El suicidio como estilo
Alfredo Alzugarat

En términos parecidos, la cuestión fue planteada en primer lugar por el romántico alemán Friedich von Hardenberg, más conocido como Novalis: “El verdadero acto filosófico es el suicidio; este es el principio real de toda filosofía”. Luego por Albert Camus en El mito de Sísifo: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: es el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena de ser vivida es contestar la cuestión fundamental de la filosofía”. El fenómeno, que incumbe a psicólogos y sociólogos, ha tenido hasta ahora una particular resonancia en el mundo literario. Haciendo abstracción de los más variados motivos inmediatos, tan diferentes en cada caso como diferentes son los individuos y sus circunstancias, resulta indudable que la disposición al suicidio ha calado hondo en quienes asumen el arte y la escritura como una actividad existencial y una interrogación al mundo.

La lista de escritores suicidas sería muy larga de enumerar en su totalidad pero bastaría citar a los más conocidos, desde los ya lejanos del siglo diecinueve, como el poeta mexicano Manuel Acuña, los españoles Mariano José de Larra y Ángel Ganivet y el colombiano José Asunción Silva., hasta la aluvión de muertes por el mismo motivo que indica el siglo XX: Vladimir Maiakovsky, Jack London, Stefan Zweig, Virginia Woolf, Horacio Quiroga, Alfonsina Storni, Leopoldo Lugones, Eliseo Salvador Porta, Hart Crane, Emilio Salgari, Vachel Lindsay, Cesare Pavese, Serguei Esenin, Paul Lafargue, Ernest Hemingway, Sylvia Plath, José María Arguedas, Jaime Torres Bodet, Henry de Montherlant, William Inge, Tadeuz Borowsky, Anne Sexton, Arthur Koestler, etcétera. Súmese a ellos la desaparición del escritor norteamericano Ambroise Bierce y la muerte violenta de alguien tan cercano a la literatura por sus Cartas a Theo como el pintor Vincent Van Gogh, cuya personalidad ha sido objeto de estudio de numerosos psiquiatras. 

El séptimo círculo.  

A excepción de la legendaria muerte de Safo y los suicidios forzados de Sócrates y Séneca, la antigüedad grecolatina no registra casi ningún otro caso importante de autoeliminación. La severa condena religiosa que imperó durante la Edad Media y siglos posteriores, fundamentalmente de parte del catolicismo, tuvo su principal basamento en las enseñanzas de San Agustín en La ciudad de Dios: el individuo “que se mata a sí mismo también es homicida, haciéndose tanto más culpado, cuando se dio muerte, cuanta menos razón tuvo para matarse”. Congruente con ello, Dante categorizó a los suicidas como “violentos contra sí mismos” y los ubicó en el séptimo círculo del Infierno transformados en nudosos árboles insanos donde aúllan y hacen sus nidos las harpías de alas grandes, vientre ancho y plumoso y cuello y rostro humanos. La prohibición, que implicaba una absoluta falta de redención para el individuo, tuvo una altísima eficacia a nivel colectivo, incluyendo la intelectualidad. El suicidio, por lo menos en el mundo literario, parece tener su asiento en el cambio de pensamiento que ocasionaron las transformaciones sociales, políticas y filosóficas de la modernidad.  

En 1774 la publicación de Las cuitas del joven Werther, de Johan Wolfgang Goethe, encuentra un eco inusitado en el panorama de recepción de obras literarias. La personalidad de su protagonista fascina a muchos, dentro y fuera de Alemania, incitando a la imitación: se copia su modo de vestir, sus poses, sus expresiones, y algunos hasta se matan de un pistoletazo ante el espejo. A pesar de ello, el siglo XIX todavía halla inaceptable el suicidio y lo recrimina a la vez que lo compadece. José Martí escribió en 1876 refiriéndose a Manuel Acuña: “No conoció la vida plácida, el amor sereno, la mujer pura, la atmósfera exquisita. Disgustado de cuanto veía, no vio que se podían tender las miradas más allá. Y aseado, y tranquilo, acallando con calma aparente su resolución solemne y criminal, olvidó, en un día como éste, que una cobardía no es un derecho...” La prensa de la época atribuyó la muerte del poeta a desdenes de amor de aquella que era destinataria de sus mejores poemas. Se afirma que la inquietante dama en cuestión, Rosario de la Peña, mereció también la pasión del propio Martí.

Entre los modernistas y sus seguidores, el morir joven o suicidarse no fueron cosas extrañas. Al deceso del joven Asunción Silva (1896) le seguirá el de Horacio Quiroga y Alfonsina Storni en 1937 y el de Leopoldo Lugones al año siguiente. El comienzo del siglo parecía alentar una comprensión diferente del asunto. Al respecto, aludiendo a la muerte del paisano Zoilo en su drama Barranca Abajo, Florencio Sánchez expresaba: “Con ello quiero probar que cuando un hombre ya no tiene nada que hacer en esta vida, puede un amigo, un pariente, no oponerse a la voluntad de suicidarse.”

Una apreciación opuesta persistía en el otro extremo del mundo. Las muertes de Serguei Esenin (1925) y de Vladimir Maiakovski (1930), en los albores de la revolución rusa y con ambos firmemente comprometidos con la misma, podrían hoy interpretarse como feroz anticipo de épocas posteriores a la vez que trasuntan el quiebre individual ocasionado por la frustración ideológica. Isaac Deustcher ha recogido la opinión de jóvenes bolcheviques de aquellos años: “Quedamos desanimados y aturdidos. El suicidio era anatema en nuestro código de comportamiento revolucionario. La obligación del revolucionario era vivir para luchar. Parecía esto una verdad tan elemental y llana que la súbita ‘retirada del campo de batalla’ de Maiakovski nos parecía casi una blasfemia... el suicidio era cobardía pequeño-burguesa”.

El rasgo hereditario.

Otros aspectos pueden brindar una opinión más cabal. A pesar de los casos de Sylvia Plath y Virginia Wolf, en su obra El suicidio Durkheim probó que no tiene por qué existir relación alguna entre la locura y la autoeliminación. Nadie ha podido descartar de modo convincente, sin embargo, el peso de conductas hereditarias. Horacio Quiroga padeció el suicidio como un destino fatal que alcanzó a su padrastro, a su primera esposa, y en una secuela propia de tragedia griega, a él mismo y a sus dos hijos Eglé y Darío. Más de un esfuerzo de la biocrítica ha procurado vincular su vida y su obra a la de otro gigante de las letras modernas de similar fin: Ernest Hemingway. Unidos por su inclinación hacia la naturaleza y la fauna, por sus relaciones inestables con el sexo opuesto y por su angustia existencial, ambos desplegaron una obra que, aunque dispar en numerosos facetas, se ceñía temáticamente en torno a la fascinación por la muerte. Sus protagonistas mueren una y otra vez: los de Quiroga inermes ante el poder indómito de la naturaleza o la fuerza de sus pasiones, los de Hemingway aprendiendo a hacerlo con estoica dignidad a través de casi todas sus novelas. No obstante esto, la muerte de Hemingway sorprendió a muchos. Su proverbial vitalidad le había creado un aura de inmortal. Su viuda aseguró que se trataba de una muerte accidental. Solo dos años más tarde, la publicación de Papá Hemingway  de A. E. Hotchner, reveló la verdad en todos sus pormenores. Confirmó lo que muchos sospechaban y recordó que el padre de Ernest había muerto de modo similar.

Sylvia Plath escribió: “Morir/ es un arte, como casi todo.” Símbolo de las juventudes de los años ’60, su muerte espectacular –metiendo la cabeza en un horno para aspirar emanaciones de gas- fue entendida como un signo de extrema rebeldía, que tuvo repercusiones contagiosas como otrora había sucedido con Werther. Entre ambos es posible que solo medie una profundización del “mal del siglo” de los románticos y del “spleen” de los simbolistas capaz de sintetizarse en una fórmula de libre albedrío. Tal sería, por ejemplo, la expresión acuñada por un personaje de Milan Kundera en su novela La inmortalidad: Todo el mundo tiene derecho a matarse. Es parte de su libertad.” Estas palabras y la primacía filosófica que Novalis y Camus le atribuyeron al asunto pueden contribuir a explicar el fin elegido por tantos escritores del último siglo.-

Alfredo Alzugarat

El País Cultural, Nº 331, 
8 de marzo de 1996, pág. 4.

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