos. El mismo año en que Francisco García Calderón hacía formal introducción de la vida filosófica latinoamericana en escenarios europeos, a través de episodios cuya significación continental registró Henríquez Ureña de manera prácticamente simultánea.

En el Congreso Internacional de Filosofía celebrado en Heidelberg en 1908, presentó García Calderón —coetáneo peruano, con residencia europea entonces, del inquieto grupo que insurgía en México— una comunicación sobre "Las corrientes filosóficas en América Latina”, publicada también ese año en París, en la Revue de Métaphysique et de Morale, en su original francés. Dicha comunicación vino a ser a nuestra filosofía, lo que a nuestra literatura había sido el informe presentado por José María Torres Caicedo al Congreso Literario Internacional reunido en Londres en 1879, bajo el título de ''La literatura de la América Latina”. En uno y otro casos, era la primera vez que en reuniones de semejante naturaleza, todavía con inevitable asiento en Europa, se hacía desde nuestros países la exposición de su literatura y de su filosofía, respectivamente, en panoramas de conjunto, a la vez que ya —también en ambas ocasiones— con aplicación del nombre "América Latina” y el gentilicio "latinoamericano”, de uso aún novedoso en estos dominios.

Henríquez Ureña hizo de inmediato la traducción del trabajo de García Calderón, y cuando en 1909 lo recogió éste en su libro Profesores de idealismo, editado en París, fue aquella versión española de su lejano compañero de ruta, la que incorporó. Henríquez Ureña le dedicó al año siguiente un comentario cuyas expresiones denuncian la solidaridad profunda, en aquella hora, de toda una generación, no ya nacional de tal o cual país, sino continental de América Latina.

Es la personalidad filosófica del autor, tan promisoria entonces, la que destaca desde el primer párrafo como representativa de la "juventud hispanoamericana’’, para puntualizar en seguida: "Las páginas de mayor interés habían de ser en este libro las relativas a cuestiones filosóficas". Al cabo de diversos desarrollos, concluía:

Los novísimos movimientos filosóficos no han encontrado mejor evangelista que él entre nosotros; y no es corta la ayuda que presta a la orientación libre y amplia de la juventud hispanoamericana de hoy, ansiosa de escapar a los viejos moldes, lo mismo escolásticos que positivistas, y entrar en una concepción viva y total del mundo.

Era su propia situación la que ahí mentaba, como era también suya la abierta actitud de espíritu que caracterizaba de corrido:

...nadie ha sentido más que él la seducción que ejercen el profundo análisis de Boutroux, la brillante crítica negativa de James, el poderoso esfuerzo constructor de Bergson. Pero, en medio al conflicto de atracciones y estímulos diversos, él ha sabido mantenerse firme, sin convertirse en sectario de escuela alguna, atendiendo a todo ensayo de renovación teórica y concediendo su valor a cada novedad[7].

A ese mismo año 1910, el año del Centenario de la Independencia y del estallido de la Revolución Mexicana, corresponde la más recordada de las series de conferencias de que fue teatro el Ateneo de la Juventud. La participación en ella de Henríquez Ureña, bajo el título de "La obra de José Enrique Rodó’’, estuvo centrada en la filosofía ética de la personalidad, contenida en las páginas de Motivos de Proteo. Sin dejar de apuntar la excelencia literaria, era el aspecto de pensamiento —deteniéndose en la afinidad con Bergson— el que en especial le importaba en aquella oportunidad; y este mismo, en tanto que encumbrada manifestación contemporánea de un sucesivo magisterio de grandes pensadores continentales, con punto de partida en Andrés Bello. Fue principalmente por la valoración de Rodó hecha en aquellos años por Henríquez Ureña, compartida por los restantes ateneístas, que refiriéndose a todo el grupo ha escrito Leopoldo Zea: "A las ideas de Comte, Stuart Mili, Spencer, se opusieron las de Schopenhauer, Nietzsche, Boutroux, Bergson y Rodó”[8].

En 1914 un discurso académico en la Universidad de México sobre "La cultura de las humanidades”; en 1915 el comentario publicado en Estados Unidos, bajo el título de "La filosofía en la América española”, de un libro de Antonio Caso, constituyeron nuevas ocasiones para que Henríquez Ureña insistiera, una y otra vez, en el gran vuelco filosófico producido en México de 1906 a 1910, prólogo intelectual de la Revolución[9]. Significativo de la persistencia de la preocupación continentalista fue que el segundo de esos escritos, no obstante particularizarse con un libro mexicano, comenzara lamentando la falta de estudios de conjunto sobre la filosofía de nuestra América, fuera del por fuerza sucinto de García Calderón. La verdad es que éste, que tanto le había interesado desde el primer momento, seguía siendo, y así sería por muchos años todavía, el único de su carácter.

En la línea de algunos escasos antecedentes anteriores al novecientos, dispersos enfoques nacionales se fueron produciendo en las primeras décadas de este siglo. Pero es necesario llegar a la cuarta para encontrar dos nuevas tentativas, casi simultáneas, de reconstrucción histórico-filosófica al modo continental —si bien siempre en el marco de pocas páginas— de que había sido iniciador García Calderón: en 1934, La evolución filosófica en la América hispana, por el guatemalteco Salomón Carrillo Ramírez; en 1936, Panorama de las ideas filosóficas en Hispanoamérica, por el argentino Aníbal Sánchez Reulet. Publicado este último en la revista madrileña Tierra Firme, tuvo entonces grande repercusión. Cabe pensar que no dejó de influir en ello, junto a sus méritos intrínsecos, el encomiástico comentario que bajo el título de "Filosofía y originalidad”, le dedicó Henríquez Ureña en Surt la difundida revista que dirigía en Buenos Aires Victoria Ocampo.

A partir de 1940, el movimiento filosófico latinoamericano de óptica no ya nacional sino continental, fue adquiriendo un volumen y organicidad que no se hubiera podido imaginar, por lo menos tan rápidos, en los años inmediatamente anteriores. En forma paralela a la intensificación de la reflexión filosófica en sí, la preocupación continentalista se manifestó entonces muy viva, tanto en la indagación histórica, desde la etapa colonial a nuestros días, como en la especulación teórica en tomo a las condiciones y destino de la filosofía en nuestra América. Se pudo así hablar de un americanismo —ahora se prefiere cada vez más la puntualización de latinoamericanismo— filosófico, planteado y discutido en términos muy similares a los del viejo "americanismo literario”. Henríquez Ureña, a quien tanto motivó este último, si bien asumiéndolo a la altura de su época, fue al mismo tiempo un activo adelantado de aquél, aunque la precisa expresión "americanismo filosófico” no hubiera alcanzado a ser de su uso.

Nada lo revela mejor, al final de su larga trayectoria en la materia, apenas resumida aquí, que algunos juicios de su referida glosa al trabajo de Sánchez Reulet. Con premonición del apasionado debate que a propósito de nuestra filosofía se iba a librar en las décadas siguientes, decía en aquel escrito al que por algo tituló "Filosofía y originalidad”:

En las artes plásticas se conoce bien ya la originalidad de América en sus tiempos coloniales, el reflujo que sobre España hizo su extraordinaria arquitectura. En literatura se ha comenzado a estudiar el acento original de América: en el Inca Garcilaso (Riva Agüero), en Ruiz de Alarcón, en Bernardo de Valbuena, en Sor Juana Inés de la Cruz. En la música y la danza, a lo menos en sus formas populares, se sabe que América adopta las formas españolas y las devuelve a Europa, transformadas, desde fines del siglo xvi: una de ellas se convertirá en forma clásica, la chacona.

No digo, no creo, que en el pensamiento filosófico haya tantas divergencias, ni menos tantas originalidades. Pero sí digo, sí creo, que lo interesante para estudiar no es la semejanza: es la divergencia. Si comenzamos declarando que en nuestra América no existen ideas originales, ¿podemos esperar que al lector europeo le interese nuestro panorama de luces reflejas?

En la época independiente, nuestro filosofía, pobre y todo, no se reduce a simple reflejo de Europa. Ideas filosóficas, originales.. . ¿Son necesariamente sistemas vastos, como la Ética o las Criticas? ¿O invenciones sutiles, como las aporías o las mónadas? ¿No basta el acento personal, la actitud nueva? No falta, no ha faltado, originalidad en nuestra América.

Dicho eso, agregaba:

En nuestra América el pensador no ha sido especialista enclaustrado, sino hombre del ágora, como los filósofos griegos, compelido a crearse doctrinas en cuyo rigor debe vivir, pelear y morir: su pensamiento va urdido con la trama de su existencia.. . El maestro ha sido en América honda realidad moral y alta función social. Por eso hay fuerza de vida y acento personal en las obras de nuestros pensadores. Recorriendo con sentido vital el panorama de nuestro pensamiento, se descubren notas singulares[10].

Ponía a continuación los ejemplos de Bello, Luz Caballero, Hostos, Varona, Rodó, Vaz Ferreira, Korn, Vasconcelos, Caso, de cada uno de los cuales destacaba con una sola maestra pincelada, su más característica nota de originalidad personal.

Ajustado broche del americanismo filosófico de Henríquez Ureña —llamémosle retroactivamente así— inseparable de su luminoso americanismo literario, vinieron a serlo los sabiamente concisos pasajes y notas dedicados a la filosofía de nuestros países en los dos clásicos títulos del final de su vida: Las corrientes literarias en la América hispánica e Historia de la cultura en la América hispánica[11].

Notas:

[1] Pedro Henríquez Ureña, "La cultura de las humanidades”, en Apéndice de Conferencias del Ateneo de la Juventud, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1962, p. 160; y en el volumen de su autoría, La utopía de América, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1978, pp. 59-60.

 

[2] Vicente Lombardo Toledano, "El sentido humanista de la Revolución Mexicana”, en Apéndice de Conferencias del Ateneo de la Juventud, p. 179.

 

[3] Pedro Henríquez Ureña, "Barreda”, La utopía de América, p. 354.

 

[4] Véase ambos escritos en la sección "Cuestiones filosóficas” de su volumen póstumo Obra crítica, México, FCE, 1981, pp. 52-72.

 

[5] Pedro Henríquez Ureña, "La Revolución y la cultura en México”, en Apéndice de Conferencias del Ateneo de la Juventud, p. 151; y en La utopía de América, p. 369. Véase además, de Alfonso Reyes, "Pasado inmediato”, en Apéndice de las Conferencias, p. 207.

 

[6] Pedro Henríquez Ureña, Obra crítica, pp. 73-78

 

[7] Pedro Henríquez Ureña, "Profesores de idealismo", en La utopía de América, pp. 355, 357-358.

 

[8]  Leopoldo Zea, Apogeo y decadencia del positivismo en México, México, 1944, p. 260.

 

[9] Pedro Henríquez Ureña, La utopía de América, pp. 56-65 y 79-82.

 

[10] Ibidem, pp. 83-84.

 

[11] En Las corrientes literarias en la América hispánica, México, FCE, 1949, en especial pp. 106, 159-164, 183, 185, 230 (n. 37), 248 (n. 1), 262 (n. 21). Historia de la cultura en la América hispánica, México, FCE, 1947, en especial pp. 109-110, 134-125, 159-160.

Un minuto de historia - Pedro Henriquez Ureña

Publicado el 18 jul. 2011

 

Correspondencia cruzada entre Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes

Publicado el 18 nov. 2014

Con la conferencia magistral “Correspondencia cruzada: Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña” del escritor Adolfo Castañón, se inauguró el 11 de noviembre de 2014, en la Flacso México, la 'Cátedra ‘Pedro Henríquez Ureña’. Pedro Henríquez Ureña, nacido hace 130 años en Santo Domingo, República Dominicana, fue uno de los primeros en considerar a la nuestra como una región con gran producción intelectual y características únicas y comunes, diferentes a las que predominaban en España. Se puede decir que Henríquez Ureña fue uno de los creadores del concepto de “Latinoamérica”, cuando en el siglo XIX solo se distinguían los países individuales. Vivió en México, Estados Unidos, República Dominicana y Argentina, donde fue gran amigo de Jorge Luis Borges y maestro de Ernesto Sábato. El maestro Adolfo Castañón es un poeta, ensayista, editor, crítico literario y bibliófilo que nació en el Distrito Federal. Estudió en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y es miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua. Es admirador y estudioso de la obra de Alfonso Reyes, de quien ha dicho que fue "el poeta y crítico que sentó las bases de un canon moderno de la prosa y del verso para las letras mexicanas e hispanoamericanas". Entre sus obras destacan Alfonso Reyes, caballero de la voz errante (1988), Arbitrario de literatura mexicana (1995), La campana y el tiempo (2003), Viaje a México: ensayos, crónicas y retratos (2008), y Grano de sal (2009). La Cátedra “Pedro Henríquez Ureña”, es realizada por la Flacso México, la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y la Embajada de la República Dominicana en México.

 

por Arturo Ardao
Cuadernos Americanos Mueva época Año I Vol. 5
Setiembre / Octubre 1987

Universidad Autónoma de México

México 1987

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

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