El lobizón verde

"El sol es una brisa más que se mete en la sangre y te hace evocar hechos, que tal vez no son historias protagónicas, porque los pobres entran a la misma de a muchos y los ricos se escriben - o les escriben - sus autobiografías".

Así se expresaba, sin rabia pero con firmeza uno de mis tíos, de bigotes gordos y pantalones grises.
Se decía en la familia que era medio raro por esas ideas de justicia social y porque además quería sembrar huertas al costado de las vías del ferrocarril para que todo el mundo tuviera verduras baratas. 
Conocía mucho sobre ferrocarriles; era maquinista jubilado, pero había sido foguista en aquellas máquinas negras y creo, por lo que dicen, que hasta mandadero. 

Le gustaba pensar, leer y comer mucho, por eso era barrigón. Parecía muy adusto y serio, siempre vestía de gris. Amaba las flores. Me acuerdo cómo regaba un jardín lleno de dalias y sapos que había al frente de la casa.
Cuando sin querer se nos caía la pelota sobre las plantas, y nos veía, el rezongo era largo y cansador. 
Solo había que esperar que dijera su conocida sentencia: "el fútbol es el opio de los pueblos"; y, si se daba cuenta de que nos reíamos de su encendida proclama, arremetía... : "así están los jóvenes de ahora; no tienen respeto; pero la culpa es de los padres. Nosotros jamás íbamos a contestar así a un mayor." Y si nos quedábamos escuchando, sin pausa nos empezaba a contar cómo Isabelino, su padre, o sea mi abuelo, era un indígena descendiente directo de los Guaraní-mbyá, traídos de las Misiones en los tiempos de don Fructuoso Rivera, que se instalaron cerca de San Pedro del Timote, en el pasaje del Carmen, fundando un pueblo con el mismo nombre.
Colorado por adopción y devoción a los Perafán de la Rivera. Anduvo aprendiendo historias de cuando Don Fructuoso y Bernabé corrían a los charrúas de Polidorio. Creció como pudo, entre molles y talas, se hizo baqueano de observar caminos de hormigas. 
Hablaba poco. No era de peleas, pero muy hábil para el cuchillo; y lo usaba. Tocaba muy bien la guitarra y gustaba inventar estilos y vidalas que hablaban de extraños animales y de antes. 
Y antes de él qué hubo?; más indios para adoctrinar!. 
Después se acercó a Durazno y ahí conoció a la abuela Isabel, mamá, que era descendiente de suizos-italianos, piamonteses, que llegaron integrando la legión de defensa de la fiel y conquistadora. 
Después se fueron para Durazno y "la Abuela" enseñaba, dando clases de escuela en medio del campo, debajo de un ombú centenario. 
Tenía como quince alumnos que llegaban a caballo, y de a caballo pasó Isabelino con su melena negra al viento y como una copla entradora le encendió la sangre. 
Debe haber sido por el '95, porque yo soy del siglo. 
En ocasiones, después de andar meses campo adentro y sol afuera, venía con ganas de contar alguna de "sus cosas". 
Andaba por al aracuaí, acariciado por sarandíes y molles chicos, descansando del sol al brillo de la luna, escuchando el chapotear de las tarariras y el cantar de los sapos, cuando se me apareció, de atrás de una nube.
Me apoyé en el codo y levanté la cabeza para ver mejor entre las llamas del fogón. No me dio miedo ni nada. Solo lo quedé mirando. No era indio, ni tampoco gaucho, ni pueblero.
Era chico pero no era niño, era peludo pero no era lobo.
Él también me miró. Sentí como un resplandor verde en el cuerpo. Avanzó sin miedo ni nada. No tenía sombrero ni bombachas pero no estaba desnudo. Se acercó un poco más y observó mis botas de potro, bastante raídas; tengo que hacerme otras, pensé mientras escuché que me hablaba con un acento raro, metálico.
-"Era un lindo animal, lástima que murió joven".
Lo miré en chico como para entenderlo, pero no le pregunté nada.
-Si hacen tantas botas se van a quedar sin caballos!.
Ahora lo miré un poco más grande, pero tampoco dije nada.
-Un pueblo sin caballo no es pueblo, dijo.
Bueno, ahora sí lo miré grande a los ojos y pucha, me encandilé en el verde intenso. Se me movió el músculo de la sorpresa cuando le observé la cabeza ovalada y llena de orejas cortas y luminosas.
Pero seguía sin miedo.
-Ud. es de por aquí?, le pregunté.
-No, soy de por allá.
Levantó la rara cabeza y los ojos iluminaron como un candil verde el cielo y las estrellas.
-De tan alto, y qué lo trajo tan abajo?, se cayó?.
-No. Estamos en luna nueva de primavera y es tradición en mi pueblo, desde hace miles de años, que el último de los catorce hermanos varones venga al planeta bordado.
-Planeta bordado, y eso qué es?.
-Aquí, donde estamos.
-Estos son los campos de Don Félix Villanueva de León, en los pagos de Aguas Corrientes, nada más.
-No se enoje, usted me preguntó.
Se movió con rapidez y quedó sentado encima de un tronco de ceibo blanco, mientras me decía que todas las cosas en el planeta bordado estaban relacionadas como los tramos de una red, pero que el hombre la iba a romper.
Lo miré mejor; era bien raro. Tenía patas largas, bien formadas y en las manos los dedos eran luminosos. No entendía lo de la red y me callé. Lo observé desde mi costado; estaba comiendo una flor de arazá.
-Son buenas para el equilibrio.
Dio otro salto y se trepó en un eucalipto nuevo de un montecito recién plantado por Don Félix. Pensé que el azulito gris se iba a venir abajo, pero no. Se metió una hoja tierna en la boca y movió de nuevo los candiles verdes.
-Estos árboles se van a comer a todos los otros, igual que los hombres a los animales.
-Están para eso, le dije sin ganas de seguir conversando, esperando que se aburriera y me dejara solo.
Me sorprendió cuando me dijo:
-Ya me voy; pero recuerde que se lo avisé, si se rompe la red, se acaba el equilibrio.
Sin darme tiempo para nada, se tiró del tronco y empezó a correr hacia arriba, hacia el cielo, apoyado en sus patas delanteras, mientras las traseras tiraban fuego. Corría rápido hacia las Tres Marías. Acomodé el codo contra el pasto y me quedé mirando el fuego.
-Igual, quién me lo v'a creer!.

Tabaré Arapí en "Entre cuentos, historias y canciones". Editado en 1994.

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