Más allá de la muerte
Ana Rosa Amorós Alonso Balado

A Clarisa Bonilla

“He aquí mi secreto. Es muy sencillo: no se ve más que con el corazón: Lo esencial es invisible a los ojos”
El Principito, Antoine De Saint-Exupery

Estar allí era como ser propiamente, co-protagonista de La Divina Comedia, Dante jugaba con nosotros enviándonos unas veces al infierno, otras al purgatorio. No existían ni limbo ni cielo en aquella sala 8 del Hospital Militar.

La sala de los presos políticos, donde la mayoría de los enfermeros y enfermeras que solicitaban ir allí, lo hacían “para descansar” según sus propias palabras. Fueron muy pocas las honrosas excepciones de profesionales solidarios y conscientes, pero por suerte para la raza humana existieron y es justo hoy reconocerlo, más allá de que no demos aquí sus nombres por razones obvias.

A dicha sala me enviaron muchas veces a lo largo y ancho de mi cautiverio. En ese, reitero, Dantesco lugar me encontré también con muchísimos compañeros de ambos sexos y distintas edades de todos los puntos del paisito.

Una mañana vi pasar a un escritor famoso, perturbado, quebrado, sin memoria… buscando su máquina de escribir, papel higiénico y susurrando “¿cuándo me llevan?” Hoy, cuando lo veo en la T.V. no puedo menos que sonreírle a la vida.

Allí, una madrugada fuimos testigos impotentes de la muerte de un joven compañero que sufría de Mal de Chagas.

Tenía la libertad firmada desde varios meses atrás y le permitían ver a su familia quince minutos, día por medio, los bondadosos señores del ejército. Sin palabras.

Vi diagnosticar cáncer a los pulmones, operar y depositar luego en la cucheta de arriba, cual  una bolsa de papas, a una compañera de Paso de los Toros, quien comprobó luego que su mal no existía.

Diariamente nos enfrentábamos a la lucha por la supervivencia.

Sólo así, podríamos evitar males mayores. La solidaridad entre nosotros existía. Compartíamos la postración de María Elena, las heridas de bala de Cristina Cabrera, como símbolos de la sala. Las cartas de la familia, de “los teros queridos”, un poema, una canción susurrada.

Yo llegué, previo diagnóstico del maquiavélico Dr. Maraboto y anuncio formal del señor de la fusta y el látigo, Coronel Barrabino, quien en una recorrida con otros monstruos como él, me preguntó: “¿Qué es el Mal de Koch o Pot?”

El estupor fue grande en todo el sector, a tal punto que la compañera médico que allí se encontraba me dijo: “No me pidas que te diga lo que es. Sólo te aclaro que no se trata de cáncer, pero sí, de una dolencia muy grave, de decírtelo se crea un caos en el sector y los milicos me matan.” Algo molesta pero respetando la decisión tomada por dicha compañera, me fui a charlar  con otras gurisas.

Recuerdo que eso sucedió un jueves por la mañana, tenía claro que el lunes me llevarían al Hospital Militar y eso me angustiaba, más que nada porque me sentía ciega y en medio del pantano. Pero el domingo de tarde una estudiante de odontología “olvidó” sobre mi cucheta un libro de patologías, justamente donde trataban el famoso mal.

Lo “devoré” frente a las miradas preocupadas de las compañeras; me sentí perpleja y anonadada. Tenía tuberculosis a los huesos. El único consuelo que me vino a la mente en esos momentos fue que no era contagioso, devolví el libro y no pude menos que darle un apretado abrazo a su dueña.

Desde ese momento comenzaría la parte más cruel y sórdida (luego del “interrogatorio” claro) que me tocó vivir como ser humano en calidad de preso político. Porque una cosa era estar presa y enfrentarse diariamente al enemigo. Otra muy distinta era dejar de valerse por si misma hasta para las necesidades elementales y básicas inherente a toda persona.

Pensé en mis padres, en mi sobrinita, en mi hermano que estaba en el otro penal y se me hizo un verdadero nudo en la garganta. Bueno, de avisarles se encargaría mi cuñada (que se encontraba conmigo en el mismo sector).

Durante el tratamiento fui tratada como un bebé por las gurisas, que se turnaban para higienizarme en la cama, darme la comida, leerme algún libro, o simplemente darme ánimo con charlas amenas que me contagiaban. Por decirme con sus múltiples gestos de una ternura muy pero muy cálida “estamos contigo, no aflojes, aguanta”.

No olvido, ni olvidaré jamás a cada uno de aquellos seres, que gracias a su ternura y paciencia lograron que volviese a camina luego de casi un año y medio de reposo absoluto, yeso, 25 Pas, 3 Nidracil diarios y una Estreptomicina inyectable día por medio (me dejaba  las piernas verdes, azules).  En la figura de “la Negra” Mónica Etorena, fallecida hace pocos años, va todo mi reconocimiento, pues no me alcanzarían las palabras para agradecerles.

Aclaro que todo el tratamiento fue solventado por mis padres, no por los “señores” del Hospital Militar, pero digamos que eso fue sólo una nimiedad, una de las tantas a las que nos acostumbraron durante la dictadura.

Rebobinando, me habían enyesado por primera vez bajo las órdenes del traumatólogo Torres, cuando llegó ella, una presa recién caída, una “Tupa nueva” que trajo consigo una brisa fresca y renovadora para las “presas viejas”.

Tenía mi misma edad y se llamaba Clarisa. Estaba desahuciada y lo sabía. Aún hoy me parece verla llegar. Parecía un pollito mojado.

Le asignaron una cama contigua a la mía, me sonrió y yo la miré con el alma. Su piel era muy blanca, cabellos lacios, cortito y sus ojos eran de un mirar profundo. Parecía muy tierna y era dulcemente bonita.

Sí, a Clarisa le habían diagnosticado Lupus varios años atrás en el Hospital de Clínicas, pero aún así, no se negó a vivir, ni a sembrar su cuota de amor y de entrega. Soñaba con un mundo nuevo, donde el hombre no fuese lobo de sus pares. Estaba enamorada de Sebastián (alias de su compañero).

Con Clarisa nos sentimos ampliamente identificadas una con la otra. Nuestros estados físicos al límite, nuestras primaveras mal heridas, nuestras ganas locas de vivir y ganarle a la muerte. Mientras existiese una ínfima esperanza nos apegaríamos a ella y no nos vencerían.

A las dos semanas lograron estabilizarla y la volvieron al penal. Ahí me dejó uno de los poquísimos recuerdos materiales que tenía de Seba y que cuidaba como un tesoro: unas medias negras con rayitas blancas. Yo le di un colgante de acrílico hecho por mi hermano con un peso afectivo intenso. Ella se dio cuenta.

Volví a verla de lejos en Punta de Rieles, ya que desde mi cucheta las divisaba a todas cuando pasaban para cumplir con las diferentes tareas. Pero luego a mi me dieron la baja  transitoria del penal y sólo la encontraba, como es lógico de suponer, cuando le tocaba chequeo o se descompensaba.

En lo que a mí se refiere las bestias científicas me provocaron una polineuritis medicamentosa y no se que otros males por negligencia. Lo que sí recuerdo a flor de piel es el dolor físico, la pérdida de fuerzas, los calambres en los pies (de los que aún conservo vestigios), y reitero la solidaridad de las compañeras y el gesto tierno de los compañeros, que me hacían llegar una florcita de pan, un dibujo, un poema o una canción.

La compañeras solo atinaban a darme agua cuando me despertaba de mis sueños quejumbrosos. Temían que me deshidratase. Muchas veces fue Clarisa la que me lavó el rostro y me dio de comer el “bendito flan” lo único apetecible de mi desastrosa dieta.

La mañana en que Silva Ledesma vino a verme al Hospital Militar por la bandera de los 33 orientales que la OPR 33 se llevó del Museo, nos reímos todas a carcajadas. Fuimos pasando el mensaje de cama en cama.

Pero luego de reírnos del famoso coronel, del año de la orientalidad y brindar simbólicamente por la no caída de la bandera, fuimos cayendo en una depre generalizada que cada una  intentaba disimular como podía.

Evidentemente mi estupor y mi angustia, mis temores se veían transformados en cruel realidad: estaba yo al borde del abismo y el macabro coronel quiso ganarle a la parca, (no tenía la más remota idea, pero luego me enteré,  de que de Punta de Rieles se habían llevado a Ivonne Trías y a Estela Saravia  y  de Libertad a unos cuantos compañeros por el mismo tema). Clarisa y yo charlamos sobre ella sin retoques de pintores. En otras oportunidades había sido ella la expuesta a dicha situación. Siempre nos escuchamos. De esa manera supe de su amor por su familia, de la impotencia que la embargaba. Sus deseos de ser madre quedaron en un recodo del sendero de quimeras truncas. Ese había sido uno de sus caros sueños y le costaba resignarse. Sus ganas de vivir eran tan inmensas como legítimas, como también los temores que invadían su ser y le dejaban un dejo de melancolía a su mirada.

La vida hizo que fuese yo, quien esté recordándola hoy, a tantos años de su partida, pues Clarisa falleció. Su lupus era verdadero. En cambio, mi Mal de Koch fue morbosidad e insanía mental de quienes lo diagnosticaron y trataron…

Ana Amorós

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