El exemplo XXXII del Conde Lucanor

El rey desnudo y el poder de la ficción
Alfredo Alzugarat

En su libro Análisis de El Conde Lucanor (Buenos Aires, CEDAL, 1968), Pedro Barcia establece que en dicha obra el infante Juan Manual privilegia, dentro de la llamada “corriente de literatura didáctica”, el aspecto moralizador y edificante sobre cualquier otro y en particular el satírico, en contraste con la otra gran cumbre literaria de su tiempo, el Arcipreste de Hita, que en su Libro del buen amor procedía de modo inverso. “La nota dominante en Juan Manuel es la moral”, afirma Barcia, “solo podría calificarse de satíricas dos de sus ·estorias·: las de los exemplos XX y XXXII” (2 –31).

Si bien ello es indudablemente así, lo que resulta interesante es que ambas estorias presentan como blanco privilegiado de su sátira a la persona del rey. En el exemplo XX : De lo que consteció a un rey con un omne quel· dixo quel· faría alquimia , el rey es engañado por un golfín que, tras haberlo convencido de que sabía cómo hacer oro, logra que le confíe un muy grand haber para tal propósito, desapareciendo luego sin dejar rastros: consecuencia de ello fue que los miembros de su pueblo considerasen al rey un omne de mal recabdo, es decir, de mal cuidado o de poca razón, en otras palabras, un tonto. A su vez el exemplo XXXII, De lo que consteció a un rey con los burladores que fixieron el paño, el engaño gira en torno a una tela o vestido que solo podría ver todo omne que fuese fijo daquel padre que todos dizían, tela que en verdad resulta inexistente pero que nadie se atreve a afirmar que no la ve, incluido el rey. De modo similar  reyes ingenuos, crédulos, mediante un ardid a su confianza –llámese fabricar oro o lucir un vestido que sólo pueden apreciar quienes eran hijos legítimos- son engañados y puestos en ridículo ante sus respectivos pueblos.

Tal actitud de burla o de censura a la persona del rey no resultaba extraña, sin embargo, en el siglo XIV y aun antes. Recuérdese al respecto el cuestionamiento al mal proceder de la figura real en El Cantar del Mío Cid donde la relación rey – vasallo, según Edmund de Chasca, es el “factor determinante” en toda la obra y fundamento de su estructura.[1] Son muchas las fábulas circulantes en la época, recogidas en compilaciones o libros de exemplos similares a  El Conde Lucanor, donde el rey aparece como una figura ambigua y deslucida. En el caso de los dos exemplos citados, es posible que Juan Manuel se haya basado en fuentes populares tan difundidas que aun alguien como él , defensor del sistema jerárquico medieval y tan celoso de su condición de noble, no pudo  pasar por alto. Rastreando, es posible hallar más costados críticos a la persona del rey en otros exemplos suyos, tales como el XXI (el rey joven que despreciaba el consejo del filósofo que lo criara y que maltrataba su hacienda y su salud), el XLI  ( el rey de Córdoba llamado Alhaquem, quien nunca había hecho cosa honrada ni de grand fama de las que suelen et deben fazer los buenos reys) y el LI (el rey muy mancebo et muy rico et muy poderoso et era muy soberbio a grand maravilla).

No obstante, resulta de fundamental importancia la distinción, no por obvia menos necesaria, de que en todos los casos, el cuestionamiento crítico o aún la ridiculización van referidos exclusivamente a la persona del rey o un aspecto de su personalidad y nunca a la institución que él representa. Por debajo del monarca, sustentador del poder absoluto por derecho divino, estaba el hombre de carne y hueso que, como cualquier otro, era pasible de defectos, limitaciones y errores en el ejercicio de su función. Este último, el humano, es el que importa. El cuestionamiento o censura a la institución de la monarquía era impensable en la época y seguiría siendo así durante varios siglos más. Todavía en el siglo XVII Lope de Vega podrá reconocer la existencia de malos nobles, abusadores lascivos de su poder como Fernán Gómez, Comendador de la aldea de Fuenteovejuna, llegando hasta admitir en esos casos el derecho de los campesinos a rebelarse aún por las armas siempre y cuando cuenten con la previa autorización del rey, único noble de ejercicio indiscutible.

Menos es de suponer una intención social, a través de estos exemplos, en un autor como Juan Manuel, poseedor de un pensamiento claramente acorde a los intereses de la clase dominante de su tiempo, intereses que eran también los suyos. Hay sin embargo, en el exemplo XXXII una instancia última de crítica que abarca a toda la sociedad, como se verá más adelante. Por ahora solo cabe señalar que, en principio, el propósito de estas sátiras o cuestionamientos a la persona del rey apunta –tal como se explica al comienzo de la obra- a una finalidad didáctico-moral. La enseñanza que se imparte puede ser tanto la exhibición de una virtud digna de admiración como de un vicio o defecto a evitar. Se expone lo bueno como lo malo apelando a todo lo que integra el mundo medieval, a la realidad y a lo fantástico que existe en el imaginario colectivo, a la naturaleza, al mundo del trabajo y al de la corte. El rey, componente principalísimo del mundo medieval, es susceptible también de apelación, aún cuando se trate de aspectos reprobables de su persona como el temor, la ingenuidad o la superstición.

Como se desprende de los exemplos , existe una moral que es necesario inculcar y difundir por creérsela la más conveniente y de provecho para todos los hombres. De raíz religiosa, esta moral será soporte indiscutible del conjunto de creencias e ideas que constituyen la cosmovisión medieval. Se encuentra por encima de todo lo que es posible para el hombre y el hombre debe ajustarse a ella. Aun el rey en tanto hombre.  El juicio a algún aspecto de su persona queda justificado en tanto contraviene la moral que se pretende impartir, en tanto se opone al modelo preestablecido. Por eso al rey del exemplo XXI se le reprocha despreciar el consejo daquél que lo criara que es lo fijado por el código de valores imperante; la altanería en contraposición a la humildad es lo que se condena del rey del exemplo LI; la codicia, por su parte,  será lo vituperable en los exemplos XX y XXXII. Más claro aún es el caso del exemplo XLI: aquí no solo se enfrenta el “ser” al “deber ser” sino que además se enumeran las ganancias derivadas del cuidado de las reglas morales: como quier que mantenía assaz bien su regno, non se trabajaba de fazer otra cosa honrada nin de grand fama de las que suelen et deben fazer los buenos reys, ca non tan solamente son los reys tenidos de guardar sus regnos, mas los que buenos quieren ser, conviene que tales obras fagan por que con derecho acrecienten su regno et fagan en guisa que en su vida sean muy loados de las gentes” .

 La contradicción “rey” – “buen rey” es la resultante de la conformidad o no, del monarca a la moral de su tiempo. De ella depende su honra, verdadera obsesión para cualquier individuo de la Edad Media española. No solo es necesario ser buen rey sino también aparentarlo. Así lo demuestra un pasaje del exemplo XX: Unos omnes estaban riendo et trebejando, et escribían todos los omnes que ellos conocían, cada uno de cual manera era, et dizían: los ardidos son fulano et fulano, et los cuerdos fulano et fulano, et así de todas las otras cosas buenas et contrarias. Et quando hubieron de escribir los omnes de mal recabdo, escribieron: y el rey. Los reyes tontos, de pocas luces, que se dejan engañar, pierden el respeto de sus súbditos y terminan en objeto de escarnio. El ridículo a que sus propios hechos da lugar es lo que genera las estorias satíricas de algunos exemplos, en particular el XXXII.

El tópico del secreto y el engaño es el elemento detonante que justifica contar la estoria de este último exemplo en tanto es motivo de preocupación del conde Lucanor y de los viesos de don Johán. Pero su importancia es relativa en tanto que, para concretarse objetivamente, se necesita de la participación decisiva del tópico de la honra, con toda la carga de prejuicios y el imperio irracional que sobre ella ejerce la tradición. Comenzada la elaboración del “paño” le piden los burladores al rey que si fuesse la su mercet que lo fuese ver et que non entrase con él omne del mundo. El rey, movido por lógica desconfianza, traiciona de inmediato tal requisito y se vale de un camarero suyo a fin de probar si es verdad lo que se le cuenta. Después recurrirá a otros y a muchos más. La traición al secreto es solo a medias en tanto el rey no les confía todo lo que le han dicho los pícaros (las propiedades del “paño”) sino tan sólo que vayan a ver lo que éstos están haciendo. De todos modos, el camino hacia la concreción del engaño se consolidará aun más. Cada ruptura del secreto será un paso más en la consolidación del ardid porque cuantos más van a ver el ”paño” más se afirma la “existencia” de este. No es el secreto pues, el que explica el engaño, sino el miedo a la deshonra, a perder la fama que cada uno posee ante los demás. Si algo se puede asegurar es que no existe en el asunto de esta estoria una correspondencia plena entre la ficción y  la preocupación del conde o los viesos de don Johán.

La codicia es la que inspira el engaño a los embaucadores y la que convierte en víctima al rey. Por esta manera podría acrecentar mucho lo suyo: los moros non heredan cosa de su padre sino son verdaderamente sus fijos, pensaba el monarca. (Tampoco los bastardos españoles podían heredar, pero el narrador se contenta con mencionar sólo los moros  por la costumbre de la poligamia.) Descubierto el engaño, los embaucadores no serán hallados, ca se fueron con lo que habían levado del rey.  

Pero el elemento decisivo es esa negra de la honra, como dirá Lazarillo de Tormes. Este es el tema que sitúa a la estoria en su tiempo, en el entorno cultural y sociológico de la Edad Media. La honra como primer objetivo mundano, condicionante de la ubicación social y de la vida toda, tan digno de atención en el pensamiento de Juan Manuel como la propia salvación del alma. La honra es la que dará mérito a una ficción capaz de desnudar a la sociedad medieval. Hay cierta refinada habilidad intelectual en los embaucadores en tanto poseen conciencia cabal del factor gravitante que significaba la honra en la sociedad y obran con sutileza al hacer uso permanente de ella para fraguar la treta. Han sabido analizar el contexto social y de la certeza de su análisis da cuenta el éxito que obtienen. En astucia superan al golfín del exemplo XX y se aproximan al inolvidable Martín Antolinez del Cantar del Mío Cid cuando engañaba con arcas de arena a los judíos Raquel y Vidas.

El objeto de que se valen para la burla, el “paño”, opera como medidor de la honra pública. Sus “propiedades” son las que garantizan o invalidan la fama que posee cualquier individuo. El “paño”, con esas “propiedades” que lo caracterizan, cobra existencia real en base a dos elementos: la capacidad de persuasión de parte de los burladores y el miedo a decir la verdad que genera el imperativo de la buena fama ante el conjunto de la sociedad. Ambos elementos aunados son los que permiten la consumación práctica del ardid: el primero es producto de la inventiva de los engañadores y depende directamente de sus habilidades; el otro es de origen social y es sabiamente utilizado por ellos.

El poder de persuasión de los farsantes es ejecutado en varias oportunidades pero cuidándose de dar explicaciones solo ante una persona por vez. De nada le servirá al rey advertir a su alguacil o a su favorito, a quienes previene contándoles todas las maravillas del “paño”: los farsantes siempre cuentan con la última palabra. La persuasión, además de exigir las palabras precisas y la conveniente ordenación de los argumentos, requiere, de manera imprescindible, del lenguaje gestual. Hay una toda una escenificación y una gestualidad teatral en torno al “paño”: la simulación del acto de tejer; las señales que suponemos realizan ante los distintos camareros y vasallos del rey acompañando la descripción del “paño”: Esto es tal labor, et esto es tal historia, et esto es tal figura, et esto es tal color; y las que realizan cuando daban a entender que desvolvían el paño envuelto en muy buenas sábanas; y cuando daban a entender que tajaban et medían el talle que habían de haber las vestiduras, et después que las cosían; y finalmente, en el punto más alto de su representación, cuando al rey fiziéronle entender quel· vistían et quel· allanaban los paños, et así lo fizieron fasta que el rey tovo que era vestido. La simulación convierte a los farsantes en experimentados actores, “materializa al paño” y lo hace palpable al tacto -con los pliegues que se alisan- y a la vista –con la descripción de los bordados-. Cuando el rey acude por vez primera a ver el “paño”, el narrador acompaña los gestos de los farsantes y, para volver más veraz su materialidad, apela a la complicidad del lector: Et cuando entró en el palazio et vio los maestros que estaban texiendo... O cuando acude el alguacil: et desque entró et vio los maestros que texían... Y finalmente, cuando se dirige al lector con la guiñada característica de una sátira: Et desque fue vestido tan bien como habedes oído...

Palabras precisas, argumentos bien hilvanados, gestos adecuados a los que se suma la colaboración del narrador y la complicidad del lector, permiten generar la ilusión visual de la tela. Esta surge con la fuerza de un espejismo alcanzando su clímax en el día de la fiesta. Se ha afirmado muchas veces que el tema de la honra, tal como es tratado aquí, inspiró en Cervantes “El retablo de las maravillas”. Pero hay mucho más. En realidad gravitó sobre otras dos obras capitales de la literatura española de los siglos próximos. La necesidad de la ficción que justifique y legitime una actitud ante la vida es notable en el inolvidable escudero del Tratado III de Lazarillo de Tormes; la ilusión sensorial de lo que se quiere y necesita ver, explicitada hasta en sus menores detalles, reaparecerá en el Quijote en numerosos episodios: la venta que se convierte en castillo, los molinos en gigantes, los rebaños en ejércitos, etcétera. El Sancho quijotizado que inventa a Dulcinea acompañada de dos damas de honor a partir de tres zafias pastoras, describiéndolas con  toda la belleza de su esplendor físico y de su rica vestimenta, no dista mucho del público que cree ver cabalgar al rey engalanado con el atuendo que surge del famoso “paño”, ni tampoco del rey cuando describe, repitiendo las palabras de los propios embaucadores, las maravillas de quanto bueno et quanto maravilloso era aquel paño, et dizía las figuras et las cosas que había en el paño.

El imperativo de la fama o de la honra actúa sobre los individuos con un gran poder de coerción. Si salvar la honra, como afirma Juan Manuel en su prólogo, es la más importante meta mundana, perderla o menoscabarla inspira terror. De esa honra depende el respeto social. Su pérdida entraña discriminación, marginamiento social promovido por el sistema en conjunto, por la gente, por el poder, por la ley.  La ilegitimidad por la pérdida del buen nombre implicaba, entre otras cosas, la nulidad de la fortuna y de la condición social. Se perdía incluso la capacidad para heredar, privativa de hijos con padre y madre reconocidos y en unión legítima y consagrada por la Iglesia Católica. Del mismo modo operarán más tarde “las tablas de sangre” con los descendientes de judíos. Es el producto de un mundo rigurosamente estratificado, de castas cerradas, vedado de movilidad social, que encuentra en la discriminación uno de los resortes más eficaces para permanecer intacta y perpetuar sus características.

Cuanto mayor era la fortuna o la condición social, mayor era el temor a la pérdida de la honra. Lo que podía ser angustiante para cualquier noble español, adquiere para el rey relieves de pesadilla o de “muerte”: et quando el rey vio que ellos texían et dizían de qué manera era el paño, et él non lo veía, et que lo habían visto los otros, tóvose por muerto... Una muerte civil, más precisamente. Es este pánico el que genera el reselo de conoscer la verdat que operará, con matices distintos, sobre todos los individuos de alta condición social. Es este miedo el que impone la mentira, el que permite  que la ficción triunfe sobre la realidad.

            El miedo o recelo actúa en la estoria en tres niveles complementarios:

a)      a nivel del rey, el exclusivo y temible miedo a perder el buen nombre que, en su caso, implica perder el reino. Tan poderoso es que lo impulsa a faltar a la verdad y a realizar una simulación complementaria y reafirmadora de la mentira y simulación de los embaucadores: et por ende comenzó a loar mucho el paño, et aprendió muy bien la manera como dizían aquellos maestros que el paño era fecho. Et desque fue en su casa con las gentes comenzó a decir maravillas de quanto bueno et quanto maravilloso era aquel paño. El miedo al rey lo convertirá en cómplice de los farsantes. Lo mismo sucederá con sus servidores.

b)      el “agrado” inicial que experimenta el rey ante la noticia del “paño” (“agrado” provocado sugestivamente por los embaucadores en dos momentos: 1) cuando se apersonan ante el rey y le informan de su maestría y 2) al informársele del comienzo de la tarea: fue el uno dellos decir al Rey que el paño era comenzado, et que era la más fermosa cosa del mundo) necesita de ser probado previamente por personal de confianza. Uno tras otro, los camareros escucharán las razones de los farsantes y ninguno de ellos se atrevió a dezir que non lo veía. En otras palabras, ninguno se animó a decir la verdad. Eso les hubiera significado su ruina personal. El miedo a la pérdida de su posición de privilegio los lleva al extremo de mentir para adular al rey, para satisfacer al poderoso. Por lo tanto se tornarán también cómplices. Lo paradójico es que la consecuencia de sus actos   será capital para la vergüenza del rey.

c)      la  muy mala sospecha que experimenta el rey genera la necesidad de enviar a su alguacil pero informándole previamente. Ahora, el hecho de que el rey “hubiera visto” anteriormente al “paño” cumple un efecto decisivo. Es decir, en tanto los camareros ha sido engañados directamente por los embaucadores, el alguacil es engañado por estos pero además por la involuntaria complicidad del rey: et desque entró et vio los maestros que texían et dizían las figuras et las cosas que había en el paño, et oyó al Rey cómo lo había visto... Del mismo modo sucederá con el privado y con todos los demás nobles. El miedo a perder la honra convierte a cada uno en cómplice de los farsantes, pero el mayor cómplice, y víctima a la vez, es el rey pues su palabra, “su verdad” es la que impone mayor respeto. A la vez, el rey resulta ser también el más desdichado, el más mal andante, puesto que la mentira urdida por el alguacil le confirma su muy mala sospecha. Así, en este juego de verdad y mentira, de sospecha y complicidad, de simulación e ilusión, todos se engañan entre sí, todos –involuntariamente-  colaboran con la concreción del ardid, ca ninguno non osaba dezir que non veía el paño. A quantos fueron en su tierra abarca el engaño. Et desque lo vieron así venir (“vestido” con los “paños” para la fiesta), et sabían que el que non veía aquel paño que non era fijo daquel padre que cuidaba , cada uno cuidaba que los otros lo veían et que pues él non lo veía, que si lo dixiese sería perdido et deshonrado. Et por esto fincó aquella prioridad guardada, que non se atrevía ninguno a lo descubrir... La complicidad y colaboración de todos es la complicidad y colaboración que el miedo a la deshonra impone en todos ellos.

La destrucción del artificio montado por los engañadores solo podía ser realizada por alguien ajeno al miedo a la deshonra y por lo tanto capacitado para decir la verdad. Un negro que guardaba el caballo del rey, que non había que pudiese perder, resultó el elegido. Sin duda un moro o descendiente de moros, alguien similar al Zaide del Lazarillo... Por su condición de desclasado, de marginado que ya lo había perdido todo, es el único que podía llevar a cabo tal tarea. El problema de la honra le es totalmente indiferente. Fuera de la sociedad, está también ajeno a los prejuicios que la componen, libre de sus irracionalismos y de sus obsesiones. Por eso mismo posee la libertad suficiente para ver las cosas como son, para observar objetivamente la realidad sin dejarse atrapar por sus espejismos, para eludir el poder de la ficción. Puede conoscer la verdat y aún más, puede dar lugar a que otros la conozcan. En efecto, la valentía del negro al encarar al rey, desajusta toda la armazón del ardid por su punto más débil. De inmediato, uno a uno (hay que suponer que en escala ascendente), hasta el rey mismo, perdieron el reselo de conoscer la verdat.

El negro, por su condición marginal, individuo a quien non me empece que me tengades por fijo de aquel padre que yo digo, nin de otro, se presenta como el paradigma opuesto a los prejuicios que gobiernan la sociedad. Es el anti-modelo, exactamente aquellos en que todos temían convertirse en el caso de confesar que no veían el “paño”. A través de él se satiriza a la persona del rey y a la sociedad toda, mostrando como la defensa de ciertos intereses que preservan la condición social, obnubilan la visión de lo real, impiden ver las cosas como son. Al aludir a una posible ceguera: yo so ciego o vos desnudo ides, el narrador pone en boca del negro la terrible ironía: en la realidad el ciego ha sido el rey y toda su corte. Un temor irracional ha operado en ellos como una espesa venda tapándoles los ojos e imponiéndoles la ficción.

ALFREDO ALZUGARAT

Bibliografía

1. ALSINA FRANCH, Juan. Prólogo a El Conde Lucanor y otros cuentos medievales. Barcelona. Bruguera, 1973.

2. BARCIA, Pedro. Análisis de El Conde Lucanor. Buenos Aires, CEAL, 1968.

3. BLECUA, José M. Prólogo a El Conde Lucanor. Madrid, Castalia, 1972.

4. DE  CHASCA, Edmund – El arte juglaresco en el Cantar del Mío Cid. Madrid, Gredos, 1972.

5. DIZ, Marta Ana. Petronio y Lucanor: La lectura inteligente “en el tiempo que es turbio”. Potomac, Maryland, Scripta Humanística, 1984.

6. INFANTE Don Juan Manuel. El conde Lucanor. Introducción, notas y vocabulario de Rafael Dente. Buenos Aires, Difusión, 1979.

7. GILSON, Etiene. La imagen del mundo en la Edad Media, en Historia y crítica de la literatura española – Edad Media, al cuidado de Francisco rico y Alan Deyermond. Barcelona, Grijalbo, 1979.

8. LIDA DE MALKIEL, María Rosa. Tres notas sobre Juan Manuel, en Estudios de Literatura española y comparada. Buenos Aires, EUDEBA, 1966.

9. La idea de la fama en la Edad Media castellana. México, Fondo de Cultura Económica, 1952.

10. MACPHERSON, Ian. Los cuentos de un gran señor: la doctrina de El Conde Lucanor, en Historia y Crítica de la literatura española – Edad Media, al cuidado de Francisco Rico y Alan Deyermond. Barcelona, Grijalbo, 1979.

Referencia:

[1]  Según De Chasca, el juglar señala allí dos fases en la voluntad del rey, claramente determinadas por la incidencia del adjetivo  bueno. En la primera, la simple exposición de los hechos y el deliberado silencio en torno a la persona del rey, muestran a éste irreflexivo en su acción e influido por malos mestureros, por los míos enemigos malos del Cid Ruy Díaz de Vivar. Tras el perdón real a éste, el juglar inicia, en oposición, una gradación ascendente de elogio y admiración al rey que hace más evidente, y más enjuiciador a la vez, el silencio o la omisión de calificativos del primer momento.

Alfredo Alzugarat

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