El rostro
Ana Amorós

La noche le pareció eterna, fría y por demás inhóspita. El tic-tac  del reloj, una música siniestra y los ruidos nocturnos inundaron su cabeza cual tambores de guerra.

Caminó descalzo por la casa, casi sin darse cuenta, y así, fue aplastando una a una, las colillas de cigarrillo hasta que se le terminaron. Se preparó un café bien fuerte y amargo. Necesitaba desembotarse, volver a la normalidad. Debía lograrlo antes de que su mujer volviese del sanatorio.

La anciana que Sonia estaba cuidando la requería últimamente a toda hora. “Para eso le pagaban” solía decir.

El a esta altura se sentía un tigre enjaulado y no se lo perdonaba.

De pronto...un ruido de llaves, el ascensor. Unos pasos ligeros lo paralizaron; la fina taza de porcelana de la abuela cayó al suelo, vomitando sobre la moquette.

Ella lo miró asombrada. El se volvió de espaldas y por vez primera en toda la noche, vio su rostro desencajado reflejado en el ventanal que daba a la Rambla.  

Ana Amorós

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