El reposo de Adela
Alfredo Alzugarat

Lo que yo siento cuando miro

a la mujer desnuda en el camastro,

yo no puedo, no conozco las palabras.

Esto, lo que siento, es la verdadera aventura.

Juan Carlos Onetti, El Pozo.

Quizá resulte difícil explicar lo que me sucede pero creo que recién hoy he descubierto que hay en los ojos de Adela un brillo nostálgico, una vibración tan intensa como una antigua melodía. Es verdad que su cabellera desciende implacablemente por su espalda, que sus muslos tan firmes guardan el recuerdo de largas caminatas y fugas trasnochadas, que sus senos tienen el color de la arena y esa forma lánguida de las dunas que debimos atravesar para alcanzar este refugio. Pero nunca había podido mirar directamente sus ojos, escrutarlos, calma, reposadamente, por la sencilla razón de que es mi costumbre contemplarla dormida, desnuda sobre las sábanas harapientas de su camastro.

Durante el día es poco lo que conversamos. Brevísimos intercambios sobre los menudeos del almuerzo o sobre la preparación de té. Insignificancias sobre el tiempo, las horas, los caminos vacíos. Nunca nos hacemos preguntas. De mí solo sabe mi nombre y seguramente no ha de querer saber más. No tenemos pasado de modo que bien podríamos considerarnos dos marionetas fugaces, juguetes del azar. Y sin embargo una vez habló (fue al instante de conocernos). Me contó de tierras calientes, de solazos insostenibles, de amores perdidos, de un amante que al ella abandonarlo la persiguió primero en un tren militar y luego en un buque de guerra sin lograr darle alcance. Pareció como si fuera lo único que tenía para decir. Yo la escuché con viva atención y nada más.

Eso fue hace ya mucho tiempo. Después ha sido solo el contemplarla, noche a noche, procurando adivinar por su cuerpo lo que nunca sabré por su boca. El viento susurra en las tejas del techo, entre los árboles el rumor del mar trepida en la habitación, y yo me siento a su lado mientras ella duerme como un impasible buda con toda la energía concentrada en el mirar. Siento que la noche se desliza invariablemente, gota a gota, como una vieja fatalidad que no me atrevo a detener. La larga avenida de su piel me repliega al suave y remoto atavismo de dejar transcurrir las horas, de abandonarlas sobre su carne, y sólo un poco más tarde, cuando nada más que ella y yo existimos en el mundo, de la blancura lechosa de su espalda comienzan a surgir las imágenes: un tren bañado de luz perforando la noche, un muñeco decapitado, una muchacha muerta al borde de un camino, graznidos de cuervos entre emanaciones de sulfuro, una niña empujando un aro en las calles vacías de la noche. Flotan como visiones efímeras, como fotografías escogidas al azar de un álbum desvencijado. Hasta que el amanecer golpea en las banderolas y me levanto presuroso para tirarme a dormir en la otra pieza.

Descanso hasta cerca del mediodía en un sueño profundo. Sin angustias, sin urgencias, como desde hace años que no lo hacía. Sé que esta noche podré volver a mi ritual cotidiano, que nada me lo podrá impedir. Sé incluso lo que ella está haciendo mientras yo duermo. De su paso liviano al levantarse, de la larga túnica blanca con que se dirige hacia la orilla del mar, de sus pies descalzos mordiendo la arena blanda. Sé que se hincará allí, donde mueren las olas, y permanecerá largo rato contemplando la superficie gris, la línea del horizonte donde el cielo y el mar se confunden. Lo supe al día siguiente de haber llegado aquí. La seguí extrañado de su andar rápido y decidido. Estuve un momento sin tiempo observándola. Ella permanecía quieta, estática como una roca. Comprendí que poseía un dios secreto, propio, exclusivo, al que necesitaba adorar para continuar viviendo. Que se entregaba a él confiadamente y que si permanecía alegre y satisfecha durante el resto del día era gracias a ese rito pasivo, silencioso, tan viejo como la humanidad. Fue desde entonces que resolví tener mi propio dios.

No fue una decisión repentina. Creo que llevaba algún tiempo buscándola intuitivamente, como empujado por las circunstancias, sin tener clara conciencia de ello. Me han bastado pequeños actitudes, sutiles entendimientos, para darme cuenta que ella sabe lo que yo sé de ella, y que también sabe de lo mío y lo acepta como algo natural. Anoche, mientras la contemplaba, hubo un instante en que suspiró entre sueños. Acomodó la cabeza sobre la almohada, contrajo un tanto las piernas y abrió los ojos. Estaban impregnados de melancolía, como si volvieran de un lejano pasado. Mi única imagen fue la de una vieja melodía, guitarras y fogones en la noche de la llanura. Una canción de vivaques. Creo que alcanzó a verme, pero tal como lo había supuesto, ni siquiera se inmutó. Supe que todo podía seguir como hasta ahora y que nunca encontraría a alguien igual.

Sin embargo, no todo puede derivar en una perfecta armonía. Mi única interrogante es saber si mañana no llegarán otros, cansados, aturdidos, deseosos de guarecerse aquí. Sé de donde venimos todos. Sé que todos necesitamos las mismas cosas. Me pregunto si los que vendrán no decidirán también adorar a algún dios. Tal vez adorarme en silencio, fecundamente, cuando sepan que este refugio ha sido desde siempre mío, que yo lo descubrí y lo comparto sólo con quien quiero. O quizá no piensen así. Pero en tanto noche a noche me doy entero contemplando el cuerpo de Adela no puedo concebir que no se les ocurra algo semejante. Después de todo, de ser supremo sacerdote a ser un dios sólo hay un paso.

Ellos han llegado. Los descubrí hoy en la tarde, escondido entre el follaje espeso, cuando ya se avizoraban las primeras tinieblas. Descendieron del vagón con sus barbas rotundas, con sus miradas anhelantes en los ojos empequeñecidos, con sus parcos y tristes equipajes. Los observé un instante y eché a andar. Llegarán aquí de un momento a otro. Lo sé porque no existe otro refugio en varios quilómetros a la redonda y todos los caminos conducen a este lugar.

Se lo he informado a Adela y no sé si hice bien. Su andar se ha detenido y ha contemplado el mar a través de la ventana. Cuando me acerqué, se dirigió hacia la puerta sin a mirarme. No alcancé a ver la expresión que seguramente ha de haberse dibujado en su rostro. Ahora, mientras espero, una vieja y olvidada inquietud comienza a invadirme.

Ya están aquí. Anoche Adela había hablado por primera vez entre sueños, palabras ininteligibles, que no distrajeron mi atención sobre su cuerpo. Al clarear la mañana, cuando me disponía a acostarme, se asomaron al umbral. Saludaron, dijeron sus nombres, pidieron permiso. Los hice pasar. Dejaron a un lado sus equipajes y se acomodaron en el suelo, cerca unos de otros, mirándome tal como si yo les fuera a dictar una conferencia. Retrocedí algunos pasos y pensé que no estaba obligado a decirles absolutamente nada salvo el hecho esencial de que yo había descubierto el refugio hacía más de un año, que lo había refaccionado y camuflado lo mejor que pude, que lo había cuidado con esmero y que por tanto me pertenecía por derecho, en fin, que supieran que era mío. Pero fue entonces que tuve la corazonada. Corrí a la habitación de Adela. La ventana estaba abierta. Salté y corrí precipitadamente hacia la playa procurando inútilmente acallar los latidos de mi corazón. La alcancé a ver muy a lo lejos. Caminaba junto a la orilla con su larga túnica blanca y sus pies descalzos mordiendo la arena.

La antigua melodía rechina en mis oídos, reaparece con intermitencias, no me permite concentrarme. Durante el día camino de un sitio a otro sin que ellos, seguramente, puedan entender lo que me sucede. Es una lástima porque sé que están esperando de mí algo así como una revelación, un código austero que les señale cómo proceder, un juramento o un pacto recíproco. He creído notar que en determinado momento se han atrevido a fotografiarme. Han ocupado el cuarto que era de Adela y entre sus bolsos he creído descubrir la fotografía con dos velas ardiendo junto a ella. He pensado que eso era lo perfectamente previsible, pero la antigua melodía sigue rondando en mi cabeza. Ya hace dos días que Adela se ha marchado y aún cuando en ambos días he pasado largo rato contemplando el mar, no he logrado serenarme. He pensado si ese duro oleaje que se descuaja a mis pies es una herencia que debo asumir o un dios superior para el cual no estoy capacitado.

Por otra parte, ya sea por esta inquietud que me embarga o por mi falta de hábito, las noches se me han convertido en un feroz insomnio. Siento que ellos están allí, en la otra habitación, los oigo moverse, los escucho respirar. Ellos esperan y yo pienso en Adela. Reconozco su melodía.

Abordaré un tren militar. Si es preciso abordaré incluso un buque de guerra pero sé que llegaré hasta Adela. Contemplaré otra vez su límpido reposo, el suave fluir de su desnudez. De su espalda lechosa renacerán las imágenes. Entonces, a pesar de todo, podré dormir en paz nuevamente.

Alfredo Alzugarat
Cuentos de War. La guerra es un juego.
Cal y Canto y Biblioteca de Marcha, Montevideo, 1996

Ir a índice de narrativa

Ir a índice de Alzugarat, Alfredo

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio