Navegando con Nico
Celestina Andrade de Ramos

El campo ofrecía su tierra pródiga y fecunda donde la semilla se derramaba en espigas doradas. La olorosa gramilla, por donde correteaban los teros y las garzas rosadas, exhalaba un halo fresco y perfumado. Trabajo, placidez y un hogar donde dos niños construían castillos de arena y juntaban margaritas en las tardes, cuando la primavera pinta el paisaje de vivos colores.

Las primeras golondrinas habían llegado y los ciruelos se habían vestido de blanco, mientras los durazneros en un milagro de amor lucían su piel rosada.

Nadie intuía el cambio que esperaba a la familia cuando llegó su tercer hijo: Nico, que nació sordomudo y que en el campo equivale a la imposibilidad de tomar contacto con la orquesta sinfónica de los grillos, con el trinar de las calandrias. Pero Nico supo impregnarse del paisaje, de trigos y amaneceres dorados, voló alto y sin oír su corazón gravitó de emoción ante cada manifestación de la naturaleza. Empezó a navegar en un río de aguas azules y tranquilas y su imaginación le fue mostrando un horizonte amplio al que debía llegar, pese a las dificultades que son de imaginar. En su pequeño velero, impulsado por dos remos, empezó a sortear obstáculos. No fue fácil, pero navegó y obtuvo su recompensa.

Allí ese niño, lleno de vida no solo física, sino interior, supo aquilatar la riqueza del lugar y guardarla en su alma para no desbaratarla. Hoy ya ha madurado y es un hombre que conserva la bonhomía de ese campo que lo vio crecer y corretear, que le ofreció las témperas para plasmar todos sus sentimientos, todos sus deseos.

Nico era, inevitablemente, el centro de la actividad campesina, el niño inteligente que fue aprendiendo a través de una institución muy desarrollada y que hoy vuelca toda esa riqueza con los niños que, como él en su niñez, espera.

Se siente feliz ayudando en la clase de fonoaudiología, pero tiene algo que nació con él, la exigencia del deber cumplido.

Fue flor, pájaro, barrilete, que encontró en la tierra la arcilla modeladora de su alma, la terapia para sus inquietudes, la filosofía para su existencia.

El campesino le enseñó a amar la tierra. Agricultor de sueños, labrador de esperanzas, supo aquilatar para sus nostalgias el embrujo de las noches de estío y la ilusión de los trigales maduros, para regresar en el pan cotidiano que, al influjo del amor, crece en manos de la madre.

Celestina Andrade de Ramos
Cuentos viajeros
Selección: Sylvia Puentes de Oyenard 

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