Cultura, personalidad y psicoanálisis. 

Sobre el debate entre la antropología y el psicoanálisis a la luz de los datos etnográficos.  
Lic. Ismael Apud

“Si se hiciera un inventario de todas las costumbres observadas, de todas aquellas imaginadas en los mitos así como de las evocadas en los juegos de los niños y de los adultos, de los sueños de los individuos sanos o enfermos y de las conductas psicopatológicas, se llegaría a una especie de tabla periódica como la de los elementos químicos, donde todas las costumbres reales o simplemente posibles aparecerían agrupadas en familias y donde nos bastaría reconocer aquellas que las sociedades han adoptado efectivamente” 

 

C. Levi- Strauss[1]

 

Los primeros encuentros: Malinowski y la familia matrilineal

           

El siguiente trabajo consiste en un breve recorrido por aquellos intercambios y debates que en la primera mitad de siglo XX realizaron el psicoanálisis y la antropología cultural. Dicho encuentro marcó sin duda una época, y fue a través del mismo que comenzaron a entrecruzarse –etnografía mediante- problemas como la educación infantil, la enfermedad mental, y su relación con la diversidad de la cultura y lo social. Los primeros intercambios entre la antropología y el psicoanálisis comienzan en los años veinte en Gran Bretaña. Tanto W. H. Rivers como C. G. Seligman se acercan al psicoanálisis al estudiar las neurosis traumáticas de guerra producto de la primera guerra mundial. Ambos son los primeros en preguntarse sobre las posibilidades de aplicación de La interpretación de los sueños sobre el campo antropológico, y ambos rechazan la importancia que Freud daba a la sexualidad. Otro antropólogo importante en el debate fue Alfred Louis Kroeber, quien en esta misma década critica los postulados evolucionistas y las nociones antropológicas que Freud desarrolla en Tótem y tabú. Sin embargo la crítica de mayor importancia comenzará unos años más tarde, cuando Bronislaw Malinowski, en base a su experiencia etnográfica en las islas Trobriand de la Nueva Guinea Melanesia, cuestiona ciertas concepciones psicoanalíticas. Es en 1927 que en Sexo y represión en la sociedad primitiva, expondrá sus más grandes objeciones en torno a dos grandes temas que serán los dos ejes sobre los que girarán los debates posteriores:

 

 

1- Crítica al complejo de Edipo.

 

Partiendo de su experiencia etnográfica con ciertas comunidades de la Melanesia occidental y su organización familiar matrilineal concluye que; “El complejo tratado exclusivamente por la escuela freudiana, y que ésta supuso universal –me refiero al complejo de Edipo- corresponde esencialmente a nuestra familia patrilineal aria, con una desarrollada patria potestas, sostenida por la ley romana y la moral cristiana, y acentuada por las condiciones económicas modernas de la burguesía acomodada. Sin embargo se supone la existencia de este complejo en toda sociedad primitiva o bárbara” (Malinowski, 1974:49-50). En la sociedad matrilineal  trobriandesa el marido no es considerado el padre de los hijos, sino que existe la creencia de que sus espíritus se encuentran encerrados en el vientre de la madre, por lo que no participan en su procreación. Por otro lado, los mitos de creación aluden a una espontaneidad procreativa de la madre ancestral, desligando de toda responsabilidad a la participación de un padre fecundador. “Lo que más nos interesa en ellos es que los primeros grupos ancestrales, cuya aparición menciona el mito, están compuestos siempre por una mujer, a veces acompañada por su hermano, a veces por el animal totémico, pero nunca por su marido. Algunos mitos describen explícitamente el modo de propagación de la primera antepasada. Ella empieza la línea de sus descendientes por una exposición imprudente a la lluvia, o porque, mientras descansaba recostada en una gruta, es traspasada por el goteo de las estalactitas, o porque al bañarse la muerde un pez. De este modo ‘la abren’, y un niño-espíritu entra en su seno y queda embarazada. Así en lugar de la fuerza creativa de un padre, los mitos revelan los poderes procreativos espontáneos de la madre ancestral” (ibid., 127). Sin embargo podemos ver como dicha “espontaneidad procreativa” a la que alude Malinowski, no es en ningún modo independiente de un segundo agente que siempre penetra activamente y que perfectamente puede ser concebido desde un punto de vista psicoanalítico como un símbolo de la virilidad paterna. Ahora bien, malinowski,  conciente de esta diferencia metodológica entre un método sociológico y uno interpretativo-simbólico, expondrá sus razones unas páginas más adelante: “…la tesis según la cuál en una sociedad matriarcal el mito encierra conflictos de naturaleza específicamente matrilineal resultará mejor avalada si se basa solamente en argumentos incuestionables… no necesitamos basarnos tanto en reinterpretaciones indirectas o simbólicas de los hechos… las situaciones que nosotros entendemos como resultado directo del complejo matrilineal, pueden, por medio de un manipuleo artificial y simbólico, adaptarse a una perspectiva patriarcal” (ibid, 131). Tal sería el caso de la respuesta del psicoanalista Ernest Jones, a través del concepto de la represión de elementos ya reprimidos, donde la ignorancia de la paternidad y la matrilinealidad serían mecanismos defensivos para desviar el odio hacia la figura paterna. Esta idea será retomada por Roheim, quien concibe al niño-espíritu como falo y a las figuras que acompañan a la mujer como sustituciones simbólicas del padre.

           

En cuanto a los aspectos socio-económicos la madre posee sus propios bienes y el padre no posee ningún tipo de coerción frente a ella. La paternidad es para los melanesios un tema puramente social, siendo el padre una especie de “niñera”. A diferencia de la sociedad patrilineal occidental, el padre trobriandés no transmite  su linaje, ni sus bienes y no posee autoridad social alguna sobre el hogar. El papel de ley y autoridad tribal, de represión y prohibición, serán representadas por el tío materno, aunque no de la misma manera que en las sociedades patrilineales. Por un lado, al ser una sociedad matrilineal y patrilocal, el tío materno vive en otra choza, y por lo general en otra aldea, ejerciendo una acción a distancia que no puede ofrecer la opresión íntima que posibilitaría el compartir un mismo techo. Él es entonces el poder y la figura que se idealizará como autoridad y modelo a seguir, así como será el personaje en el que se depositarán las pulsiones hostiles de rivalidad. No será entonces aquel personaje freudiano de la “novela familiar neurótica” con el que se construye tanto una rivalidad como también un afecto de convivencia en la intimidad del hogar. El padre trobriandés, que cohabita con el niño, se ve desligado de las funciones represoras y del ser depositario de la hostilidad de su hijo, evitándose la contradicción ambivalente de amor y odio en una misma figura, tal y como sucede en las sociedades patriarcales. Bajo el argumento del avunculado y el desconocimiento de la paternidad en los trobriandeses, Malinowski se aleja entonces de una concepción fisiológica de la paternidad, para enfatizar en una dimensión psicológica de las estructuras sociales.

           

En cuanto a la prohibición del incesto, en el caso de esta sociedad melanesia, Malinowski sitúa el énfasis en la relación incestuosa entre hermano y hermana. La relación padre-hija, si bien se considera moralmente reprensible, no se la considera una violación a la exogamia, pues como vimos, padre e hijos no pertenecen a un mismo clan. La prohibición se basa en algo así como una falta de respeto al acostarse con la hija de la mujer con la cual se cohabita, y no tiene repercusiones en el folklore o en las prescripciones consideradas como más aberrantes. En cuanto a las relaciones entre hijo y madre, Malinowski relata algunas historias un tanto jocosas: “Naturalmente, en cuanto los nativos me contaron sus sueños eróticos, estuve de inmediato sobre la pista de sueños incestuosos. A la pregunta: ‘¿Sueña alguna vez así con su madre?’ la respuesta era una negación calma y sin emoción. ‘La madre está prohibida, sólo un tonagoka (imbécil) soñaría una cosa semejante. Ella es una mujer vieja. Nunca sucedería una cosa así” (ibid, 117). Vemos como en este relato se apela a un escaso interés sexual debido a la diferencia de edad y a un problema que se podría decir apela a cierto ‘sentido común’. ¿Qué persona sería tan “imbécil” de acostarse con una mujer de edad avanzada? Pero, si la misma pregunta se traslada a la hermana, la respuesta se carga de una fuerte afectividad y rechazo. El incesto entre hermano-hermana sería entonces la forma más reprensible de infringir las reglas exogámicas, y no encontraría el mismo correlato en la infracción exogámica con mujeres de un mismo clan, que es considerado en la aldea trobriandesa como un don juanismo picarón y galantesco.

           

El complejo de Edipo sería entonces para Malinowski un conjunto de actitudes y afectos desarrollados en las sociedades patriarcales desde una temprana infancia. En la sociedad matrilineal encontramos otro tipo de “complejo familiar” o “complejo nuclear”, donde el sistema de afectos se establece de otro modo, por lo que lo esencial y universal no estaría en el complejo de Edipo, sino en el Complejo Familiar, el cuál diferiría de sociedad en sociedad.  En el caso del complejo familiar de las Trobriand “la actitud ambivalente de veneración y antipatía se produce entre el hombre y el hermano de la madre, mientras que la represión del deseo del incesto sólo se da con la hermana. Si aplicamos a cada sociedad una fórmula sucinta aunque algo tosca, podríamos decir que en el complejo de Edipo subyace el deseo reprimido de matar al padre y casarse con la madre, mientras que en la sociedad matrilineal de los trobriandeses el deseo es casarse con la hermana y matar al tío materno” (ibid, 102).

           

En aras de la nomenclatura científica Malinowski decide abandonar el término “complejo” –schlagwort-, que podría arrastrar consigo ciertos vicios psicoanalíticos, principalmente aquellos que conciben las emociones como una instancia psíquica reprimida -o sea un sistema negativo y no una positividad de afectos mentales-. Propone entonces sustituirlo por la noción de “afecto” –sentiment- de Shand, para designar un sistema de emociones organizadas, sustituyendo la noción de complejo nuclear de la familia, por la de “afectos familiares”, que serían el conjunto de complejas actitudes adquiridas, en oposición a tendencias innatas. De esta forma reivindicará la importancia de lo adquirido en los llamados “instintos”. La plasticidad de estas tendencias será la condición fundamental de la cultura, la cuál, más que contrarrestar las tendencias naturales, las elabora y desarrolla positivamente. A su vez dichas emociones interactúan como un sistema interdependiente, existiendo ciertas tendencias a reprimirse o excluirse mutuamente. Este enfoque positivo de los afectos como sistema organizado de carácter adquirido, marca un distanciamiento con el psicoanálisis, por medio de la adopción de  ciertas nociones provenientes de un behaviorismo[2] que para esa época recién comenzaba a desarrollarse. Desde esta nueva perspectiva se inclina a estudiar los procesos de condicionamiento cultural en una teoría de las necesidades desde su clásico enfoque funcionalista[3]. Partiendo de esta  noción positiva de la costumbre, Malinowski criticará  los estudios de las nomenclaturas de parentesco, siendo éstas tan sólo el reverso ideal y discursivo de la positividad real de los sentimientos y afectos que recorren la vida nativa. A partir de allí formula su teoría de un origen del parentesco en la familia nuclear, siendo el parentesco tan sólo extensiones de aquellos lazos y afectos que conforman dicho sistema de afectos llamado familia. De esta manera es capaz de derivar toda la estructura social de un conjunto psicológico de emociones y sentimientos que pueden ser llevados hacia sus raíces universales, por ejemplo en la necesidad de dependencia, seguridad, reproducción, etc.

           

El problema radicaría entonces en el carácter que el complejo de Edipo tiene de fuente y origen de la cultura en el psicoanálisis. Para Malinowski cualquier complejo familiar –o sistema de afectos familiares- es una formación funcional que depende de la cultura y la forma que ésta tiene de moldear las necesidades de sus individuos, siendo entonces tan sólo el subproducto natural de la aparición de la cultura. “La transición real del estado natural al cultural no se hizo de un salto, no fue un proceso rápido y tampoco sin duda una transición brusca. Tenemos que imaginar que el desarrollo temprano de los primeros elementos culturales –el lenguaje, la tradición, las invenciones materiales, el pensamiento conceptual- fue un proceso arduo y muy lento logrado por la acumulación de una infinidad de pasos infinitamente pequeños integrados a través de enormes períodos de tiempo” (Malinowski, 1974:169-170). Una de las características esenciales y exclusivas del hombre sería la permanencia de los lazos familiares más allá del período de madurez. Dicha característica permite la transmisión de las distintas adquisiciones culturales de generación a generación. A partir de esta extensión de los lazos familiares es que la sexualidad (el incesto) y la agresividad (rebelión contra la autoridad) se vuelven un problema. Esta concepción refutaría los postulados freudianos de la familia como origen exclusivo de la cultura. Por ejemplo, en el caso de Tótem y tabú y la hipótesis de la horda primitiva, se establece lo que Malinowski llama un argumento circular, donde se explican los orígenes de la cultura en base a la existencia previa de elementos culturales tales como el remordimiento -propio de una conciencia-, rasgo mental que la cultura impone al hombre. “Es fácil percibir que la horda primitiva ha sido provista de todo el mal humor, los prejuicios y los desajustes de una familia europea de clase media a la que se soltó luego en la selva prehistórica para caer en el desenfreno de la más atractiva pero ilusoria de las hipótesis” (ibid,169)[4].

 

2- Crítica al desarrollo evolutivo del individuo.

 

Esta segunda crítica se realiza principalmente sobre los Tres ensayos sobre la teoría de la sexualidad infantil. Recordemos brevemente que Freud en dichos ensayos establece un desarrollo ontogénico “congénito” y universal en la organización psíquica, bajo la premisa de una sexualidad infantil en desarrollo; el niño transita por diversas fases, que culminan con una sexualidad genital madura. Es esta universalidad la que critica Malinowski mediante su experiencia etnográfica: “La teoría psicoanalítica del complejo de Edipo se estructuró en un primer momento sin ninguna referencia al contexto cultural o sociológico. Era muy natural, porque el psicoanálisis empezó siendo una técnica de tratamiento basada en al observación clínica. Posteriormente se amplió para constituir una teoría general de las neurosis; después, una teoría  de los procesos psicológicos en general; finalmente, llegó a ser un sistema por el cual habrían de explicarse la mayoría de los fenómenos del cuerpo y la mente, de la sociedad y la cultura. Tales pretensiones eran sin duda demasiado ambiciosas, pero aún su realización parcial sólo habría sido posible mediante una cooperación inteligente y activa entre los expertos del psicoanálisis y los demás especialistas” (Malinowski, 1974:147)

           

El período de lactancia (oralidad) es relativizado en dos puntos principales. En primer lugar en la sociedad Melanesia el destete no se produce bruscamente sino mucho mas tarde, cuando el niño ya vuelca espontáneamente su interés hacia otras cosas y otros alimentos, perdiendo el interés por el pecho materno. Por lo tanto se postula una inexistencia de la frustración oral tal y como la conocemos en el mundo occidental. Otro punto de discordia es el de concebir la relación entre el niño lactante y su madre como esencialmente sexual. Para Malinowski esto sería inconcebible pues los instintos, desde su punto de vista funcionalista, deben ser definidos por su función y no por simples métodos introspectivos que enfaticen en el placer o el dolor, ambas características esenciales a todo instinto en general. Así, mientras en las relaciones sexuales las funciones son principalmente de fecundación, las vinculadas al amamantamiento  son de nutrición y protección. Y, siguiendo la teoría de los afectos de Shand, el desarrollo del individuo consistiría en la organización progresiva de las emociones, a lo que Malinowski agregará la continuidad de los recuerdos emocionales y la construcción gradual de una actitud sobre el modelo anterior. Partiendo de estos postulados es que se explica como la aparición del impulso sexual despierta el recuerdo de aquellas experiencias de placer y frustración que el niño occidental padeció en su lactancia. Se trataría entonces tan sólo de una identidad parcial que no tendría existencia alguna entre los animales. La prohibición del incesto sería un mecanismo cultural, en base a la necesidad de una organización de los afectos permanente, con divisiones sexuales en las tareas fundamentales (autoridad, protección, nutrición), diferenciación en edades, entre otros. Y, como vimos anteriormente, la autoridad masculina dentro de este sistema de afectos no tiene porque ser necesariamente encarnada por el padre fisiológico.

           

En cuanto a la fase anal y las funciones excretoras, la sociedad de las Trobriand parece no someter a sus niños a un régimen esfinterial restrictivo, por lo que sus niños parecen prácticamente desconocer la fase anal tal y como es postulada en los Tres ensayos, al punto que se llega a formular la inexistencia del sentido de la decencia y la  indecencia que la fase anal traería tempranamente consigo, y que implicaría una falta del erotismo paricular desarrollado entre el hijo y sus progenitores en esta fase. En el caso de la latencia, vemos nuevamente una relativización social de su constitución[5]. Por ejemplo entre los campesinos el período de latencia resulta mucho menos pronunciado; las prácticas sexuales de sus padres (escena primaria), los asuntos genitales y los tecnicismos sexuales son conocidos desde temprano, siendo tan sólo reprimidos de manera sistemática en los niños burgueses. Y volviendo nuestra mirada hacia Melanesia, los tabúes sobre el sexo por general no existen: “Si consideramos que estos niños corretean desnudos, que sus funciones excretoras son tratadas de manera franca y natural, que no existe un tabú sobre la desnudez en general, o sobre ciertas partes del cuerpo en particular; si consideramos además que a los tres o cuatro años los niños empiezan a darse cuenta de que existe una cosa tal como la sexualidad genital, y de que muy pronto se constituirá para ellos un placer, igual que otros juegos infantiles, vemos entonces que son los factores sociales más que los biológicos los que dan cuenta de la diferencia entre las dos sociedades” (Malinowski, 1974:85). Ante el juego sexual infantil, que Malinowski describe como directo y sin disimulos, los adultos reaccionan con normalidad, denominándolos “diversiones copulativas” o bien se dice que juegan al matrimonio. Es entonces que mientras entre nosotros se produce en esta época de la infancia la interrupción de la sexualidad y su correspondiente amnesia, conformándose el período de latencia, en Melanesia la sexualidad se desarrollaría en forma gradual y continua, hasta alcanzar la pubertad. Por último los trobriandeses de Melanesia no poseen ritos de iniciación en la pubertad. Esta última comenzaría antes que en nuestra sociedad, y cuando aparece los niños ya han iniciado sus actividades sexuales. “En la vida social del individuo, la pubertad no constituye un momento crítico de cambio radical como en las comunidades primitivas donde existen las ceremonias de iniciación. Gradualmente, a medida que se va haciendo hombre, el muchacho empieza a participar más activamente en las actividades económicas y las ocupaciones tribales” (ibid., 93).

           

En conclusión, “…la organización social de la matrilinealidad trobriandesa se halla en armonía casi total con el curso biológico del desarrollo, mientras que la institución del derecho paterno de nuestra sociedad obstaculiza y reprime una serie de impulsos e inclinaciones naturales” (ibid., 99). Vimos como el proceso de destete no se realiza de forma abrupta, permitiendo que el niño gradualmente lo sustituya por otras fuentes de alimento y placer; no se condena el sexo, los juegos sexuales y el conocimiento de la genitalidad, por lo que el niño no experimenta la represión abrupta que caracteriza la latencia en nuestra sociedad occidental. Sería recién en la pubertad que podríamos hablar de la consolidación de un sistema de tabúes y represiones, y que consistirían en la sumisión a la ley matriarcal y las prohibiciones de la exogamia, que recaen principalmente sobre los hermanos si nos remitimos al núcleo familiar. El complejo familiar en el desarrollo del niño se constituiría entonces mucho más tarde que en nuestras sociedades, y las frustraciones que ocasiona casi no influyen en la sexualidad infantil. Dicha organización armónica sería la causa de la escasez de trastornos neuróticos y perversiones en las Trobriand. Además dicha sociedad evita la ambivalencia y contradicción que supone depositar en una misma figura paterna la autoridad y el amor afectuoso; pues mientras que en el derecho materno la autoridad es encarnada por el tío materno bajo una relación distante y el padre convive bajo el papel de amigo tierno, en el derecho paterno el padre debe incorporar ambos aspectos generando un conflicto en la organización de los afectos.

 

Cultura y personalidad

 

El debate entre la antropología y el psicoanálisis se trasladó posteriormente a Norteamérica, principalmente con antropólogos influenciados por el particularismo histórico boasiano. Franz Boas fue uno de los primeros antropólogos norteamericanos en entrar en disputa con el evolucionismo de la época. Insistiendo en la variedad de la historia y la imposibilidad de establecer secuencias paralelas, se opuso a aquellas ideas evolucionistas (tanto racionalistas, difusionistas como racistas) que establecían una secuencia de desarrollo desde el primitivo hasta la sociedad moderna[6]. Proclamó entonces un empirismo, basado en la recopilación etnográfica, los datos históricos y la creatividad espontánea del ser humano. Boas pretendía entonces determinar históricamente los procesos psíquicos que llevan al establecimiento de una costumbre, lo cuál implica el estudio de la relación entre el individuo y la cultura. Es entonces que el interés por los procesos mentales produjo un acercamiento del particularismo histórico al psicoanálisis, en tanto su oposición a las ideas evolucionistas de la época actuó a modo de crítica.

           

 

1- Ruth Benedict

 

Una de las principales alumnas de Boas fue Ruth Benedict quien, en Patterns of culture (1934) desarrolla una psicología de la cultura, así como critica los postulados evolucionistas psicoanalíticos, principalmente aquellos que establecen una universalidad en el desarrollo del infante.  “La civilización occidental, a causa de circunstancias históricas fortuitas, se extendió más ampliamente que todo otro grupo conocido. Se ha impuesto sobre la mayor parte del globo, y ello nos ha conducido a aceptar la creencia en la uniformidad de la conducta humana, que bajo otras circunstancias no habría surgido… [más adelante]… consideramos la conducta de niños pequeños tal como está modelada en nuestra civilización e indicada en las clínicas infantiles, como la psicología infantil o como el modo en que el pequeño animal humano está sujeto a conducirse. Lo mismo ocurre cuando se trata de nuestra ética o de nuestra organización de la familia. Sostenemos siempre que es inevitable una motivación familiar; tratamos siempre de identificar nuestros propios procedimientos locales de conducirnos con la conducta, o nuestros propios hábitos socializados, con la naturaleza humana… las fuentes de esa tesis se encuentran muy atrás, en lo que parece ser, dada su manifestación universal entre los pueblos primitivos, una de las más remotas características humanas: la diferencia específica entre ‘mi propio’ grupo estrecho, cerrado, y el extraño” (Benedict, 1971:12, 13-14). En el caso de la adolescencia por ejemplo, Benedict enfatiza en su carácter social, en oposición a aquellas concepciones que la determinan de forma inevitable como correlato psíquico de la pubertad. “Aun en esas culturas que han dado mucha importancia a este rasgo, la edad en que concentran su atención varía en un gran margen de años. Por eso salta inmediatamente a la vista que las llamadas instituciones de la pubertad tienen un nombre inapropiado si seguimos pensando en la pubertad biológica. La pubertad que reconocen es social y las ceremonias son, de una u otra manera, un reconocimiento de la nueva situación a que llega el joven… Lo que condiciona en una cultura la ceremonia de la pubertad no es la pubertad biológica, sino la que la calidad de adulto significa en ella” (Benedict, 1071:29-30). Y dependiendo de la sociedad dependerá el carácter conflictivo o no de la misma, pudiendo transitarse de forma tranquila, o bajo preceptos y prácticas mortificantes.

           

En cuanto a la problemática entre individuo y sociedad, Benedict retoma la importancia de la historia como proceso realizado por y más allá de los individuos. Pues si bien la cultura es sostenida por la suma de ellos, también es cierto que existe una historia que los precede, y por la que se transmite la cultura. En esta continuidad es que la cultura y la tradición se ofrecen a los individuos como materia prima, que posibilitaría en mayor o en menor grado la distribución y actualización de las potencialidades individuales. A diferencia del conflicto inevitable entre individuo y sociedad que Freud establece en El malestar en la cultura, Benedict nos habla, de una forma que nos recuerda a Malinowski, de cómo la ley no es un equivalente al orden social, y como el hábito colectivo no necesariamente implica una autoridad legal o una restricción determinada. Dicha equivalencia sería el producto de que en nuestra civilización dichas actividades se particularizan y se identifican con la sociedad en un sentido estricto y normativo.

           

El criterio de anormalidad es fijado desde esta perspectiva bajo el problema de la adaptación personal a las conductas y motivos que rigen a la cultura en la que el individuo se encuentra. Se trata de aquellos individuos cuyas respuestas congénitas caen en un sector diferente al arco de las conductas humanas establecido por su sociedad. La esfera de la normalidad variaría entonces de cultura en cultura, y las respectivas desviaciones serán toleradas en mayor o menor medida según la sociedad en cuestión. Y aquellos síntomas que son considerados por nuestra cultura occidental como patológicos –síntomas histéricos, epilépticos, paranoides, megalomaníacos- pueden ser utilizados por diversas instituciones en otras culturas, por lo que la normalidad dependerá de la distancia de determinadas conductas individuales en relación a los patrones culturales de la sociedad en la que se encuentren. “El patrón cultural de toda civilización hace uso de un cierto segmento del gran arco de los propósitos y motivaciones potenciales humanos, exactamente como hemos visto en un capítulo anterior que toda cultura emplea cierto equipo seleccionado de materias técnicas o rasgos culturales. El gran arco a lo largo del cual todas las posibles conductas humanas se distribuyen, es demasiado inmenso y está demasiado lleno de contradicciones para que una cultura cualquiera utilice siquiera una considerable porción de él. La selección es el primer requisito” (ibid., 204). Los patrones culturales no son tipos, en el sentido de una constelación fija de rasgos. La perspectiva configuracionista de Patterns of Culture, no busca establecer un número limitado de tipos, sino que estudia como diferentes rasgos son seleccionados del gran arco de la experiencia humana para integrarse y conformar una cultura específica. Los rasgos seleccionados son disposiciones innatas en el ser humano, y serán incluidos o no en la estructura del carácter de los adultos. Dicha noción de una experiencia humana como un amplio espectro común y universal a toda sociedad e individuo se mantendrá en boga, inclusive en opositores de esta antropología cultural, como Geza Roheim y Georges Devereux. La causa de esto quizás se encuentre en ciertos puntos que Linton cree son unánimemente incuestionables entre los antropólogos: 1) que los patrones de personalidad difieren de una sociedad a otra; 2) que existe una gran variabilidad en las personalidades de los miembros de cualquier sociedad; 3) que en todas las sociedades se encuentra el mismo campo de variabilidad y los mismos tipos de personalidad (Linton, 1962:132)

           

Partiendo de esta idea de los patrones culturales es que Benedict en Patterns of culture realiza un análisis etnográfico, tomando a su vez las nociones de lo apolineo y lo dionisíaco de Nietzsche y El nacimiento de la tragedia[7], concibiéndolos como dos “tipos psicológicos”. A través de estos así como de conceptos psicológicos generales desarrolla una psico-etnología de tres culturas: los indios Pueblo de Nuevo México, los Dobu de la Melanesia Occidental, y los Kwakiutl de la Costa Noroeste de Norteamérica.

           

En tanto la mayoría de los indígenas norteamericanos fueron dionisíacos, pues valorizaban las experiencias fuertes que van más allá de la rutina sensorial (guerra, alucinaciones shamánicas o iniciáticas, visión del sueño, utilización de drogas, etc) los indios Pueblo son apolíneos[8]. No buscan ni valorizan el exceso embriagante, prefiriendo la sobriedad y la mesura. No tienen hechiceros, solamente sacerdotes. La acumulación del poder o el éxito en una sola persona es reprobada. En cuanto a su sistema de parentesco, poseen una estructura matrilineal y matrilocal, dónde el hermano de la madre es el jefe del hogar. Sin embargo, y a diferencia de lo que Malinowski nos describía en relación a las Trobriand, Benedict nos dice que los Zuñi no reconocen autoridad ni disciplina, debido a la escasa formalidad de lo cotidiano y el poco interés en los bienes. Y de esta forma concluye: “Todas las disposiciones obran en contra de la posibilidad de que el niño sufra de un complejo de Edipo. Malinowski ha señalado que entre los Trobriands la estructura de la sociedad da al tío esa autoridad que en nuestra cultura está unida al padre. Entre los zuñi los tíos no ejercen autoridad. No se toleran las ocasiones que reclamarían su ejercicio. El niño crece sin los resentimientos y sin los compensatorios ensueños diurnos de la ambición que tienen sus raíces en la situación familiar. Cuando el niño se hace adulto, no tiene motivos que le conduzcan a imaginar situaciones en las que la autoridad sea destacada” (Benedict, 1971:94). Uno se pregunta entonces quien sanciona o quien establece que es lo correcto en la vida diaria. Según Benedict sería la estructura formal y no los individuos, pues, en la sociedad Zuñi el individuo no es autónomo sino que se ve sumergido en el grupo como unidad funcional. Y si bien son moderados en lo sexual, tampoco tienen sentido del pecado, la culpa, y no consideran el sexo como una serie de tentaciones a las que resistirse. Esto se refleja en sus ideas cosmológicas y su no-dualismo; no dividen el universo entre el bien y el mal sino que la vida se hace un continuo donde siempre existe la unidad entre el hombre y el universo.

           

Los Dobu se caracterizan por su peligrosidad. No tienen jefes, organización política u alguna forma de legalidad en su sentido estricto. Los celos, la sospecha y la traición son características de su personalidad, así como de su vida cotidiana y de sus matrimonios. Los linajes son matrilineales y la residencia se alterna de año a año, lo que obliga a uno de los esposos a vivir año por medio en territorio hostil. Esto divide la aldea entre los que pertenecen al linaje matrilineal y por lo tanto se muestran dominantes, y aquellos extranjeros, bajo el papel de dominados. La práctica de la magia se realiza a través de brujos y hechiceros; y la injuria no se realiza nunca abiertamente sino en secreto, traicioneramente. Cualquier enfermedad puede ser obra de un hechicero, llevando la desconfianza a niveles altamente paranoicos. “La hechicería y la brujería no son criminales. Un hombre meritorio no podría existir sin ellas. Hombre malo, por otra parte, es aquel que ha sido injuriado en la fortuna o en su cuerpo en los conflictos en que otros ganaron la supremacía. El hombre deformado es siempre un hombre malo. Lleva en su cuerpo la derrota que todos ven” (ibid., 149). La ostentación es algo que se oculta, pues puede llevar a la envidia, y por lo tanto al ataque de algún rival por medio de la hechicería. La risa está mal vista y el carácter duro es una virtud. Existe una gran competencia por las conquistas sexuales, así como una gran promiscuidad donde el adulterio no es mal visto. De esta manera “Las motivaciones que fluyen a través de toda la existencia dobuana son singularmente limitadas. Son notables por la coherencia con que las instituciones de la cultura las corporizan y el alcance que se les da. En sí mismas tienen la simplicidad de la manía. Toda existencia es competencia degolladora, y toda ventaja es ganada a expensas de un rival derrotado” (ibid., 126-127).

           

Los Kwakiutl son dionisíacos. Sus ceremonias apuntan al éxtasis, a través de danzas y cantos que llevan a un frenesí a veces incontrolable. “La inclinación dionisíaca de las tribus de la costa del noroeste es tan violenta en su vida económica, en su vida militar y en sus ceremonias de duelo como lo es en sus iniciaciones y bailes ceremoniales. Son el polo opuesto de los pueblos apolíneos y en esto se asemejan a casi todos los otros aborígenes de la América del Norte. Por otra parte, la pauta de cultura que les era peculiar estaba entretejida intrincadamente con sus ideas sobre la propiedad y la manipulación de la riqueza” (ibid., 159). La propiedad no sólo se vincula a los bienes materiales sino también a bienes nobiliarios, cantos, mitos, nombres hereditarios. En la búsqueda de prestigio, se realizan contiendas llamadas Potlatch[9]. Eran organizadas en ocasiones importantes, tales como el matrimonio, la iniciación, o bajo una franca rivalidad entre jefes. En éstas un jefe ofrecía un monto de bienes al otro, y de esta manera obligaba al mismo a restituir por lo menos la misma cantidad de bienes al año entrante. Se regalaban ropas, se consumían grandes cantidades de pescado, e inclusive se destruían diversos bienes materiales. De esta manera se efectuaba una rivalidad en la que se adquiría prestigio y nombre. La riqueza no era medida en acumulación de bienes materiales, sino que éstos resultaban tan sólo un medio para obtener prestigio social. Bajo esta configuración cultural, el matrimonio se regia por estas mismas leyes. Mediante una lucha de prestigio con bienes materiales, el pretendiente debía llegar al suficiente valor como para estar a la altura de las prerrogativas que se heredaban y podían transmitir. El prestigio se obtenía mostrando la superioridad en estas contiendas, bajo una desmesurada autoglorificación que Benedict asocia a la institucionalización de rasgos megalomaníacos. El triunfo implica a su vez el ridículo y el avasallamiento social mediante insultos y mofas donde se proclama la inferioridad de sus rivales. Esto tendría como reverso el temor al ridículo, a la vergüenza. “La megalomanía es un verdadero peligro en nuestra sociedad. Cabe encararla con diversas actitudes, entre ellas la de señalarla como reprensible y anormal; esta es la que hemos elegido en nuestra civilización. El otro extremo es convertirla en atributo esencial del ideal humano y esa es la solución en la cutura de la costa noroeste” (Benedict, 1971:191)

           

Vemos entonces como Benedict, a través de estos tres ejemplos etnográficos, expone su teoría de los rasgos culturales: “Las tres culturas, Zuñi, Dobu y Kwakiutl, no son meros agrupamientos heterogéneos de actos y creencias. Cada una de ellas tiene ciertos fines a los que está dirigida su conducta y a los que tienden sus instituciones. Difieren entre sí, no solamente porque cierto rasgo esté acá presente y ausente allá, y porque otro rasgo se encuentre en formas diferentes en dos regiones. Difieren aun más porque, como conjunto, están orientadas en direcciones diversas. Marchan a lo largo de caminos distintos en persecución de fines distintos, y los fines y los medios de una sociedad no pueden ser juzgados en términos de los de otra sociedad, porque son esencialmente inconmensurables” (ibid., 192). La diversidad de la cultura dependerá de aquellos rasgos culturales que sean elaborados o rechazados. Dichos rasgos se entrelazan entre sí para formar una totalidad tendiente a la  integración y la coherencia. “Una cultura, como un individuo, es una pauta más o menos coherente  de pensamiento y acción. En toda cultura hay propósitos característicos, no necesariamente compartidos por otros tipos de sociedad. Merced a estos propósitos, cada pueblo consolida más y más su experiencia, y en proporción a la urgencia de esos impulsos las categorías heterogéneas de la conducta adquieren aspectos de mayor congruencia” (ibid., 48). Ahora bien, dicha integración no es configurada de modo equilibrado por toda sociedad, sino que se trata de una tendencia, que puede encontrarse en forma extrema (como en los casos analizados anteriormente) o puede faltar en gran medida. La homogeneidad que presentan los casos anteriores sería el polo opuesto a las sociedades complejas como la nuestra, debido a su complejidad, diversidad y la velocidad de sus cambios.

 

2- Margaret Mead.

 

Siguiendo la línea de Benedict y siendo también alumna de Boas, Margaret Mead mediante su experiencia etnográfica en ciertas culturas de Oceanía estudió el condicionamiento cultural en los procesos de educación infantil y adolescente. El objetivo era el de cuestionar aquellas concepciones del desarrollo universal ontogénico a través de los distintos estadios (oral, anal, genital) tal y como se entendía en psicoanálisis, así como cuestionar aquella equivalencia entre la mentalidad primitiva y la infantil, también en Freud, así como en Levi-Bruhl y su noción de mentalidad prelógica.

           

En Coming of age in Samoa (1928) Mead describe como convive por nueve meses en las casas de las adolescentes samoanas. Es allí que observa como los niños son familiarizados  tempranamente con lo que es la sexualidad, el nacimiento y la muerte. A diferencia de la sociedad occidental, donde dichos temas son reprimidos y pueden llevar consigo grandes conflictos posteriores, en Samoa el individuo puede atravesar su vida sin problemas de corte neurótico. El onanismo, la homosexualidad y ciertas prácticas que nosotros consideramos “perversiones” no serían ni proscriptas ni reconocidas. “El aceptar como normal una esfera más amplia, proporciona una atmósfera cultural en la cual la frigidez y la impotencia psíquica no ocurren y donde puede establecerse siempre una adaptación sexual satisfactoria en el matrimonio” (Mead, 1993:207).  

           

En cuanto a las relaciones entre padres e hijos no es de un vínculo tan íntimo y emocional como en nuestra sociedad. El niño samoano aprende a confiar y escuchar a todos los adultos, y sus experiencias emocionales no se basan en el círculo restrictivo de un “novela familiar”. Son criados en casas donde puede haber media docena de mujeres y varones. Las figuras parentales edípicas del padre y la madre, se forman en el samoano por la suma de varias personas, que abarcarían tías, primas, hermanas mayores, abuelas y padre, los tíos, los hermanos, etc. Vemos entonces un proceso de interiorización diferente, donde la madre que cuida y dispensa amor, y el padre que se ofrece como modelo de identificación y autoridad, no son aplicables, pues dichas características se distribuyen en una cantidad de personas mucho más amplias. De esta manera el niño escaparía según Mead de los conflictos posesivos de amor, odio y celos característicos de nuestra familia occidental.

           

Al no existir el quiebre abrupto que en nuestra sociedad existe  entre la niñez y la adultez, la adolescencia en Samoa transcurre sin conflictos emocionales o angustias.  Las niñas comienzan ayudando en las labores del pueblo, y a medida que crecen comienzan a disfrutar de los amores ocasionales que se presentan para finalmente casarse y tener hijos. Si bien el desarrollo físico producto de la pubertad es muy parecido, no lo sería ese correlato psicológico que nosotros llamamos adolescencia y que se ha concebido como universal. Y esto debido a que la adolescencia como quiebre y espacio etario conflictivo no existiría en Samoa. El niño samoano desconoce nuestros  conflictos y contradicciones, tanto en lo sexual como en la incertidumbre de su proyecto y lugar social. “Entre los factores que integran el plan de vida samoano, contribuyendo a producir individuos equilibrados, bien adaptados y robustos, son sin duda, los más importantes la organización de la familia y la actitud hacia lo sexual. Pero es necesario destacar también el concepto educativo general que desaprueba la precocidad y mima al lento, al perezoso, al inepto… Esta táctica educativa tiende también a atenuar las diferencias individuales y anular los celos, la rivalidad, la emulación, esas actitudes sociales que se originan en las diferencias de talento y son de tan perdurables efectos sobre la personalidad adulta” (ibid., 207-208)

           

En Sex and temperament in three primitive societies (1935) Mead se plantea el problema del condicionamiento social en torno a las diferencias sexuales y los comportamientos y roles asignados a cada uno de los sexos. Siguiendo con la perspectiva configuracionista de Ruth Benedict[10], parte de la idea de que cada cultura acepta determinadas variantes en el espectro de comportamientos humanos, rechazando o ignorando otras. Dichos comportamientos tendrán sus respectivas variaciones de acuerdo al estatus, la edad, así como al sexo de la persona. Mediante un análisis comparativo entre los Arapesh, los Mundugumor y los Tchambuli, la autora se propone cuestionar la correlación que se establece entre los diferentes sexos y un temperamento determinado. Las actitudes temperamentales atribuidas por lo general a la mujer (pasividad, sensibilidad, afectividad hacia el niño) y al hombre (actividad, agresividad), serían condicionadas culturalmente, y demostrarían una vez más la maleabilidad de la naturaleza humana[11].

           

3-Síntesis neofreudianas.

 

Dentro de este gran debate entre la antropología y la psicología, surgieron a su vez psicoanalistas que intentaron conciliar de diversas maneras las hipótesis freudianas con la etnografía. Como vimos anteriormente, el relativismo cultural había puesto en jaque los postulados psicoanalíticos sobre un desarrollo ontogenético universal en el ser humano. Por otro lado estaba la crítica al complejo de Edipo, que desde Malinowski se vinculaba a una sociedad patriarcal y no a un universal del desarrollo psíquico humano. A partir de estas críticas fue que psicoanalistas como Karen Horney, Abram Kardiner y Erik Erikson comienzan a realizar síntesis entre los postulados psicoanalíticos y los de “Cultura y Personalidad”. Dichas síntesis variaron de autor en autor, a través de esquemas que conciliaban o divergían en mayor o menor medida con las ideas de Freud.

           

Dentro de los tres autores mencionados, Erikson es el que estuvo más cerca del modelo freudiano. Se mantuvo fiel a la teoría de la libido con los procesos de sublimación y represión, y su relación con el desarrollo del niño. Con respecto a este úlltimo, Erikson realiza ciertas modificaciones en esquema ontogénico de Freud, buscando ampliar su zona de alcance sin la necesidad de refutarlo. Propone entonces varios modos, zonas y modalidades, que redefinen las fases pregenitales (oral, anal y fálica) propuestas por Freud. Tenemos entonces que la zona oral es sólo el foco de un modo de relacionamiento, el incorporativo. Este modo dominará durante esta etapa, que Erikson prefiere denominar etapa oral-respiratorio-sensorial, pues la incorporación no sólo atañe a la zona de la boca, sino también al relacionamiento del niño a través del tacto, la vista, entre otros.  Dicho modo no será el único, sino que existirían a su vez otros modos auxiliares: el oral-incorporativo (morder), el oral-retentivo (apretar los labios), el oral-eliminatorio (escupir) y el oral-intrusivo (“meterse dentro del pecho”).  En la segunda etapa oral será el modo oral-incorporativo el que domine. También surge otra modalidad, la de tomar y aferrarse a las cosas, que implica una focalización ocular, una audición discriminativa, y el desarrollo motor de los brazos y manos. Las etapas orales forman el primer conflicto nuclear entre el sentimiento básico de confianza y el de desconfianza. La siguiente etapa será la anal-uretral-muscular.  Los modos dominantes serán los de eliminación y retención, en tanto las nuevas modalidades sociales desarrolladas serán el soltar y el aferrar. En esta fase se desarrolla el segundo conflicto nuclear entre la autonomía y su forma opuesta, la vergüenza y la duda. En la etapa genital infantil y ambulatoria el modo intrusivo es el que domina, y se agrega a las modalidades nuevas la de “conquistar”. Ambas modalidades se relacionan con lo fálico, con lo agresivo, y desarrollan el tercer conflicto nuclear entre la iniciativa y la culpa.

           

El conjunto de estos modos pregenitales conforman un sistema que se desarrollan hacia aquella utopía que según Erikson el psicoanálisis denomina “genitalidad”. Dicha organización es realizada sin embargo no de forma natural, sino mediante métodos de educación infantil que varían culturalmente. Partiendo de esta premisa Erikson se propone el estudio de los sistemas primitivos de educación infantil, partiendo de la idea que existe una educación sistemática entre los pueblos primitivos, y que dichas sociedades no son etapas infantiles de la humanidad sino que constituyen una forma completa de vida humana madura. Dicha educación preparará al niño para las circunstancias que le tocará vivir, por lo que se podrían trazar algunas relaciones entre el reforzamiento de algunas modalidades a través de la educación por un lado y las exigencias culturales del mundo adulto por el otro[12]. Por ejemplo entre los Sioux, donde no existe el destete abrupto, puede observarse sin embargo como se golpea al niño en la utilización del modo incorporativo de morder. “Una primera impresión sugiere que la exigencia cultural relativa a la generosidad recibía su impulso más temprano en el privilegio de disfrutar de la lactancia y en la seguridad que emanaba de una alimentación materna ilimitada. La generosidad venía acompañada de otra virtud, la fortaleza, cualidad que en los indios es más feroz y más estoica que la mera valentía. Incluía un grado siempre disponible de espíritu de caza y lucha, la inclinación a dañar sádicamente al enemigo y la capacidad de soportar penurias y dolores extremos bajo la tortura y la autotortura. ¿Acaso la necesidad de suprimir los tempranos deseos de morder contribuye a la fácil ferocidad de la tribu? En tal caso, debe ser significativo que las madres generosas intentaran despertar en sus hijos una ‘ferocidad de cazador’, alentando una eventual transferencia de la rabia provocada del niño a imágenes ideales de caza, de ataque, de matanza y de robo” (Erikson, 1983:123).

           

Erikson, con la ayuda de Kroeber, será introducido en las tribus Sioux y los Yurok, donde estudiará las relaciones entre la educación infantil en relación al sistema de valores y conductas de dichas conductas. Partiendo de la idea de que toda sociedad tiene su propia normalidad adulta y sus propias desviaciones concluye que “…sólo un sentimiento gradualmente creciente de identidad, basado en una experiencia de salud social y solidaridad cultural al final de cada crisis importante de la infancia, promete ese equilibrio periódico en la vida humana que, en la integración de las etapas yoicas, contribuye a establecer un sentimiento de humanidad. Pero toda vez que dicho sentimiento se pierde, toda vez que la integridad cede ante la desesperación y el rechazo, toda vez que la generatividad cede el paso al estancamiento, la intimidad al aislamiento, y la identidad a la confusión, es probable que toda una serie de temores infantiles asociados se movilice: pues sólo una identidad firmemente anclada en el ‘patrimonio’ de una identidad cultural puede producir un equilibrio psicosocial eficaz” (ibid., 371)

           

Kardiner y Horney representan el polo opuesto al de Erikson. Ambos marcan una gran distancia en relación a Freud, negando la teoría de la libido, la importancia de la sexualidad en el desarrollo del sujeto, la importancia de las fases ontogénicas, y la universalidad del complejo de Edipo. Tomemos por ejemplo a Karen Horney: “Es uno de los mayores méritos de Freud el haber contribuido a dar a la sexualidad su debida trascendencia; pero, entrando en detalles, se interpretan como sexuales muchos fenómenos que en realidad no son más que expresiones de complejas condiciones neuróticas, principalmente de la necesidad neurótica de afecto” (Horney, 1985:101). Horney separa los deseos sexuales de aquellos vinculados con el cariño  y la ternura, focos de interés para su lectura de la neurosis. El neurótico sería aquel que, amenazado en su necesidad de afecto, yergue sobre si defensas y temores que distan de lo culturalmente aceptable para su lugar de pertenencia. Dichas defensas serían el producto entonces de un sentimiento de soledad y vulnerabilidad que Horney denomina “angustia básica”, y que en el neurótico no le permitirían adaptarse a su cultura autóctona. En el caso de Kardiner, también reconoce la importancia de lo sexual, aunque no como factor dominante, enfatizando en las necesidades económicas. Es a partir de esto que distingue dos tipos de instituciones: las primarias, encargadas de la educación infantil, y las secundarias, relativas al orden económico, social y cultural. Entre ambas encontramos la “personalidad básica”, producto de una infancia que es a su vez producto de un conjunto de conductas sociales que modelan al grupo. De esta manera, la personalidad básica es tanto productora como producida por lo social, y el determinismo onto-filogénetico de Freud queda desmantelado, situándose en lo social aquello que se adjudicaba a lo biológico: “…from Freud indeed, Kardiner extracts the importance of the facts of the earliest years of life in the formation of personality… But, helped by Malinowski he removes from freudianism the evolutionary schema and theory of instinct; and so his psycho-analysis will be sociological, instead of being, like Freud’s, biological” (Bastide, 1952:2).

 

4- La respuesta Psicoanalítica de Geza Roheim

 

Geza Roheim fue una de las pocas figuras que pudo defender el psicoanálisis en forma concisa, inteligente y mediante una gran experiencia de campo. Psicoanalista y antropólogo, recibió el premio Freud de psicoanálisis aplicado. A través de su experiencia de campo en diversos lugares (Australia, Nueva Guinea, Norteamérica) se propuso tirar abajo las teorías que desde Malinowski relativizaban el complejo de Edipo y las etapas ontogénicas del desarrollo del niño. Utiliza para ello análisis numerosos y extensos, que abarcan mitos, ritos, sueños, cuentos, anécdotas y experiencias de campo. Bajo una perspectiva kleiniana, desarrolla el tema de los fantasmas preedípicos[13]: desarrolla la presencia de fantasías esquizo-paranoides de destrucción corporal[14] actualizadas en los diversos mitos y creencias, así como la importancia de la sexualidad infantil y la influencia del inconsciente en las diversas sociedades. Mediante dicho modelo de interpretación llega a la conclusión de la universalidad de Edipo y del complejo de castración.

           

En el tema de la ignorancia de las tribus matrilineales en las Trobriand, procede a través de los mismos argumentos que Ernest Jones; el de que dicha estructura respondería a la represión y negación del conflicto edípico y especialmente de la figura del padre. En el caso de la “ignorancia fisiológica” de la paternidad, establece mediante sustituciones simbólicas, aquello que Malinowski no quería realizar, o sea, el concebir ciertos signos como fálicos y hacer a la función paterna latir en lo manifiesto del contenido. En cuanto a la vida infantil en las Trobriand Roheim se pregunta: ¿Cómo puede suponerse que el complejo es realiza en la figura del tío, si el niño vive sus primeros  diez años con el padre y la madre y sólo después conoce al tío? Esta pregunta pone realmente en jaque a Malinowski, quien parece haber pasado por alto dicho problema. Como ejemplo de sociedades matrilineal, Roheim toma su experiencia de campo en las islas Normanby. Allí se revela el mismo fenómeno que en las trobriand: el padre no es un pariente y el hijo pertenece exclusivamente al clan de la madre. Ahora, si bien el hijo alimenta un cariño especial hacia su “padre”, este es catalogado de extraño, siendo todos ellos caníbales y brujos en potencia, lo cual indicaría, desde el kleinianismo de Roheim, una identificación prepaterna, vinculada a la repercusión de la propia agresión oral del niño. El análisis de este tipo de figuras, proseguirá, a través de demonios míticos, así como el análisis de los sueños de gran cantidad de nativos. De esta manera Roheim concluye que: “esta sociedad se funda en una serie de desplazamientos de la situación edípica a la situación tío-tía-sobrino, y luego a la situación cuñado-esposa-esposo” (Roheim, 1973:228). Y en cuanto a la inexistencia del erotismo-anal que formuló Malinowski para los Trobriand Roheim nos cuenta: “cuando visité a Freud, antes de partir a iniciar mi trabajo de campo, le mencioné ese pasaje. Su respuesta fue tan característica que la cito textualmente: ‘¡Que! ¿Esa gente no tiene ano?’” (ibid., 219)

           

En el debate en torno a la educación infantil, Roheim introduce la idea del inconsciente de los padres como una dimensión que lo cultural no puede regular por completo. El niño no sólo reacciona ante las imposiciones culturales que los padres imponen, sino también ante el inconsciente de los mismos, el cuál es individual y por ende fuera de los dictámenes culturales. A través de la noción de inconsciente es que esgrime contra la noción antropológica moderna de que las interpretaciones solo pueden hacerse en el marco de una cultura, pues los contenidos inconscientes son preculturales, y podemos ver cierta correspondencia entre los sueños, las fantasías psicóticas y las creeencias y mitos de diversas partes del mundo. Dichos contenidos inconscientes serían independientes de la cultura, y se expresarían a través de diversos contenidos manifiestos en los que, si bien no existe una relación general y aplicable en los casos, si existe un simbolismo potencialmente universal. Por ejemplo una serpiente, si bien puede no ser en algunos casos un símbolo fálico, debido a sus características tiene grandes probabilidades de serlo. 

           

Presenta además una crítica de la antropología y su centralización en lo simbólico, lo reglado, lo manifiesto. El culturalismo antropológico estudiaría la personalidad como aquella figura de lo esperable según los parámetros culturales. El antropólogo a fin de cuentas estudia tan sólo el superyó, o bien el ideal del yo, olvidando aquel revés de conductas y fantasías que no se nos muestran “culturalmente”. De forma muy parecida, Devereux criticará posteriormente la idea de la cultura como causa de la personalidad. Para Devereux la cultura sería una suma abstracta del modo de vida de un pueblo –representación colectiva; cosificación a la que recurre tanto el antropólogo como el nativo al hablar de su cultura-; por lo que no podría ser causa de la personalidad en su sentido psicológico. Y siendo la “personalidad modal” de los culturalistas el conjunto de rasgos adjudicados en el espacio de roles sociales, no podemos homologar dicho concepto al de “personalidad individual”, que puede estar compuesta de variados roles y estatus, así como disposiciones que en nada competen a la acción modeladora de la cultura.  Además, una misma acción social puede ser realizada por varios individuos con diferentes motivos (pepito va a la guerra porque odia a los alemanes; menganito para impresionar a la amiga). Devereux distinguirá entonces entre una personalidad individual, verdadero motor “operante” de las motivaciones narcisistas del sujeto, y una personalidad modal, que sólo actúa de forma instrumental, a modo de feedback, retroalimentando suplementariamente a la constitución primera.

           

En lo relativo a Tótem y tabú, Roheim abandona uno de los puntos más flacos en la teoría freudiana, el del origen de la cultura y la horda primitiva. Dicha hipótesis partiría de una concepción haeckeliana ya caduca, donde la ontogénesis recapitula a la filogénesis, así como de ciertas ideas lamarckianas sobre la herencia de caracteres adquiridos[15]. En sustitución Roheim parte de la teoría de la fetalización de Bolk, donde la prolongación de los rasgos fetales y de la lactancia en el chimpancé y especialmente en el humano, traen consigo nuevos rasgos a nivel de la evolución de la especie, actuano  como factores determinantes para el desarrollo de la cultura. En este prolongamiento de la vida infantil es que comienza a adquirir un mayor significado la sexualidad infantil en el desarrollo psíquico. Dicha hipótesis es utilizada entonces a favor de aquellas herramientas kleinianas, pues si la lactancia adquiere una función esencial, las fantasías presentes en toda esta fase cobrarán suma importancia en toda fase posterior. Por otro lado es en este retardo de la maduración en el que se consolida una personalidad en su sentido clínico. Es allí que se consolida la personalidad, y no a través de la cultura, que se define como la transmisión generacional a través del lenguaje. La cultura se compondría para Roheim de aquellos aspectos relativos al Superyó en su conflicto con el Ello. Se trataría de aquellos contenidos relativos a valores, normas e instituciones que conforman las características de una comunidad. Y en tanto éstos operarían a nivel conciente y preconciente es que se puede decir que existen formas específicas, manifiestas, en la construcción concreta de ideales y normas (ideal del yo, superyó), que varían de cultura en cultura. Pero cuando descendemos a las profundidades del inconsciente también podemos observar rasgos comunitarios que bien pueden ser vistos en cualquier cultura operando de la misma manera. “El psicoanalista se refiere al inconsciente, el antropólogo al preconsciente o el consciente. El psicoanalista se refiere al conflicto entre el super yo y el id, con el yo situado entre las dos fuerzas contrarias; y el antropólogo habla del ideal del yo, o más bien de un ideal grupal” (ibid., 609). En tanto la antropología culturalista y el “relativismo cultural” buscan subrayar las diferencias, el psicoanálisis intenta buscar aquellos universales que rigen al ser humano, tanto en lo individual como en lo social. Roheim tilda a los antropólogos –en una clara búsqueda de ofensa injustificada- de nacionalistas reprimidos, que buscan mantener las diferencias a todo precio y de esa forma mantener la distancia entre las diversas sociedades, y no buscar los universales que nos constituyen como seres humanos.

 

Posteriores formulaciones

 

Uno de los grandes problemas que dividió y polemizó los intercambios entre la antropología y el psicoanálisis fue la procedencia de ambas líneas de pensamiento. Por un lado estaba el psicoanálisis, cuyo origen se remonta a la práctica médico-clínica. De modo que uno de sus objetivos mayores era el de definir la enfermedad (diagnosis), así como llegar a sus causas (etiología). Por el lado de la antropología, se trataba de una línea de pensamiento que bajo la influencia de Franz Boas, criticaba al evolucionismo de la época, en una suerte de “relativismo cultural” que tomo diversos matices. Es entonces que surge el problema de cómo concebir la salud y la enfermedad desde la experiencia etnográfica.  Según Bastide, el punto de partida del debate comienza en el artículo de Benedict Antropología y anormalidad, donde explica como ciertas prácticas que podrían ser consideradas como anormales por nuestra cultura son normalmente aceptadas en otras culturas: el trance en las prácticas shamánicas, la megalomanía Kwakiutl, el carácter paranoico de los Dobu, entre otros. En base a esta relativización de la normalidad es que comienza a definirse la “anormalidad” en torno a la adaptación del individuo a su cultura autóctona. Dicho criterio  será ampliamente utilizado por los representantes de “Cultura y Personalidad”, y de esta forma comenzarán a alzarse aquellas voces que incluso actualmente responden como si fuera un as en su manga: “Ah! Discúlpeme señor, pero eso es relativo!”. En una crítica al criterio relativista de adaptabilidad=normalidad, Devereux alude a la influencia de la cultura norteamericana en los autores culturalistas boasianos; cultura de extranjeros inmigrantes, situación donde el problema de la inadaptabilidad estaría a flor de piel. Ahora bien, más allá de la crítica de Devereux, el problema de la normalidad es de todos modos puesto en tela de juicio por la antropología, ya que si determinados síntomas o actitudes que son consideradas anormales son no sólo moneda corriente, sino además forman parte de lo “instituido” en otros lugares, nos podemos preguntar cómo puede nuestra normalidad-salud ser un eje universal del ser humano. Y ciertamente nociones como la de “adaptación activa” (Pichón Riviere y el mismo Devereux), o aquellas como las de Max-Neef, que en los últimos tiempos parecen volver a una clasificación de necesidades universales maliniowskianas, no parecen ser una solución a la cuestión, pese a que puedan o no ser herramientas útiles.

           

El problema de la salud y la enfermedad mental dio un giro importante con el surgimiento de la antipisquiatría, así como con filósofos franceses como Michel Foucault y Deleuze y Guattari. La antipsiquiatría tiene su antecedente más remoto en Thomas Szasz, quien fue el primero en cuestionar la existencia de la enfermedad mental y el modelo psiquiátrico. Para éste la enfermedad mental era una metáfora que, pretendidamente médica, hallaba su verdadero motivo de ser en los mecanismos de  control de la sociedad moderna. Pero aunque la crítica al modelo psiquiátrico fue un rasgo fundamental en la antipsiquiatria, no lo fue su concepción de enfermedad. Así, si bien para Zsasz la enfermedad mental era una ficción, Laing la concibe bajo una perspectiva existencial relacionada con entornos esquizofregénicos o enfermantes donde las instituciones psiquiátricas más que “curar” desestructuran y alienan por medio del encierro y un lenguaje de “cosificante”[16]. En el caso de Basaglia la enfermedad mental se distinguiría de la norma, siendo esta última relativa a un proyecto de clase. El solapamiento de ambas se debería a un recurso de la hegemonía burguesa, quien utilizaría en su provecho el problema de las contradicciones humanas[17]. De todas maneras la crítica más profunda y minuciosa ha sido la de Foucault, quien retomando los planteos nietzscheanos de una genealogía de los valores, establece su propio método arqueológico de investigación histórica de aquellas “verdades” que se elaboran a través de discursos, y que responden a formas históricas de dispositivos sociales. Se trata de estudiar las relaciones del saber-poder, siendo el saber una forma más de apropiación y de legitimación social. Bajo esta perspectiva no se trataría entonces de buscar la verdad de la enfermedad mental, sino de genealogizar su condición de posibilidad histórica; investigar donde y cuando emerge dicha noción, en relación a que dispositivos y prácticas sociales. Foucault localiza su origen en la modernidad, y en el pasaje de una sociedad del suplicio y el ritual (monarquía, edad media) a una sociedad del disciplinamiento y el encauzamiento (capitalismo, modernidad). A medida que la sociedad se transforma en una organización del tipo mercantil, el peso comienza a recaer en todo un sistema de normalización de las desviaciones, en una lógica del beneficio y la utilidad. “A estos métodos que permiten el control minucioso del cuerpo, que garantizan la sujeción constante  de sus fuerzas y les imponen una relación de docilidad-utilidad, es a lo que se puede llamar las ‘disciplinas’” (Foucault, 2001:141). Y es allí que comienzan a aparecer un conjunto de saberes técnicos como el derecho, la psiquiatría y el psicoanálisis, asistiendo en el diagnóstico y el tratamiento de aquellas desviaciones, diseñando aparatos conceptuales que permitan disciplinar y encauzar los cuerpos descarriados.

           

En cuanto al problema del complejo de Edipo y la familia, es a partir del estructuralismo que comienzan nuevas perspectivas. Levi-Strauss tomará el problema del incesto para su formulación del pasaje de la naturaleza a la cultura. La prohibición del incesto sería aquella regla fundamental que permite el intercambio de esposas, fundando de esta manera la alianza y posibilitando la formación de estructuras de parentesco, que permitirán los intercambios de fonemas y bienes, y por ende, la conformación de la cultura. A través de este argumento muchos psicoanalistas han visto la confirmación del complejo de Edipo, olvidando que el complejo de Edipo tendría sus bases en la filiación, como un hecho constitucional que se manifiesta en fantasías inconscientes –de castración, de parricidio, de deseos incestuosos-, en tanto el estructuralismo toma a la alianza, al hecho mismo del intercambio. Dicha distinción se manifiesta a su vez en que para un psicoanalista primero estaría el horror al incesto y luego la cultura, en tanto para Levi-Strauss es primero la estructura, pues es la regla la que determina la prohibición. Desde este punto de vista, sería incorrecto el planteo psicoanalista, pues Freud utilizaría un hecho cultural (el horror a la infracción de una regla) como causa sui generis de la cultura. Será Lacan quien conciliará las ideas estructuralistas con la teoría psicoanalítica, introduciendo la noción de función paterna o metáfora del padre, que bien puede no ser el padre real, y que permite  al niño acceder al orden simbólico. El proceso de abstracción del padre culmina con la formulación de tres órdenes: lo real, lo imaginario y lo simbólico. Esta tríada facilita el abandono del complejo de Edipo en sus formas más etnocéntricas, mediante una formulación influenciada por el estructuralismo y sus herramientas conceptuales (acontecimiento-estructura,  naturaleza-cultura).

           

De todas maneras Lacan no escaparía de la figura patriarcal. Tampoco a un logocentrismo común con el estructuralismo y con la necesidad occidental de dar al lenguaje y al entendimiento un lugar predominante. Es en relación al problema de lo simbólico, lo real y lo imaginario que Deleuze y Guattari construirán su crítica al psicoanálisis. Se trata de un ajuste de cuentas con Lacan, pero también de una elaboración compleja y “rizomática” que abarca muchas disciplinas, yendo de un lado hacia otro, más allá de las divisiones entre los saberes académicos. Introducirán la noción de máquinas deseantes: máquinas anedípicas, esquizoides. A diferencia de Lacan, el deseo no será constituido por la represión de una ley, sino que será siempre anterior a toda carencia. Para el esquizoanálisis el inconsciente sería anedípico (una fábrica fantástica y no un “sucio secretito familiar”) y el deseo será producción positiva y no la instalación de una carencia por medio de la simbolización de un objeto inalcanzable. El falo o la ley designarían tan solo una pausa en el proceso de producción, mediante un corte en la producción deseante y un registro de la misma. Y tanto la superficie de producción como la superficie de registro son inmanentes a la historia y el devenir social. “Edipo es la entropía de la maquina deseante, su tendencia a la abolición externa. Es la imagen o la representación deslizada en la imagen, el cliché que detiene las conexiones, agota los flujos, introduce la muerte en el deseo y sustituye los cortes por una especie de empasto –es la interruptora (los psicoanalistas como saboteadores del deseo). Debemos sustituir la distinción entre reprimente y reprimido, por los dos polos del inconsciente: la máquina esquizodeseante y el aparato paranoico edípico, los conectores del deseo y los represores” (Deleuze y Guattari, 1998:401).

 

Sobre algunas propuestas en Uruguay sobre el problema

 

Mediante un análisis histórico y etnográfico Daniel Gil desarrolla el problema de la familia patriarcal y la prohibición del incesto. Desde el punto de vista histórico las raíces del patriarcado se encontrarían en el pater familias romano, seguido por la religión cristiana, para luego en la modernidad y la consolidación de la familia nuclear tal y como la conocemos, y tal y como es concebida por el psicoanálisis. Surge entonces un modelo ideal de familia, como recinto “sagrado” sostenido por un padre protector. Dicho discurso es solventado tanto por el estado como por la iglesia. Se trataría de un ideal, pues operaría en el imaginario mediante construcciones ideológicas burguesas, muy alejadas de las manifestaciones concretas que ha asumido desde siempre el problema de la familia (por ejemplo con la revolución industrial el proletariado poco tiene que ver con el modelo nuclear burgués: hacinamiento, promiscuidad, trabajo infantil, prostitución). En el siglo XX vemos como el proceso de paternalización comienza a desmoronarse, principalmente por causa de transformaciones sociales como la globalización, le entrada de las mujeres al campo laboral, los movimientos feministas, los movimientos gay y de lesbianas, los hogares monoparentales. Además, tal y como dice Gabriel Eira, la transformación no sólo opera a nivel de la estructura familiar sino también de sus funciones, que son en muchos casos relegadas a otros espacios de socialización[18]. En medio de estas transformaciones  vemos como se diluyen aquellas figuras sólidas de la madre contenedora y el padre castrador, y cabría preguntarse si dichas transformaciones son una anomalía de estos tiempos o bien la opción más probable: de que tales figuras responden a la consolidación de un tipo de familia, acorde con un tipo de sociedad en un momento histórico de su devenir. Se establece a partir de allí la necesidad de redefinir aquello que llamamos función materna y función paterna; quizás a través de los términos “función narcisizante” y “función de corte” según han comentado en reiteradas ocasiones Daniel Gil y Sandino Nuñez. También podrían usarse herramientas como las de Deleuze y Guattari, al hablar de “corte-extracción” y “corte-separación”. Ambas formas se vincularían con la necesidad de escapar de Edipo como modelo representativo a nivel psíquico. Dicho proceso de desedipización eurocéntrica quizás tenga su origen en la tríada de lo simbólico, lo real y lo imaginario, que si bien comenzaría con Lacan, éste nunca pudo separarse por completo de dicha noción, quizás por una suerte de fidelidad con la figura paterna de Freud.

           

Según D. Gil las nuevas configuraciones familiares pondrían en cuestión el postulado estructuralista del origen de la cultura. Pero la evidencia más contundente contra la teoría estructuralista de la alianza como origen de la cultura será dado por la etnografía, a través de la sociedad Na que el antropólogo Cai Hua estudia de 1985 a 1992 en la frontera entre China y Vietnam. En esta sociedad matrilineal y matrilocal no se reconoce en la estructura de parentesco a la figura del padre y casi no habrían matrimonios. La fidelidad y el monopolio sexual son vergonzosos y contra la costumbre. El hombre es tan sólo un “regador”; no planta la semilla, por lo que da igual quien es el que la riegue, lo que importa es que sea regada. La prohibición del incesto se da tan sólo en el grupo matrilineal, por lo cuál al que nosotros consideramos como “padre” bien puede tener relaciones sexuales con su hija en un futuro, en tanto no al que consideraríamos como “tío”, por ejemplo. Las funciones paterna y materna son realizadas por el grupo social en sí, sin mediación de familia nuclear alguna. Para una nueva lectura de la prohibición del incesto D. Gil propone la distinción de Francoise Héritier entre dos tipos de incesto. Un primer tipo de incesto que opera a nivel estructural, o sea, en relación al conjunto de reglas sociales que establecen las relaciones de parentesco y la alianza. El segundo tipo de incesto tendría que ver con la dimensión del deseo sexual y sus prohibiciones más allá de las reglas predeterminadas socialmente, y por lo tanto más allá del problema de la alianza y el parentesco. Se trata de un problema más cercano a la regulación de fluidos, dónde mezclar lo idéntico con lo idéntico sería catastrófico. “Si bien la prohibición del incesto del primer tipo, al establecer el intercambio de mujeres, cualquier sea la forma, es condición sine qua non para la mayoría de las culturas, la existencia de categorías de pensamiento, que distinguen lo idéntico de lo diferente, es la condición para que haya prohibición del incesto. El incesto de segundo tipo, es un aspecto de esta distinción y por ello es más abarcador que el de primer tipo, permitiendo comprender muchas prohibiciones en el terreno de lo sexual en general y de la alianza en particular que, de otra manera, quedarían incomprensibles, carentes de sentido o absurdas” (Gil. En: Gil, D.; Nuñez, S., 2002:141). Tal sería el ejemplo de Woody Allen y Sun-Yi, donde el carácter incestuoso percibido por el sentir colectivo no se basaba en la violación de ningún precepto moral o legal, sino tan sólo una suerte de contacto de lo idéntico madre-hija.

           

La propuesta de Sandino Nuñez es de importante relevancia para el psicoanálisis, pues se trata de una propuesta filosófica muy bien elaborada, dirigida críticamente sobre ciertos postulados posestructuralistas de la obra de Deleuze y Guattari por un lado, y Michel Foucault por el otro. Siendo breves -y quizás demasiado concisos-, se podría decir que la propuesta gira en torno a la distinción entre máquinas militares y maquinas de gobierno, distinción que tanto el esquizoanálisis como la arqueología foucaultiana pasan por alto. Las ciencias naturales, la medicina y la psiquiatría serían parte de una maquina militar autoritaria, que objetiviza y cuadricula el territorio, burocratiza, disciplina y “panoptiza”; trata con cosas, con cuerpos. Las maquinas de gobierno son productoras de reflexibilidad, subjetivación, neurotización; hacen hablar, tratan con sujetos. “Tanto más gobernable es el sujeto moderno cuanto más crítico y autorreflexivo, y, por así decirlo, cuanto mejor narcisizado se encuentra. En otras palabras: para poder ser gobernada la sociedad debe estar enferma. Se trata de una enfermedad que no se pone en relación discreta contra valores de salud. Se trata de una especie de enfermación, una operación masiva, educativa y crítica, que demanda una producción permanente de enunciados sobre las desviaciones y la proliferación de síntomas. Este nuevo enfermo, el enfermo crítico o enfermo lúcido, debe aprender a reconocer sus síntomas como síntomas y sus desviaciones como desviaciones” (Nuñez, 2005:28). Ahora bien, tanto Foucault como el esquizoanálisis leen al psicoanálisis bajo sus aspectos estatales y militares, concibiéndolo como un avatar más del disciplinamiento en el caso de Foucault (continuidad entre las disciplinas  mecánicas y las autorreflexivas), o como idea patriarcal despótica según el esquizoanálisis (Edipo en su dimensión estatal). Sandino propone rescatar la dimensión subjetivante, la gobernabilidad del proceso psicoanalítico. Actos políticos contra actos burocráticos. “Transferencia, síntoma, represión o resistencia son nociones predominantemente operativas y por tanto son momentos o posiciones de gobierno… mientras que inconsciente, Edipo o las tópicas, son nociones más bien territorializantes por un lado y monumentales por otro, y por lo tanto, son actos de Estado y gestos burocráticos” (ibid., 64). La “reacción alérgica” contra toda trascendencia o metalenguaje de todos estos movimientos revolucionarios emparentados con el mayo del 68 serían actualmente peligrosos, en tanto nos encontramos en una época donde un capitalismo monista y dual (esquizo-irreflexivo) es mucho más peligroso que aquellas máquinas represivo burocráticas que estos movimientos revolucionarios querían excomulgar. Es en vista a estos nuevos tiempos que se hace necesario el rescate de la gobernabilidad, la autorreflexión y la subjetivación.

           

De todas maneras, y en cuanto a la indistinción arqueológica entre disciplinamiento militar y gobernabilidad, habría que analizar hasta que punto Foucault no fue consciente del valor psicoanalítico en este sentido. Por ejemplo en Las palabras y las cosas afirma: “El psicoanálisis y la etnología ocupan un lugar privilegiado en nuestro saber… en los confines de todos los conocimientos sobre el hombre, forman con certeza un tesoro inextinguible de experiencias y conceptos, pero sobre todo un perpetuo principio de inquietud, de poner en duda, de crítica y de discusión de aquello que por otra parte pudo parecer adquirido” (Foucault, 1999:362). Dicho principio de inquietud es introducido a través de la noción de inconsciente, así como una hermenéutica infinita del sujeto y el vaciamiento del ser del signo propio del pasaje de la época clásica a la modernidad. El inconsciente freudiano funcionaría como reverso de las ciencias humanas y de la analítica de la finitud que conforma la figura del hombre. Según Vallejo “…observamos que el filósofo le ha asignado al discurso psicoanalítico un lugar privilegiado en el reparto de los saberes modernos; sin embargo, ese gesto es paradójico. Por una parte, debido a que no es posible disolver la marcada equivocidad que gobierna la propuesta de Foucault respecto de si efectivamente existe una subversión imputable al saber psicoanalítico… es igualmente imposible concluir fehacientemente se el psicoanálisis es un punto de quiebre o el rostro de una detención” (Vallejo, 2006:62).

           

Tanto Daniel Gil como Sandino Nuñez critican el esquizoanálisis en dos de sus aspectos: por un lado la tendencia a “diabolizar” el psicoanálisis, perdiendo la dimensión de gobernabilidad; por otro “ontologizar” el deseo, volviéndolo una especie de grado 0, una formulación ahistórica del mismo. Creemos que ambas críticas son un tanto ciertas pero otro tanto infundadas, dada la ambivalencia del discurso esquizoanalítico para con el psicoanálisis. Por un lado, si bien es cierto que “diabolizan” en cierta medida al psicoanálisis, también es cierto que en reiteradas ocasiones Deleuze y Guattari afirman tomar lo que consideran revolucionario en el psicoanálisis para de esa forma transformarlo y desedipizarlo. Según Baremblitt “…nunca el esquizoanálisis pretende ‘condenar’ al Psicoanálisis en bloque, como tampoco intenta ‘salvarlo’, especialmente porque no lo aborda para ‘juzgarlo’, sino para ver que se puede inventar contando con él… una vez localizados los ‘yacimientos’ psicoanalíticos potencialmente fructíferos, se dedica a intensificarlos y transmutarlos, a propiciar sus fugas…” (Baremblitt, 2004:240).  En relación a la segunda crítica, sería importante acotar que no son las maquinas deseantes las que se conciben como ahistóricas, sino que es la noción de “cuerpo sin órganos” como grado cero[19]. Tanto la superficie de deseo-producción como la de registro operarían en la inmanencia del devenir histórico, aunque en base a ciertos mecanismos recurrentes a toda experiencia humana. El delirio no sería entonces una actividad solitaria del enajenado, sino una construcción colectiva. Según Bastide el simbolismo privado se empalma con el simbolismo público, resultando toda locura una “folie à deux”, dónde se puede observar como todo delirio responde a contenidos de la  época[20]. El niño más que un “perverso polimorfo”, sería entonces al decir de Levi-Strauss un “polimorfo social”; individuo y sociedad se expresan entonces conjuntamente. Y es a partir de la educación que todos los comportamientos virtualmente posibles son recortados –superficie de registro- acorde con las instituciones sociales. Dicha idea podemos rastrearla ya en Ruth Benedict, donde los rasgos culturales son seleccionados de una experiencia común a toda la humanidad. Se desprende entonces que la historicidad del delirio y de la cultura no necesariamente se encontraría en oposición a una visión “universalista” del ser humano, tal y cómo se ha proclamado a través de una mala lectura de la antropología culturalista. Es en este punto que creemos que –más allá de las diferencias conceptuales- coinciden tanto los antropólogos culturalistas, los etnólogos psicoanalistas[21], los sociólogos de las enfermedades psiquiátricas, y corrientes postestructuralistas como el esquizoanálisis.

 

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Referencias:

 

[1] Levi-Strauss, 2006:209

 

[2] En cuanto a Malinowski y su relación con el behaviorismo: “Que yo sepa, Malinowski fue el primer antropólogo británico que aplicó los nuevos conocimientos  sobre los procesos de condicionamiento al estudio de las sociedades tribales… Desde un principio estudió la estructura social desde un punto de vista biográfico, exponiendo el desarrollo de los lazos sociales al mismo tiempo que el del niño que iba a verse envuelto en ellos hasta convertirse en miembro del grupo” (Richards. En: Firth, R.; Leach, E. et al., 1974:28). La influencia del conductismo y la noción de condicionamiento -en términos más actuales, reforzamiento positivo de las conductas y no mera represión-, fueron una fuerte influencia en su concepción de la costumbre. Dicha noción permitía pensar el hábito no sólo en su relación con la norma sino también como fuerza positiva. En cierta medida la crítica de Malinowski a la costumbre como norma  nos hace recordar a la crítica de Foucault,  para quien el poder, más que reprimir, es una fuerza positiva de producción. Tal concepción positiva y pragmática, recorrerá toda la obra de Malinowski. Por ejemplo, según Schapera (En: Firth, R.; Leach, E. et al., 1974) la teoría de Malinowski sobre la ley si bien tuvo sus vaivenes, confusiones y errores, ha sido de enorme riqueza en la medida en que permitió visualizar no sólo su carácter negativo, sino también: 1-sus “alicientes positivos”; 2-las maneras en que se puede llegar a la ilegalidad de las mismas y contrarrestar las penas (antídotos mágicos, por ejemplo); 3-la diferenciación entre normas ideales y normas reales. Dicha positividad de los hábitos contemplaba entonces no sólo los casos normales, sino también las desviaciones en el comportamiento, producidas en el encuentro real y positivo entre la ley y las variaciones singulares. Siguiendo la postura psicoanalítica de que existe todo un mundo oscuro y profundo inconsciente detrás de las costumbres y los valores aceptados concientemente, Malinowski propone una etnografía que apunte hacia lo que denominaba “los imponderables de la vida real”: “toda una serie de fenómenos de gran importancia que no pueden recogerse mediante interrogatorios ni con el análisis de documentos, sino que tienen que ser observados en su plena realidad” (Malinowski, 1995:36).

 

[3] Las necesidades son desde esta perspectiva un conjunto limitante de hechos, un sistema de condiciones para la supervivencia del organismo humano y la cultura en su relación con la naturaleza. El organismo humano como ser individual  abarca ciertos impulsos; dichos impulsos conllevan a un acto cuya finalidad sería la satisfacción. Aquellas necesidades compartidas con los animales y sin las cuál sería imposible la vida las denomina “necesidades básicas”; son de carácter fisiológico (como el hambre, la sed, el dolor, entre otros) y se imponen bajo un determinismo primario. En segunda instancia se encuentran aquellas necesidades que imponen un determinismo secundario, y que se relacionan con el ser social de la especie humana. Malinowski las denomina “necesidades derivadas” (economía, control social, autoridad) e “imperativos integrativos” (valores y normas, religión, arte, lenguaje). Ahora bien; en su concepción funcionalista, pragmática y conductual, Malinowski prioriza en el organismo como ser fisiológico en la búsqueda de la satisfacción de necesidades a través de un aprendizaje en la manipulación del ambiente y sus objetos, olvidando la dimensión intersubjetiva, en la que el ser humano deja de relacionarse con objetos, para relacionarse entre sujetos. De esta manera la cultura pierde su relación con lo social cómo fenómeno interactivo, pasando a ser tan sólo un instrumento.  Según Parsons (En: Firth, R.; Leach, E. et al., 1974), Malinowski fue incapaz de diferenciar cuatro tipo de niveles o sistemas: el sistema fisiológico, el de la personalidad, los sistemas sociales y por último las pautas culturales. Por ejemplo, en su noción de institución, Malinowski prefiere hablar de conductas grupales organizadas, en tanto Radcliffe-brown o Durkheim nos hablan de pautas en las estructuras de las relaciones sociales. La primer concepción sería instrumental, en relación a una función u objetivo común (relación organismo/s- objetos), en tanto la segunda apunta a un contrato, un acuerdo fijado simbólicamente en el encuentro subjetivo entre personas (relación organismo/s-organismo/s).

 

[4] En cuanto a la hipótesis freudiana sobre los orígenes de la cultura: “…se apoya en una hipótesis de Charles Darwin sobre el estado social primitivo de la humanidad, época en la que el hombre vivía en pequeñas hordas similares a la de los monos superiores. En estas hordas primitivas la promiscuidad era impedida por el macho dominante, quien se quedaba con todos los derechos sexuales sobre las hembras. Los miembros más jóvenes del grupo debían migrar y fundar su propia horda, si querían realizar sus propias tendencias reproductivas. Sin embargo existe una alternativa, que Freud aventura a modo de hipótesis histórica. Los hermanos expulsados aúnan fuerzas,  matan al padre, y luego lo devoran, identificándose con él y formando la primera fiesta conmemorativa de tal acto de parricidio. Pero si bien dicha fratría odiaba a este padre violento y poderoso, también lo admiraba y amaba, por lo que nace el sentimiento de culpa entre ellos… El totemismo y la exogamia surgen como solución al sentimiento de culpa, así como para evitar toda confrontación interna entre los miembros de la fratría. Por otro lado, y siguiendo el presupuesto de una ambivalencia afectiva, la instauración del tótem y las fiestas conmemorativas serían a su vez un acto de festejo frente el triunfo sobre el padre primordial. El lugar vacío que deja dicho padre servirá como motor de toda producción cultural, bajo la necesidad de reencuentro con aquel ideal de omnipotencia, que se escurrirá para siempre entre los dedos del ser humano. Se trataría de una añoranza imposible de alcanzar, y que produce y moviliza la cadena simbólica inherente a la dimensión cultural –siendo un poco lacanianos-. Podríamos ver entonces en la historia de la civilización, cómo el hombre a través de la razón domeña su omnipotencia infantil, asociada a la satisfacción inmediata del deseo, para adaptarse cada vez mejor a los fracasos y las limitaciones propias de la realidad y la convivencia humana que ahora ha de enfrentar. Dicho desarrollo tendría su correlato ontogenético, así como clínico” (Apud, 2006:24-25).

 

[5] Según Freud en los Tres ensayos, dicho período de latencia se caracteriza por una amnesia de las experiencias sexuales –amnesia análoga a la de la que padecen los neuróticos, y que implica una exclusión de la conciencia mediante el mecanismo de la represión-, así como la formación de diques que canalizan y dirigen el curso de la líbido. “Durante este período de latencia total o simplemente parcial, se constituyen los poderes anímicos que luego se oponen a la pulsión sexual y la canalizan, marcándole su curso a manera de dique. Ante los niños nacidos en una sociedad civilizada experimentamos la sensación de que Estos diques son una obra de la educación, lo cual no deja de ser, en gran parte, cierto. Pero, en realidad, esta evolución se halla orgánicamente condicionada y fijada por la herencia y puede producirse sin auxilio ninguno por parte de la educación. Esta última se mantendrá dentro de sus límites, constriñéndose a seguir las huellas de lo orgánicamente preformado, imprimirlo más profundamente y depurarlo” (Freud, 1997:396).

 

[6] Como ya analizamos en Racionalismo y secularidad con respecto al pensamiento racionalista-evolucionista: “Este eurocentrismo evolucionista ofrecía un modelo escalonado (por lo general tripartito) donde, desde la oscura ignorancia del “salvajismo”, la humanidad se apropiaba en el correr de la historia de la luz de un conocimiento que la llevaba al uso pleno de la razón, así como al conocimiento de sí mismo y de la naturaleza. Dicha estructura escatológica es reiterativa, tanto en autores como Lewis Henry Morgan (salvajismo, barbarie, civilización) o Augusto Comte (etapa teológica, metafísica y positiva) entre otros. En la mayoría de los casos el modelo se establece en base a una escatología de la razón, típica de una modernidad de espíritu ‘kantiano’” (Apud, 2006:4). Tomamos el término kantiano para el caso de la modernidad,  en el sentido de su concepción racionalista del espíritu humano –en el caso del sujeto-, en tanto que desde el lado del objeto podríamos hablar de una concepción materialista ingenua. Siendo Boas influido por el movimiento neokantiano, éste se inclino por una concepción no materialista de la cuestión, siguiendo la postura de una icongoscibilidad última del objeto.

 

[7] Cabe destacar la libertad que Benedict se toma al usar dichas nociones. Recordemos que Nietzsche las utiliza en relación a la tragedia griega, siendo lo dionisíaco la voluntad impersonal más allá de toda forma (una especie de Ello anedípico), y lo apolíneo la captura de lo dionisíaco mediante una estética (algo análogo al lenguaje onírico, así como a la conciencia como instancia productora de regularidades en lo que en un principio se nos muestra informe).

 

[8] En referencia a la utilización de esta terminología Benedict explica: “No todo lo descrito por Nietzsche acerca del contraste entre lo apolíneo y lo dionisíaco se aplica al contraste entre los Pueblo y las gentes circundantes… Al usar términos tomados de la cultura griega en la descripción de las configuraciones culturales de los aborígenes de América, no pienso equiparar la civilización de estos últimos con la de Grecia. Los empleo porque son categorías que ponen en claro las cualidades que en mayor grado diferencian a la cultura Pueblo de las de otros indios americanos; no porque todas las actitudes que se encuentran en Grecia se encuentren en la América aborigen” (Benedict, 1971:75)

 

[9] Según Harris “La etnografía de la costa noroeste, formulada por Boas y presentada a sus discípulos y así implantada en la antropología y difundida desde ella a las disciplinas adyacentes, fue el arsenal de datos usado en el ataque contra el materialismo cultural y contra el determinismo histórico” (Harris, 1997:262). La destrucción y el regalo de riquezas y bienes materiales desafiaba toda explicación económica. Su matrilinealidad, asociada a su complejidad cultural, cuestionaban a su vez las secuencias evolucionistas de la época. La imagen de los Kwakiutl que ofreció Benedict,  como la de  unos megalomaníacos dionisíacos en un fervor destructivo de competencia, era una punta de lanza para el cuestionamiento del eurocentrismo al que el particularismo histórico se enfrentaba.  Posteriormente surgirán críticas en torno a la subestimación de Boas de las causas históricas y económicas, como por ejemplo la llegada del hombre blanco, que produjo desajustes en la población generando un excedente considerable, así como la sustitución de la guerra en armas por la guerra con riquezas (Harris, 1997:267-272).

 

[10] “…parece atinado ofrecer una hipótesis que explique sobre que bases se han estandarizado de diferente manera, tan a menudo en la historia de la raza humana, las personalidades de hombres y mujeres. Esta hipótesis constituye una ampliación de la que adelantara Ruth Benedict en su obra Patterns of culture. Supongamos que existan diferencias temperamentales definidas entre los seres humanos que, si no son enteramente hereditarias, se establezcan, al menos, sobre una base hereditaria, poco tiempo después del nacimiento… Estas diferencias, finalmente incluídas en la estructura del carácter de los adultos, son las guías sobre las cuales la cultura trabaja, eligiendo un temperamento o una combinación de tipos congruentes y relacionados, como deseables, e incorporando esta selección a cada fibra de la textura social” (Mead, 1997:239). En cuanto al concepto de anormalidad, Mead también seguirá los pasos de Benedict, concibiendo al enfermo mental como inadaptado a la cultura en la que se encuentra inmerso.

 

[11] En referencia a este estudio, me resulto graciosa -aunque no por ello acertada- la siguiente anécdota relatada por Kluckhohn: “El conocido libro de Margaret Mead, Sex and Temperament in Three Primitive Societies, da a muchos lectores la impresión de que la autora sostiene que las diferencias entre hombres y mujeres son producidas completamente por la cultura. La crítica hecha por un colega antropólogo es un correctivo sensato de un solo renglón: ‘Margaret, su libro es muy brillante. Pero, ¿Sabe usted de alguna cultura en la que sean los hombres los que tengan los niños” (Kluckhohn, 1983:219)

 

[12] “No queremos dar a entender que el tratamiento que se da a los niños al comienzo de la vida determina que un grupo de adultos tenga determinados rasgos, como si fuera posible apretar determinados botones en el sistema de educación de un niño para fabricar ésta o aquella clase de carácter nacional o tribal. En realidad, no consideramos aquí los rasgos en el sentido de aspectos irreversibles del carácter. Nos referimos a metas y valores y a la energía que los sistemas de educación infantil ponen a su disposición. Tales valores persisten porque el ethos cultural sigue considerándolos ‘naturales’ y no admite alternativas… los valores no persisten a menos que sean eficaces económica, psicológica y espiritualmente. Y sostengo que, con tal fin, deben seguir estando anclados, generación tras generación, en la temprana educación infantil…” (ibid., 123)

 

[13] “De acuerdo a mi definición el superyó es un aparato inconsciente negativo o de equilibrio, que se origina en la situación niño-madre y que más tarde se organiza más firmemente en la situación triangular o edípica” (Roheim, 1973:21).

 

[14] En el caso australiano por ejemplo: “Está el demonio tjitji ngangarpa (semejante a un bebé), que tiene la cabeza como una roca blanca lisa. Se introduce en la tnata (utero, interior del estómago) y enferma al individuo… o bien podemos observar el mismo fenómeno a la inversa. Los patiri son demonios de largos dientes (grupo ngatatara). Penetran en el bebé con la leche de la madre, y una vez dentro del cuerpo muerden al infante con sus largos dientes…[en suma:] los demonios tienden a agruparse en dos tipos: el demonio niño (hostilidad del niño hacia los padres), y el demonio gigante (hostilidad del padre hacia el niño)” (Roheim 1973:85-86, 89)

 

[15] Recordemos que el “hecho histórico” del parricidio del padre de la horda se inscribe en el Ello a modo de una especie de memoria filogénica que instala a nivel hereditario y en la especie el germen de todo superyó. De ahí que el Superyó sea segregado en primer instancia por el Ello del niño, acompañado en mayor o menor medida por las circunstancias exteriores familiares. 

 

[16] “En cuanto psiquiatra, tropecé con una gran dificultad al principio: ¿Cómo llegar directamente a los pacientes si los términos psiquiátricos que dispongo mantienen al enfermo a una determinada distancia de mi? ¿cómo puede uno demostrar la pertinencia y significación humanas generales de la condición de los pacientes si las palabras que tiene que emplear están específicamente designadas para aislar y circunscribir el significado de la vida del paciente a una determinada entidad clínica?” (Laing, 1980:14)

 

[17] “…la enfermedad, como signo de una de las contradicciones humanas, puede ser usada en el interior de la lógica de la explotación y del privilegio, asumiendo otra cara –la cara social- que la hace convertirse de vez en cuando en algo distinto de aquello que es originariamente” (Basaglia y Basaglia, 1981:30)

 

[18] “…la familia (como institución) dista mucho de debilitarse. En todo caso, se trata de la reformulación de sus formas organizacionales. No es la familia la que se desintegra, sino ciertos grupos familiares que se viven como desintegrados en función de los modelos a los cuales refieren. Las familias unipersonales, monoparentales, complejas, cruzadas, comunitarias, homosexuales… (y todas las tipología de ‘ilegitimidad’ posible) no son menos ‘familia’ que nuestro querido modelo nuclear (dos padres e hijos). Por otra parte, si bien es cierto que La Familia ha abandonado competencias en función de otros espacios socializadores, no lo es menos que algo similar está sucediendo en todas las instituciones: los espacios cerrados se transforman en universos abiertos, superpuestos e interrelacionados, sin clara discriminación entre el adentro y el afuera” (Eira. En: Fernandez; Protesoni, s.f.:79)

 

[19] “En el fondo, los órganos parciales y el cuerpo sin órganos son una sola y misma multiplicidad que debe ser pensada como tal por el esquizoanálisis. Los objetos parciales son las potencias directas del cuerpo sin órganos y el cuerpo sin órganos la materia bruta de los objetos parciales. El cuerpo sin órganos es la materia que siempre llena el espacio a tal o cual grado de intensidad y los objetos parciales son esos grados, esas partes intensivas que producen lo real en el espacio a partir de la materia como intensidad= 0. El cuerpo sin órganos es la sustancia inmanente, en el sentido más espinosista de la palabra; y los objetos parciales son como sus atributos últimos, que le pertenecen precisamente en tanto son realmente distintos y no pueden en este concepto excluirse u oponerse. Los objetos parciales y el cuerpo sin órganos son los dos elementos materiales de las máquinas deseantes esquizofrénicas: unos como piezas trabajadoras, el otro como motor móvil; unos como macromoléculas, el otro como molécula gigante –ambos juntos en una relación de continuidad en los dos cabos de la cadena molecular del deseo” (Deleuze y Guattari, 1998:337)

 

[20] “Una de las leyes, sobre la que han insistido ciertos etnólogos como Redfield o ciertos sociólogos como Becker, es la del paso de lo sagrado a lo profano, es decir, la ley de la ‘secularización. Es una observación banal advertir que los delirios de orden místico, por ejemplo la licantropía o la identificación con Jesús o la Virgen, cada día se vuelven más raros y son remplazados  por delirios de tipo científico: descargas eléctricas, radios interiores, mensajes electrónico dados por los órganos…” (Bastide, 1988:351)

 

[21] Devereux postula dos principios. Una tesis metodológica, que afirma que todo análisis intensivo de una institución, tribu o neurótico permite obtener proposiciones universalmente válidas, así como a lo inverso, en relación a todo análisis extensivo. La tesis formal implica que un inventario etnológico exhaustivo coincidiría con la lista psicoanalítica de deseos, pulsiones y fantasías que se pueden encontrar en un medio clínico. Los tres postulados básicos serían que existe una unidad psíquica de la humanidad y la universalidad del inconsciente, que en base a ésta unidad universal se extraen posibilidades limitadas, y que existen ciertos rasgos manifiestos así como otros reprimidos que son seleccionados según la sociedad. “Si todos los psicoanalistas preparasen una lista completa de todas las pulsiones y de todos los deseos y fantasias revelados en el medio clínico, esa lista correspondería punto por punto a una lista, establecida por los etnólogos, de todas las creencias y de todos los procedimientos culturales conocidos” (1972:77).

Lic. Ismael Apud

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