Prólogo a “Haykutankas”, de Iris Sclavo
Alfredo Alzugarat

Iris (Tito) Sclavo, nació en Montevideo en 1929. Doctor en Química, tacuaremboense por adopción, primer director del semanario  Claridad en esa ciudad y colaborador circunstancial en Batoví, Brecha y Guambia,  letrista de murgas, creador de talleres literarios, perseguido de la dictadura, incursionó en el campo del libro a través de obras en prosa: Atravesando dianas (cuentos, 1992), Tacuarembó esquina Carlos Gardel (novela, 1993), 20 relatos de amor (1994), a las que sumó en 1998 la novela Cenizas de sueños y en el 2000 los cuentos de Sable, Biblia & calefón. En 1997 la aparición de Sobre fugas y permanencias permitió conocer por primera vez su labor poética que, fiel a su personalidad, bebía libremente del ancho venero de lo popular. Allí, junto a una permanente alusión al tango y a la murga, se pueden encontrar coplas, tankas, haykus.

En Sclavo lo popular se une a la pasión por lo breve, por lo mínimo que aspira a lo máximo, por lo fugaz que llama a permanencia, por lo tan breve que amenaza eternidad. No resulta extraño pues, que los “microcuentos” y los “minicuentos” de sus inicios en Atravesando dianas, hallaran su equivalente en la lírica. Las coplas, por ejemplo, de origen español, concretamente del folclore andaluz, responden claramente a esta doble aspiración de lo popular y lo breve. Inspirado por ellas, Gustavo Adolfo Bécquer, en su prólogo a La Soledad, de Augusto Ferrán, llegó a afirmar que “El pueblo ha sido, y será siempre, el gran poeta de todas las edades y de todas las naciones”.

Sin embargo, la maestría de lo breve, sin olvidar lo popular, nace de geografías y tiempos remotos, rompe con la falsa dicotomía de Occidente y Oriente y encuentra su anclaje en el lejano y milenario Japón. Allí, aún en nuestros días, la poesía se inserta naturalmente en la vida diaria. Muchos son los que componen poemas, espontáneamente, sin pretensión de editarlos. Los improvisan en fiestas de amigos o en las noches de luna llena en otoño. Los recitan obreros, vendedores callejeros, profesionales, hasta insípidos corredores de bolsa. Emplean casi siempre las dos formas más tradicionales: la tanka y el hayku.

La tanka o waka es un poema de 31 sílabas en total, distribuidas en cinco versos de 5- 7 – 5 –7 y 7 respectivamente. Pertenecen al Período Heian (siglos X al XII) y se las puede rastrear en la antiquísima Colección de poesías antiguas y modernas, fechada en el año 905 y más conocida como Kokinshu. La estética de los tanka, hoy recreada por Iris Sclavo, se asociaba, de manera inseparable, con una serie de valores éticos imperecederos: el makoto (la franqueza), el mei (la sencillez), el sei (la pureza) y el choku (la rectitud).

En el siglo XIII aparecen los primeros haykus, forma estrófica que alcanzará su esplendor cuatrocientos años después. La brevedad es aún mayor: están compuestos nada más que por 17 sílabas, en total tres versos de 5 –7 – 5. Las historias de la literatura dicen que sus primeros cultores fueron monjes budistas de la secta zen y que en el siglo XX, un poeta como Santoka, bonzo peregrino durante catorce años, llegó a escribir más de cien mil haykus.

En 1868, bajo la presión del expansionismo norteamericano y con la restauración del emperador Meiji, Japón se abrió al resto del mundo. Occidente no solo encontró allí un próspero comercio sino también una elevado desarrollo cultural. Pronto, las estampas japonesas asombraron a los pintores impresionistas, luego a Van Gogh y más cercanamente a Matisse. Con la literatura se tardó algo más, pero consta que en el siglo pasado los haykus ya eran cultivados por celebridades como Jorge Luis Borges, Octavio Paz y Ezra Pound. A nivel del público lector, la recepción de estos “telegramas poéticos” -al decir del ilustre don Ramón Gómez de la Serna- ha sido tan exitosa que hasta se han creado concursos internacionales sobre el género. En Uruguay, entre otros, figuran como cultores de su forma poetas como Juan Cunha y Mario Benedetti.

Sin duda un pájaro/ Rápido imprevisible/ Loco relámpago, los definió ese cantor de lo profundamente popular que fue Juan Cunha en su Paseo en triciclo. La composición de ambos obliga a la elipsis y a la concisión, a la economía verbal que prodigaron los juglares del medioevo y a la moderna búsqueda del most just, es decir, del término preciso, único, insustituible. Más que decir, tankas y haykus, sugieren, esbozan, deslumbran. Son gotas de agua que anuncian la inmensidad del mar. Son pequeños vidrios incrustados en la arena que quieren atrapar todo el brillo del sol.

Una plaqueta del año 2000, en la que se reeditaban algunas de estas cortas creaciones, bosquejaba ya esa variedad temática con que  Sclavo asume y aprovecha las virtudes del género, tal como hoy vuelve a demostrarlo en su Haykutankas. La memoria y el olvido, los sueños, el paso del tiempo, la soledad, la ausencia, el amor, la cárcel, el exilio, la muerte, son algunos de los tópicos que lo inspiran. Así, sabe trasladarse de la reflexión serena al instante fecundo, de la gravedad del proverbio al humor chispeante. No solo inserta con fluidez la vertiente popular en estos pequeños poemas sino que, como otrora lo hiciera Juan Cunha, Sclavo no vacila en combinar lo “antiguo” con lo “moderno”, el prestigio de una viejísima tradición con ritmos y estilos de esencia rioplatense. De este modo, algunas tankas se abrevian en haykus y adquieren audazmente aires tangueros, como los dedicados a Malena. Una sección insólita de algunos de ellos recibe el título de “Los haykus se van de murga”. Y finalmente, están los que se atreven a incorporar el lunfardo o alcanzan lo paródico a partir de una canción infantil: 

Triste destino

el de Antón Pirulero.

Salió timbero.

 

Dura tarea

es modelar el silencio

con las palabras,

dice el poeta al referirse a su propia creación. La lucha consigo mismo genera el tono de la obra de Sclavo. Podrá la melancolía aflorar una y otra vez, pero nunca logrará empalidecer su optimismo, su confianza en el hombre. Así, por ejemplo, la pesadilla de la cárcel, que padeció en el más infame momento de la historia de este país, resulta felizmente conjurada por su amor a la vida:

Cansa la reja

también el muro cansa.

Vivir no cansa.

Alfredo Alzugarat

diciembre 2002

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