El tren nocturno

Alfredo Alzugarat

A Héctor Galmes, feliz autor de Necrocosmos.

... y aún sin supiera que el mundo

hubiera de acabarse mañana

igual hoy, plantaría mi manzano

Martín Luther King

Por marzo dejaron de circular los trenes nocturnos. El último de ellos, como una exhalación de perfumes añorados, descendió por el valle cargado con los recuerdos de aquellos que lo vieron pasar. Era implacablemente blanco, y el chorro de luz que lo recorría abría estrellas de cuarzo en sus ventanas.

-Podría decirse que es hermoso –dijo Tonio, que se había quedado con el brazo en alto, sin poder dejar de hacer adiós. Pero Helena no escuchó sus palabras sino un estrépito de fierros oxidados que retumbó en la distancia.

Al principio habían recreado la niñez recreando los pasos del juego de la farolera. Helena caminaba casi en puntas de pie, los pasos cortos, las rodillas algo arqueadas sosteniendo entre sus manos el viejo y pesado farol y la pértiga para trasladar el fuego. Él, a su lado, tarareaba la cancioncilla y trataba de recordar el cielo poblado de estrellas: ojos de luz en el techo del mundo. Marchaban por las calles estrelladas, ceremoniosamente, los destellos fulgurantes chocaban en los adoquines y viboreaban en las grietas.

Con el tiempo, Tonio empezó a pensar y a repensar en el tren nocturno. No había redención en la pequeña y débil llama de luz, no había encanto ni heroísmo en la repetición de una rutina infantil y había zozobra y desconcierto en ese tropezar y casarse con un coronel y alzar las barreras para acabar sumando ocho y ocho dieciséis. Después de mucho ahondar en sí mismo, Tonio concluyó en que tal vez se trataba de una sutil cobardía.

El tren nocturno labró vías circulares en lo profundo de su mente. Los ecos de su traqueteo lo persiguieron sin piedad en sus trastornados horarios de vigilia o de sueño. Hasta el día –aunque ya no había días- en que sus piernas avanzaron hacia el encuentro de una pista cierta y él no pudo hacer otra cosa más que seguirlas.

Entonces lo supo. En el andén de la estación absorbida por las tinieblas halló al último guardabarreras.

-... Entonces ¿nunca?

-Nunca. Nunca se detendrá. Rondará por el mundo como un cometa y dejará un halo de luz por donde quiera que pase. Allí va el último conductor atado a su asiento para no abandonarlo jamás, el último guarda entregará mil veces sus boletitos de cartón a los niños de escuela que nunca querrán dejar de utilizarlos, a los obreros de los suburbios, a las floristas eternas, a los abuelos jóvenes, a los enamorados sin dinero que aún creen en los milagros, y todos renovarán sus pasajes una y mil veces porque no sabrán vivir sin él, y él seguirá andando, andando siempre, atravesará como una antorcha el horizonte, viboreará por ciudades y llanuras como una luciérnaga gigante dejando tras de sí un reguero de chispas de ilusión, porque será el farol de los pobres, el último grito de rebelión.

Tonio cerró los ojos y apretó una lágrima.

-Nunca se detendrá. Nos han robado hasta el sol y las estrellas y es nuestra única esperanza.

Hubo un largo silencio, apenas distendido por el rumor del viento.

-¿Y usted? –preguntó Tonio- ¿Cómo es que usted no se fue en él?

-Yo... Creo que tenía que contárselo a alguien. Ahora comprendo que me he quedado solo por eso.

Tonio lo buscó con la mirada. A través de la penumbra no alcanzó a distinguirlo. Pensó que, efectivamente, mientras a algunos les toca vivir las cosas hasta el final, otros permanecían solo para poder contarlas. Era una triste necesidad, más imperiosa que cualquier otra. Lo miró una vez más sin ver nada. Acercó su brazo para saludarlo, palmearle la espalda y marcharse, pero entonces comprendió que allí solo había un bulto hueco, un uniforme azul y una gorra flotando en el vacío.

-Se desintegró de inmediato... Se lo comió la nostalgia –le explicó luego a Helena, con sus ojos absortos clavados en el horizonte.

Le preguntó a los viejos pescadores del río, ahora confundidos por la ausencia de un amanecer, pero no lo habían visto.

Interrogó a los gitanos de aretes en las orejas y en la nariz que con sus pífanos de caña dulce intentaban arrastrar tras de sí a todas las ratas de los valles montañosos, pero ellos no tenían la menor noticia.

Se encontró con bichicomes de los campos de batalla, que comían lo que hallaban en las alforjas de soldados muertos, pero al preguntarles ellos rieron incrédulos.

Y continuó aún, indagando a desertores, a oficinistas extraviados, a los que robaban durmientes de las vías y a los que dormían en vagones abandonados, pero en todas partes halló una negativa rotunda y despiadada.

Un pintor que no podía olvidar los crepúsculos, le dijo que todo lo que el guardabarreras le había contado se parecía mucho a algo que él había vivido hacía mucho tiempo, sí, déjeme recordar, fue en una novela inolvidable...

-Necrocosmos.

-Eso es, Necrocosmos. Siempre es maravilloso lo que se vive en las novelas.

El pintor se marchó y Tonio se vio muy niño, arrebujado en las frazadas de su cama, aterrorizado de las espeluznantes oscuridades de su dormitorio, y se vio contemplado en la lobreguez del fondo del aljibe de su casa paterna, y los sótanos sin salida, y los túneles asfixiantes, y los ojos imponentes de los búhos, y pensó que ciertamente se parecía mucho a un necrocosmos un mundo ciego en toda su ancha vastedad, condenado a las tinieblas desde el día en que el enemigo ocultó al sol tras densos nubarrones perennes y las estrellas se desmembraron en fibras imperceptibles y solo la luna quedó colgada del alto cielo, desvaída como una delgada cimitarra. Y desde ese otro día nefasto, día-noche, meses después, cuando clausuraron los trenes nocturnos y el mundo quedó sin sus blancas guiñadas, sin sus fugaces auroras de consuelo. En su angustia, Tonio pensó que estuviera donde estuviera, cerca o lejos, donde quiera que fuese, nadie podría apagar aquel chorro de luz que recorría al último tren nocturno (aquel chorro que él había visto con sus propios ojos: rutilante, esplendoroso), porque si ello sucediera ya nadie sabría volver a encenderlo.

Con su pollerita gris y raída, sus trenzas desdibujadas, una niña arrastraba un gallo muerto por el camino polvoriento. Los despojos de la luna arrancaban destellos a la cuerda que pendía de su mano.

-¿No has visto pasar el tren? –le preguntó Tonio.

La niña negó con la cabeza y miró al hombre con ojos brillantes y labios entreabiertos. Tonio se puso el sombrero y continuó hurgando en la distancia buscando un resplandor, una lejana fosforescencia.

-¿No quieres tirarte conmigo? –preguntó de pronto la niña.

Tonio volvió la mirada hacia ella con curiosidad.

-Por cualquier cosa, sabes... Lo que tengas... El último me dio esto.

Tonio miró el gallo muerto y maldijo en voz baja.

-Entonces... ¿no has visto el tren? –insistió torpemente.

-No... no lo he visto –respondió resignada la niña.

-¿Hasta dónde iremos? –preguntó Helena.

Habían caminado sin rumbo, atravesando el desierto de ceniza y restos de chatarra desde hacía ya varias horas.

-No lo sé. Las vías antes pasaban por aquí. Pero ahora ya no están.

-Hay muchas cosas que ya no están.

-No estás tú convencida, dí mejor.

Helena tuvo ganas de decirle que todo lo hacía por él, porque quería impedir que se volviera como los otros, como ella misma quizá, estropajos sin corazón que vagaban por el mundo sin ya nada que esperar, seres desarticulados de oxidados resortes a flor de piel. Que a todas partes lo seguía porque le conmovía que aún creyera en algo y persiguiera un sueño en este mundo. Pero no tuvo fuerzas para responder.

-Estás derrotada, como todos.

-Hay que tener el alma demasiado pura para no estarlo –dijo ella al fin.

Tonio fue el primero en sentarse. Ella se acomodó a su lado.

-Se puede soñar entre los muertos, Helena. Se puede cantar hasta en el fin del mundo.

Ella levantó sus ojos buscando los de él.

-Pobrecitos los que ya no pueden creer, los que ya no pueden admirar, los que nada les asombra.

Descendieron por un valle rocoso que los alejaba cada vez más de la ciudad. Las tinieblas eran más espesas allá en el fondo.

-¿Y si ya no estuviera, Tonio? ¿Si hubiera pasado y se hubiera ido y ya no estuviera?

-Lo esperaremos. Lo haremos de nuevo si es necesario.

Helena observó su ancha espalda, el cuadrado de sus hombros. Siguió marchando tras él.

-No está... no está... ya no está –dijo Helena, casi con desesperación, oteando a todas partes desde la elevación en que se hallaban.

Tonio aún continuaba escudriñando en las tinieblas, sus ojos parecían desenvolver la oscura telaraña que los sitiaba. Los hombres primero vivieron en los árboles, pensó, y ahora vivirán como topos.

El tres del necrocosmos vaga por el mundo. La sola luz que despide rebobina sus motores, recicla su combustible. Tiene un foco dorado en la punta y por dentro es como una cápsula de recuerdos o un jardín encantado. Una recia locomotora y una larga hilera de vagones donde viajan todos los que no quieren dejar de vivir, todos los que con el tiempo comenzarán a ser reverenciados como a antiguos héroes, de formidables hazañas que cantarán los obstinados juglares del futuro.

"¿Dónde? ... Pero, ¿dónde?", se preguntará para siempre Tonio. Y descenderá por las abruptas laderas, vagará por desiertos de cenizas y cráteres de aerolitos, y a sus espaldas estará Helena, siempre Helena, como él, buscando. Helena preguntándose si no sería esa toda la vida posible por delante. Si aquellas vibraciones de luces remotas, si aquel tren nocturno apareciendo y reapareciendo en horizontes inalcanzables, no serían solo el fruto de una invención, de un desesperado esfuerzo por trascender la realidad.

Alfredo Alzugarat
Cuentos de War. La guerra es un juego.
Cal y Canto y Biblioteca de Marcha, Montevideo, 1996

Ir a índice de narrativa

Ir a índice de Alzugarat, Alfredo

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio