Mi adorado Romualdo

 
Emilia y Genoveva eran dos hermanas cincuentonas, que vivían allá, por el barrio Jacinto Vera.
En un tiempo habían pertenecido a la alta sociedad montevideana, pero ahora, venidas a menos, vivían de una pequeña renta, de unas casas heredadas de sus padres. Y no habiendo conseguido un buen partido para casarse, permanecían "solteronas", como se decía en los años cuarenta. Porque ahora, que una mujer sea soltera no llama la atención a nadie, pero en esa década, era una tragedia. La que llegaba a los veinticinco años y no había pasado por el Registro civil, y por la Santa Iglesia, estaba sometida a toda clase de murmuraciones, de los conocidos y familiares, que ya la condenaban a vestir santos.
Emilia se había puesto su mejor vestido, aquel que usaba cuando iba a misa los domingos, se había maquillado y hasta había ido a los de Teresita, la peluquera.
-¿Vas a salir, Emilia?¿Por qué no me avisaste que hoy empezaba una novena? Así yo también iba.- Dijo Genoveva, viendo a su hermana tan acicalada.
-Es que no voy a ninguna novena, voy a una cita.- Contestó Emilia, muy desenvuelta.
-¿Una cita? ¡Ya sé, te vas a encontrar con Carmencita a tomar el Té!- Indagaba Genoveva.
-No, es una cita con un hombre.- Los ojos de Emilia brillaban de entusiasmo, mientras que los de Genoveva se abrían desmesurados, por el asombro que la noticia le causaba.
-¿Con un hombre? ¡Pero vos estás loca Emilia! Si tu no conocés a ningún hombre. ¿Me estás haciendo una broma, no?-
-De ninguna manera hermanita, sí que conozco, se llama Romualdo y me espera en la puerta de un cine.- Decía Emilia, mientras daba lo últimos retoques a su apariencia.
-¿Dónde lo conociste?- Genoveva no salía de su estupor.
-Bueno, en realidad hoy nos vamos a ver por primera vez. Él envió una carta al programa aquel, que escuchábamos a veces por la radio. Aquel de solos y solas. Bueno, yo le escribí, él me contestó y quedamos en encontrarnos hoy.-
Contaba, Emilia, mientras, casi vaciaba un frasco de perfume sobre su persona.
-¿Y por qué no me contaste nada?- Reprochó Genoveva.
-Por cábala. Tu envidia podría haber arruinado todo.-
Emilia dio un vistazo a su cartera, para ver si faltaba algo.
-Tené cuidado con esas citas a ciegas, nunca resultan bien.- Comentó Genoveva.
-¡Viste, viste, ya sabía yo! Sos un pájaro de mal agüero. Mejor me voy porque se hace tarde.-
Emilia se dirigió hacia la puerta.
-Emilia, por favor cuidate.- Recomendó su hermana mayor.
-Sí, no te preocupes. Hasta llevo condón y todo.- Dijo Emilia fastidiada.
-¡Jesús, María y José! ¿Cómo podés decir esa palabrota? Nunca lo hubiera creído de vos, Emilia.- Genoveva se persignó.
-Condón no es ninguna palabrota, es el apellido del hombre que lo inventó.- Replicó enojada, Emilia.
-¿Y vas a perder tu virginidad? ¡Es un pecado mortal!- La voz temblorosa, por la impresión que ese pensamiento le causaba, hacía que Genoveva quedara perpleja ante la respuesta de su hermana.
-Si se presenta la ocasión. ¿Quién sabe? ¿Para que quiero mi virginidad a los cincuenta y cinco años?-
-¡Santa Bárbara bendita! Si te oyera el Padre Renato.- Se escandalizaba Genoveva.
-¿El Padre Renato? Buena pieza es ese, yo lo vi en la sacristía abrazando a la viuda de Etchamendi.- Dijo, irónica Emilia. 
A lo que Genoveva respondió.
-La estaba consolando, a la pobrecita.-
-¡Sí, sí, consolando! Más bien parecía que quería hacer la parte del muerto.-
-¡No seas sacrílega, Emilia, Dios te va a castigar!- Genoveva se persignó nuevamente.
Emilia llegó al cine. Romualdo había dicho que era alto, delgado, de cabello cano, y que iba a ir vestido con un traje azul. No había nadie con esas características. Emilia esperó y esperó, pero Romualdo no se presentó. Entonces, ella, cruzó la calle y se sentó en un bar. No acostumbraba a hacer esto, porque desde niña le habían enseñado que no era de una señorita decente, entrar a esos lugares.
Desde allí veía la puerta del cine, por las dudas que llegara Romualdo. Estuvo más de una hora sentada ante una taza de té que se fue enfriando, sin que ella la probara.
Pagó y se fue. Pasó por una florería y compró un ramo de rosas rojas. Le pidió al dependiente del local que escribiera en una tarjeta: "Adorable Emilia: Estas rosas rojas representan la pasión que tú despiertas en mí. Tu Romualdo."
-Es que mi jefe me manta hacer cada encarguito.- Comentó Emilia, al muchacho de la florería.
Llegó a su casa, su hermana tejía. Aunque se moría por saber qué había sucedido entre Emilia y Romualdo, no iba a preguntar nada.
-¡Ay, Genoveva!- Suspiró Emilia.- Romualdo es un hombre maravilloso. Tan gentil, tan respetuoso, tan apasionado. Mirá el ramo de rosas rojas que me regaló. Mirá la tarjeta, mirá. ¡Es tan dulce!- Suspiró, nuevamente, Emilia.
Genoveva miró, desdeñosamente las rosas y la tarjeta, y comentó:
-Escoba nueva, siempre barre bien.-
Emilia dijo con ironía a su hermana mayor:
-Y no te preocupes, que todavía soy virgen. Aunque no seré, por mucho tiempo.-
Genoveva se puso roja de rabia.
A partir de ese día, Emilia salía todas las tardes, a sus "citas" con Romualdo, y siempre volvía con algún regalo de él: bombones, flores, cadenitas, collares, pulseras...
-¿Cuándo vas a traer a Romualdo a casa?- Preguntaba Genoveva.
-Cualquier día de estos.- Respondía Emilia.
-Lo invitaremos a cenar.- Proyectaba Genoveva, que quería lucirse ante su futuro cuñado, porque ella era una buena cocinera.
Emilia tenía muchas cartas de amor, de Romualdo. Cuando ella salía, Genoveva las leía una y otra vez. Se hacía la ilusión que estaban escritas para ella. Más de una vez, tomó una de esas cartas, y la escondió debajo de su almohada, para embriagarse con el perfume varonil de Romualdo, que despertaba su sexualidad reprimida durante toda una vida. Soñaba que ese hombre le pertenecía. Hasta una noche, soñó que hacían el amor. ¿Quién escribía aquellas cartas? Emilia pagaba a un tipo que tenía ínfulas de poeta y le venían bien los pesitos que ganaba haciendo cartas de amor. El tenor de sus misivas iba desde el amor más espiritual y platónico, al más ardiente, capaz de poner en ebullición a la más fría de las mujeres.
Genoveva terminó un pullover que estaba tejiendo, se lo dio a Emilia y le dijo:
-Tomá, lleváselo a Romualdo de mi parte, y decile que quiero conocerlo, después de todo, seremos de la familia.-
¡Con cuánto amor había tejido ese suéter! ¡Cuántas veces lo había acariciado y cubierto de besos!
-A Romualdo le va a encantar.- Dijo Emilia, guardando el buzo en su bolso.
Cuando salió a la calle, se lo dio al poeta que le escribía las cartas.
Luego fue a una joyería.
-Perdí mi alianza, y no quiero que mi marido se entere, voy a comprar otra igual. Por favor, grávele la inscripción de Romualdo a Emilia.-
La vendedora de la joyería entregó el anillo a Emilia, y esta lo puso en su dedo de inmediato.
Esa tarde, llegó muy alegre a su casa.
-Dice Romualdo que muchas gracias por el suéter. Genoveva, mirá.- Le mostró el anillo que lucía en su dedo, brillante como el sol.
-Sabés, Romualdo me propuso matrimonio. Nos casaremos dentro de dos meses.-
Genoveva se puso pálida, parecía que su corazón quería detenerse. Hasta Emilia se dio cuenta de ello.
-¿Qué te pasa, Genoveva, no te gusta la noticia? ¿No te ponés contenta por mi felicidad? Ya sé, siempre fuiste una envidiosa.-
Emilia se retiró a su cuarto. No vio las lágrimas que corrían por el ajado rostro de Genoveva. Esta, desquiciada, por ese amor imposible, se dirigió al escritorio que había sido de su padre, buscó una hoja y una lapicera y escribió:
"Mi adorado Romualdo:
No puedo resistir la idea de perderte, sin ti, no quiero la vida. Contigo aprendí lo que es el amor. Aunque nunca te vi, fui mil veces tuya. Pude sentir tus besos en mis labios y tu piel en mi piel.
Tuya por siempre, aún después de la muerte.
Genoveva."

Abrió un cajón del escritorio, sacó un revolver y se descerrajó un tiro en la sien.

Mabel Araujo
Taller de Escritura y Estilo de la Biblioteca "Carlos Roxlo", barrio La Teja (Montevideo)
Juan Ramón Cabrera - Coordinador

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