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“Ostinato rigore”:

El camino hacia la creación en José Pedro  Díaz

Alfredo Alzugarat
alvemasu@adinet.com.uy
 

 

Departamento de Investigaciones, Biblioteca Nacional 

 
 

Elaborado entre los años 1942 y 1956, el Diario de José Pedro Díaz comprende nueve cuadernos manuscritos. El primero de ellos, que abarca de 1942 a 1944, es, sin embargo, sólo un conjunto de registros dispersos en el que pensamientos sobre variados temas de su interés (“De la poesía”, “Del profesorado”, “De Estética”, “La juventud”, “Del artista”, “Lo social”, etc.) se alternan con numerosos comentarios literarios (“Marginalia a Rodó”, “Sobre Rubén Darío”, “Leyendo a Vaz Ferreira”, “A propósito de Wölfflin”, etc.). Se trata de un álbum para su propio recuerdo, indicaciones o reflexiones que consideró necesario conservar. No hay secuencialidad ni marcas del paso del tiempo, salvo los años establecidos en la portada, y el “yo” narrador –semejándose al modelo de diario propuesto por Miguel de Unamuno- se limita sólo a dejar constancia de una tarea puramente especulativa (“siento”, “pienso”, “recuerdo”, “noto”, son los verbos más usados) o a marcar su desempeño en la labor  escritural (“Me puse a repasar y corregir las páginas de algunas escenas de la novela grande…”, afirma en una oportunidad).

José Pedro Díaz y Amanda Berenguer en España, en 1950

El segundo cuaderno comienza con las mismas características hasta que se detalla el primero de los encuentros con Jules Supervielle. Estamos ya en el año 1945. Recién a partir de allí el texto se ajusta al estatuto de un diario propiamente dicho, el diario de formación de un escritor que comprendería la mayor parte de este segundo cuaderno y los siguientes hasta el comienzo del sexto, orientándose de acuerdo al paradigma acuñado por André Gide[1].

 

Lo que sigue, entre los años 1950 y 1952, es fundamentalmente el diario pormenorizado de su viaje por Europa, junto a su esposa, la poeta Amanda Berenguer.  Las anotaciones sobre su tarea de creación disminuyen considerablemente y lo que se impone es el relato del asombro cotidiano ante lo que va descubriendo o la constante comparación entre lo que conocía por su conciencia intelectual y lo que ahora ve en la realidad.

 

Hay un último cuaderno, el noveno, que abarca los años 1952 a 1956. Ya de nuevo en Uruguay, los registros presentan aquí grandes hiatos temporales. Es un diario selecto, el de alguien que ha tomado distancia con respecto a esa labor y entiende que ya no debe anotarlo todo sino sólo lo que considera más trascendental. Es este último cuaderno el que presenta algunas similitudes con uno de los Diarios de Amanda Berenguer que, en sólo dos cuadernos de 260 folios en total, exterioriza sus vivencias entre 1944 y 1957.

“Ostinato rigore. Único camino por el que, aún, puede sobrevivir en mi temperamento, la creación”, dice José Pedro Díaz en el primer cuaderno de su Diario, en 1942, a sus 22 años de vida. El viejo adagio, que alguna vez supo ser también de Leonardo Da Vinci, se convertirá pronto en un lema para su actividad cotidiana. Tendrá la fuerza de una máxima que se volverá ineludible a la hora de dominar sus inquietudes y de exigirse a sí mismo, de obligarse a la contracción al trabajo y a la necesaria lucidez. Escrito en su cuaderno en grandes caracteres, como si se tratara de un título, se le presenta con el valor de una tabla de salvación, como el “único camino” posible para llegar a buen puerto con su escritura.

 

El Diario comenzará, sin embargo, como ya se ha dicho, en el segundo cuaderno, hacia enero – febrero de 1945, cuando sume a su vida otro adagio latino. Será en un encuentro con Supervielle. Anota Díaz: Le pregunté como trabajaba. Me contestó: -Soy muy partidario del adagio ‘Nulla dies sine linea’[2]. De ese modo la obra se va haciendo… Cuando no me siento bien para ello corrijo, retoco.” Es probable que nuestro autor nunca haya olvidado este consejo. Aún en anotaciones muy posteriores de sus cuadernos dejará asentado lo difícil que a veces le resulta cumplir con la consigna que le trasmitiera el poeta franco - uruguayo. De hecho es a partir de aquí que comienzan a haber registros diarios (valga la redundancia) y donde, entre otras cosas, provee de información sobre lo que escribe cada día en materia de creación.

De izquierda a derecha, parados: María Zulema Silva Vila, Manuel Arturo Claps, Carlos Maggi, María Inés Silva Vila, Juan Ramón Jiménez, Idea Vilariño, Emir Rodríguez Monegal, Ángel Rama. Sentados: José Pedro Díaz, Amanda Berenguer, Zenobia Camprubí, Ida Vitale, Elda Lago, Manuel Flores Mora.

 

Es la conjunción del significado de ambos proverbios la que proporciona buena parte del tono de sus notas, que tienen por destinatario su propia conciencia y semejan atisbos de una lucha interior. Lo más notable es esa tensión que vive por cumplir consigo mismo, con su tesonera decisión de construirse escritor. Coherente con ello es su mención, por dos veces, de una frase tomada de André Gide: “Cada uno de mis progresos ha consistido en la renuncia a una facilidad”.

 

Para entonces el Diario se ha convertido en una herramienta imprescindible para la forja de su vida. Deberá tenerlo en cuenta en todo momento, sabedor de que debe asentar en él la mayor parte de cuanto vive: los entresijos de su tarea creacional y de su actividad como conferencista y como editor, sus encuentros con otros a los que considera entregados a las mismas tareas, su conciencia generacional, sus reflexiones de lector, anécdotas o historias que pueden servirle de argumento para futuras obras, su desesperación por el tiempo que no puede consagrar a la escritura, sus emociones ante un paisaje o un amanecer, calcos de conversaciones, sueños y fantasías, hasta algunas trivialidades que lo afectan momentáneamente, en fin, todo cuanto cree relevante para medirse a sí mismo o digno de recordarse en el futuro. En otras palabras, todo lo que lo lleva a amar la vida. “Todo lo que en mí me puede hacer amar la vida es un más íntimo adiestramiento en mi propio ser”, afirma en el Cuaderno 4[3].

Si la finalidad es la autoconstrucción, el diario es un instrumento elaborado en pro de ese objetivo con plena conciencia. Lo que allí anota son marcas de su evolución como persona y como escritor. Esa es su intención, manifiesta ya en el Cuaderno 2: “Pienso en este diario de un modo peculiar. Pienso que escribirlo es un modo de crearme; de evitar parte de la disipación de la vida y de concentrar fuerzas en mí mismo.”  También lo que cree constatar: “El diario me otorga cierta lúcida (parcial) consciencia de mi tradición en mí, personal. Me siento más claramente derivar y cambiar y evolucionar, y eso hace, justamente, que me sienta más yo, incluso que me comprenda mejor a mí mismo…“ No es ajena a esta concepción de su diario una cita del cuaderno 3, tomada de otro de sus autores preferidos en ese entonces:

 

Una página maravillosa de M. du Gard, Tomo X, p. 219.[4] Antonio, en el hospital siente que si tuviera un diario desde la juventud sería su vida una cosa más plena, ‘volumen, peso, contorno, consistencia histórica’. ¿No escribí yo eso en otro lado –el cuaderno anterior- para explicarme la necesidad de llevar este diario? Emplea la palabra salvar.[5] Eso es también lo que siento. ¿Quiero salvar en estos cuadernos una forma posible de mi vida?

 

No le es fácil, sin embargo, escribirlo. El “yo” del Diario trata de no ser complaciente con su protagonista, pero la selección de los hechos que narra, el desdoblamiento de su persona en definitiva, implica un riesgo de autoficción que no ignora. “El diario podría terminar por mostrarme como una novela muestra a un personaje; y bien: soy consciente de ello y ello vale para mí”, afirma ya en el cuaderno 2. Ese riesgo radica en el límite de la sinceridad consigo mismo. Es este un punto de conflicto. Si bien la lectura de Gide –concretamente del “Journal d’ Edouard” en Les faux – monnayeurs (1926)- le enseña que hay necesidad de registrarlo todo, incluso sentimientos y situaciones que pueden parecer “minucias” pero que en el mañana podrían ser útiles como materiales novelables, hay en él una resistencia a hacerlo.

Me es casi imposible confiarme totalmente al papel. Además, si lo intentara, mentiría y me socavaría. Mentiría porque la misma frialdad con que puedo observarme hace que carezca de correctos puntos de referencia para valorar todo eso, de modo que, involuntariamente exageraría. Sería, en el diario, mejor y peor de cómo soy. Y, además, fantasearía, inevitablemente,

 

concluye en otra oportunidad (Cuaderno 5). Para Díaz el Diario no puede ser, pues,  enteramente confesional, hay una zona íntima de su ser que no puede aparecer.

 

El punto puede ser interpretado de diversos modos. Hasta puede significar una excusa para negarse a una más profunda introspección. Sin embargo, es aquí donde la construcción del diario de Díaz y la creación de literatura se dan la mano. No debe ser más sincero porque eso anularía otras formas de creación.

 

Si todo eso se descargara en el diario, no podría narrar, me parece. Me habituaría a satisfacer mi necesidad de manifestarme en la escritura que hago en este cuaderno, y no me sería necesario escribir. Así supongo, por lo menos. No me interesa violentarme en una profunda necesidad. El hábito de no llegar a confesarme profundamente puede hacerme escribir para confesarme mediante símbolos –acaso- en la otra escritura. (Cuaderno 5).

He aquí pues otro límite del Diario, que señala a la vez otra función del mismo: su contribución, por la negativa, a la “otra escritura”, la de la creación. En la concepción de Díaz es aceptable que el Diario, como aconseja Gide, pueda constituir un almacén de material ficcionable, pero le está vedado internarse en zonas interiores propicias a otro tipo de escritura. El escritor que se vacía en su Diario no será capaz de escribir otra cosa, no sabrá “confesarse” de otra manera, parece decirnos.

 

Por cierto, esto último no excluye la posibilidad de otros “usos literarios” del Diario. En la lectura de Gide, Díaz advierte que éste traslada fragmentos de su diario personal para atribuírselos a personajes de sus novelas. Tal es lo que sucede con el “Journal d’ Edouard”. Será también lo que el propio Díaz intentará en su texto “El presente perdido”, abandonado años después.[6] Es posible que su intención de publicar algunas páginas del Diario, presente desde el comienzo del mismo, o de refundir otro texto anterior, “Teoría y formas del recuerdo”, le indujera a esa suerte de experimento proustiano. Las entradas elegidas para su publicación e incorporación a otro texto son entonces retocadas, pierden su carácter aleatorio, de “apunte”, y asumen el status de una “estratagema retórica”.[7]

 

Las múltiples utilidades que el Diario le depara (como registro o ayuda - memoria, almacén de pensamientos y argumentos, fragmentos seleccionados en pro de una comunicación diferente, etc.) llevan a que Díaz manifieste una relativa conformidad con su propio diario, establecida ya en su segundo cuaderno, que es forzoso aceptársela: “No siento hallar en este diario, ciertamente, lo que creo de mí, pero advierto o creo advertir una dirección ya indicada, vale decir, ocasionales intersecciones con la línea de mi ambición.”

El Diario de José Pedro Díaz asienta marcas del proceso de creación del ya citado texto “El Presente Perdido”; de la redacción de varias conferencias que Díaz dictara en distintos ámbitos por esos años (sobre Cervantes, Goethe, Antonio Machado, Herrera y Reissig); de los ensayos críticos que publicara por esas fechas, “Poesía y Magia” y “Anotaciones sobre ‘Hamlet’”; del artículo “Indagatoria de una literatura”, considerado uno de los manifiestos de “la generación crítica”; de uno de sus trabajos más representativos, Gustavo Adolfo Bécquer. Vida y obra, cuya labor de investigación iniciara junto a su amigo Ángel Rama; de la novela El habitante y de otros textos menores y/o perdidos.

 

En casi todos los casos, salvo quizá en el de su novela El habitante, la escritura es lenta y exige en ocasiones la opinión de su esposa o del grupo de amigos que con él se reúne cotidianamente. El propio Díaz era muy consciente de ello:

 

La constatación de siempre: escribir es mucho más difícil. Con qué facilidad se deja uno arrastrar a suponer que ya puede escribir con soltura algo, porque escribió otra cosa bien. En cada página que se escribe se empieza de nuevo. Cada frase que se añade exige, otra vez, de toda nuestra tensión espiritual y de nuestra lucidez. Apenas está pronto a alzarse en nosotros un cierto orgullo (en algunos casos justificado) el camino de la narración queda entorpecido, y no queda más camino, otra vez, que la estricta humildad. En literatura haber hecho no es hacer. (Cuaderno 3).

El “El presente perdido”, un texto ambiguo, de difícil interpretación, incluye en su parte final varias entradas del propio Diario a inspiración, como ya se ha dicho, de la estética de Gide. Hay en este trabajo un esbozo de “teoría del recuerdo del recuerdo” y entre las entradas citadas, hay una referida a los relatos de su tío abuelo Doménico (que morirá unos meses antes de que Díaz inicie su viaje a Europa) donde se bosquejan temas e ideas que luego pasarán a formar parte de la más conocida de sus novelas, Los fuegos de San Telmo y que, por extensión, alcanzan a su último libro La claraboya y los relojes[8]. Refiere ya allí Díaz al esfuerzo de recordar (y reproducir) las sensaciones de un período de su infancia en que estuvo enfermo y se entretenía con los recuerdos de su tío abuelo, verdaderos o legendarios, sobre Marina di Camerota, entonces una remota aldea de pescadores del sur de Italia. Recordar los recuerdos de su tío abuelo, recuperar aquel pasado familiar, será una obsesión de lenta maduración, que florecerá finalmente en su célebre novela. El temor a la decepción que le puede producir la distancia entre la visión del paisaje real de la aldea de pescadores y la imagen que guarda impresa en su mente también aparece ya en “El presente perdido”.

 

En este texto, que lo acompaña en la mayor parte del desarrollo de su Diario, hay también puntos de contacto con la existencia de un “narrador ausente”, que en su naturaleza proteica está y no está, y que, probablemente, derive en la novela escrita en 1948, El habitante, que sitúa a un espectro como narrador. Después de atravesar numerosos títulos provisorios: “El fantasma”, “El médano”, “El cuidador”, “Como si fuera nadie”, el relato será publicado en La Galatea en 1949.

 

El proceso de esta “nouvelle”, como la entiende su autor, abarca un período muy breve, de gran concentración, y su realización sorprende al propio Díaz. Ante todo, le significa un triunfo ante una de las mayores adversidades de que era consciente: “En mí, el problema acaso más importante sea el aprendizaje del mantenimiento de un estado de alma capaz de prolongarse lo suficiente para abarcar toda una obra”, le había expresado por entonces a Mario Arregui.

 

El 14 de abril de 1947 el matrimonio Díaz – Berenguer se instala en su casa de la calle Mangaripé 1619. Su aspiración no es sólo la de tener un “hogar propio” sino fundamentalmente, la de consagrar “un estilo de vida”, un ámbito donde la dedicación a la literatura pueda ser total, donde sea posible “vivir en literatura”. Enseguida la casa comenzará a ser frecuentada, con mucha asiduidad, por un grupo de amigos a los que Díaz, las más de las veces, denominará simplemente como “los muchachos”: Ángel Rama e Ida Vitale, Mario Arregui y Gladys Castelvecchi, Carlos Maggi y María Inés Silva Vila (“Pocha”), Carlos Flores Mora (“Maneco”)  y Zulema Silva Vila (“Chacha”).

 En las reuniones que manteníamos en casa los enfrentamientos eran tremendos, recordará Díaz décadas después.

 

“Se discutía hasta la impiedad a propósito de lo que cada uno escribía, lo que siempre era llevado a la reunión para que los demás lo despedazaran. Quizá esa feroz autocrítica nos podó mucha obra, aunque la cordialidad y el afecto nunca se borraban. En eso estábamos hasta que veíamos amanecer.”[9]

 

Con la aparición de la revista Escritura ese mismo año, este comportamiento, esta “actitud ante la literatura”, es proyectada como característica de la nueva generación, (o de la “generación que apunta”, como la llama Díaz):

 

 Escribir sobre la nueva literatura uruguaya significa referirme a un grupo más o menos indefinido de jóvenes escritores con quienes comparto las penas y las furias de un largo debate que ha justificado nuestros últimos años -señala Maggi en su artículo “Nueva literatura uruguaya”- “La crítica amistosa, la valoración de una obra hecha por los compañeros del autor, es casi siempre acerba, tajante. No creo que aún dentro de un mismo grupo se haya desprendido tan totalmente el aprecio personal, el reconocimiento de las facultades y del valor de cada uno, del valor o la perfección de su obra. Se enjuicia cada creación como un producto, separada de su creador.”[10]

 

El ejercicio de las letras es concebido en un plano de estricta seriedad”, agregará a su vez Díaz en el siguiente número de la revista, en lo que la crítica ha entendido como un segundo “manifiesto”.[11] A pesar del carácter provisorio[12] de ambos “manifiestos”, rasgos allí señalados como el rigor crítico, la búsqueda de erudición y el cosmopolitismo, se convertirán en distintivos de esa nueva generación a la que estaban convencidos de pertenecer.

 

El Diario registra y comenta cada una de las instancias de esa paulatina asunción de una identidad colectiva:

 

Creo que el sentirse grupo – con discusiones internas en lo estético- hace bien y da fuerzas. Crea una actitud de rivalidad que me parece conveniente. Ahora nosotros estamos trabajando mientras sentimos algo así. No creo que sea bueno eliminar ese sentimiento, señala en el cuaderno 5. Para aprobarlas o desestimarlas, Díaz tomará nota de cada una de las observaciones que se hace de sus trabajos. Como también sucedía con los demás, su labor literaria reclamaba ese filtro colectivo, ese intercambio que ponía su creación en comunión con la de otros. Lo experimenta como una dependencia fraterna que lo enriquece y estimula.

 

Pronto alternará con todos ellos, con una presencia magisterial, José Bergamín. Las muestras de admiración y de afecto de Díaz hacia el intelectual español son numerosas en el Diario. Díaz reconoce su saber y su calidad de pensador, no sin dejar de observarlo al detalle, atendiendo incluso su gestualidad.[13] La visión que se desprende es similar a la del poema “El río”, escrito en las mismas fechas por Amanda Berenguer: una sección del mismo (‘Viaje’) institucionaliza a los “muchachos”; otra sección (‘Rápidos’) va dedicada por entero a Bergamín, jerarquizándolo de ese modo. En el intercambio con éste, Díaz profundizará en algunos temas que también tienen que ver con el proyecto de su generación: la búsqueda de una tradición literaria, la revisión del pasado, la presencia del referente tutelar europeo (Francia y España), el papel de los “ismos”, la conexión entre lo universal y la actualidad, etc. Anotará en su Diario hacia mediados de 1948:

 

Si nosotros somos alguna vez tema de estudio, uno de los misterios de nuestra generación será la misteriosa y decisiva influencia de Bergamín. Nuestra obra no se parece a la suya, tampoco nuestras ideas, tampoco nuestros métodos; y, sin embargo, nos descubrió un mundo. Nunca magisterio tan espontáneo, nunca enseñanza que se haya orientado más hacia nuestro propio hallazgo o determinación.[14]

 

Siempre es una suma de factores los que entran en juego. Una inclinación surgida en plena adolescencia, un estilo de vida elegido, “los muchachos” y Bergamín, todo coadyuva a la forja del escritor. La escritura del Diario, más que una constancia de su quehacer, sin duda fue otro de los factores clave que contribuyeron a la solidez de esa vocación y a su conciencia de tal. “Entiendo, para mí, que el escritor debe volcarse totalmente a lo suyo, totalmente. Me siento satisfecho por haber ido renunciando a todas las posibilidades que me podrían apartar de esto. Y acaso nunca haya bastante fidelidad para con la escritura.” (Cuaderno 4).

 

Anexo: Fragmentos del Diario

 

Sábado 9 de agosto de 1947

 

Ayer, cuando salí del liceo me esperaba Mario (Arregui) y fuimos al Comité de Emergencia donde a su vez me esperaba Maneco. Hablamos de literatura rioplatense. Hablamos de Borges. Estuvimos de acuerdo en considerar la obra de Borges como un signo en cierto modo decisivo en la literatura sudamericana. Yo decía que su obra era el resultado del planteo bien realizado –por primera vez en la prosa de América- de la actitud del hombre frente a la cultura y a las letras en general, y añadía que el “borgismo”, más o menos evidente en la literatura joven de Argentina y Uruguay, revela que es el planteo que se necesitaba. Arregui –en el mismo círculo de ideas- postulaba: va a ser necesario hablar de literatura “antes” y “después” de Borges. Aquí se ensayaba en la apologética de nuestra generación: es decir, de la generación que “apunta”. Maneco no veía tan así los hechos, y yo los compartía con una variante importante. Les decía que creo que nuestra generación, por primera vez lee y habla con lucidez de Homero, Poe y Faulkner: quiero decir, ve la cultura como fenómeno universal desde un ojo personal avisado y comprensivo, pero además, ve su mundo. Naturalmente que, más o menos informulado quedaba el otro hecho que siempre siento y que formulaba en el discurso de Duhamel diciendo: “nosotros vinimos al mundo sin abuelos”[15]. Es decir, que el ver con claridad el problema puede hacer que no podamos resistir todo ese empuje: antes de nosotros se pudo hacer con más inconsciencia; ahora, nosotros, no podemos. La consciencia es justamente lo que nos salva y nos obliga a más. A tanto nos obliga que acaso quedemos frustrados por ciertas virtudes. La ubicación que nos damos obliga a demasiado. Por ello vivimos, voluntaria y lúcidamente, una prueba de fuego. Pasarla, es decir, poder hacer,[16] con todas esas condicionantes, es levantar muy alto las letras de América, pero atravesar ese conjunto de circunstancias es, a su vez, muy difícil. Por eso, luego de postular la importancia de nuestra generación, ya tanto me da definirla con signo positivo –como hace Arregui- o negativo –como hace Flores-, el hecho que me parece importante no es el signo, que podría ser mejor visto dentro de 50 años, sino la orientación, la calidad, el oficio, la idiosincracia, que, en literatura, nada tiene que ver con el signo, es decir, con la ubicación relativa a otras cosas.

 

De todas maneras creo que a nuestra generación le espera el trabajo más arduo, porque es la más consciente hasta ahora. Luego se hablará de los precursores y Rodó, Herrera y Reissig, estarán entre ellos.

 

Miércoles 8 de octubre de 1947

 

…Pienso que este verano, entre otros trabajos, hay uno que debería hacer: pasar a máquina los tres cuadernos del “Diario” (1942 – 1947) y pasárselos a Mario para que le dé una leída. Podríamos ver así, con más claridad, qué es lo que corresponde tachar. Aunque acaso hasta lo muy tonto haya que conservarlo para que el Diario no pierda su sentido de verdad.

 

A propósito de lo anotado recién, advierto que si con tanta frecuencia exalto el trabajo de corrección, pulimento, concepción arquitectónica, etc. es que me es necesario a mí. Acaso mi temperamento tiende demasiado a la facilidad. Tanta mayor razón para que mi leyenda sea “Ostinato rigore”.

 

(…) Esta tarde fuimos a una conferencia de Clara Silva. No recuerdo el tema, pero se anunciaba que “expondría una estética y haría comentarios de sus poemas, crítica del libro ya publicado –autocrítica- y de poemas inéditos” (¡!) No fue ni divertida. Pero en cambio hubo una sorpresa agradable. Estaba Bergamín[17] (con gesto de inevitable aburrimiento). El otro día, en el teatro, antes que saliera a la sala, me dijo Laura Escalante que él estaba en la platea. Yo recordé eso. Nos habían presentado, además, en la librería[18]. No me reconoció y me atreví a acercarme. Pero cuando estábamos en corrillo con Caputti[19] se me acercó Dieste[20] –ese “introductor de embajadores” forzoso de todo español- y me dijo que Bergamín me quería conocer porque había escuchado la conferencia. Conversamos con él. Muy amable y con la relativa humildad de los hombres que están honradamente en su labor. Hablamos algo de barroco español, pero sobre todo recibimos su impresión. Minye[21] estuvo muy natural y sincera. Él quería hablar más despacio con nosotros, dijo. Lo invitamos a venir a casa y quedó encantado al saber de La Galatea. Quedará un mes más entre nosotros, o mes y medio. Cuando nos despedimos me recordó que lo encontraríamos llamando por teléfono al Parque Hotel. Es muy delgado, flaco. Con el gesto un tanto desgarbado: nariz prominente, ojos serenos, sinceros, pero inteligentes. Entra con naturalidad a una conversación espontánea.

 

Ahora que lo imagino viniendo a casa pienso: ¿qué podríamos ofrecerle que le importe? Creo que los poemas de Minye le importarán. A él tienen que importarle. De mis cosas nada podré mostrarle, nada que se pueda dar en poco tiempo, como no sea la conversación, en la que no soy muy yo según creo.

 

Me regocija mucho la idea de que pueda conocer la poesía de Minye y le importe de verdad. Si eso pudiera hacerle algún bien a ella en cuanto a posibilidades de publicación… No me atrevo a imaginar en ese camino. Quiero pensar, tan sólo, en una tarde amena.

 

Domingo 19 de octubre de 1947

 

…Releyendo páginas de este cuaderno, a propósito de ciertos conceptos sobre clasicismo necesario, advierto la posibilidad de tener en cuenta otros hechos. Yo observaba, en esas páginas, que acaso podría hablarse –aquí, entre nosotros- de un desconcierto creador que venía de la carencia de la tradición. Sin embargo, ya tenemos, en América, tradición. Ya tenemos pasado nuestro, con sentido propio. Tenemos poetas y novelistas y cuentistas, etc. Y ese hecho, sin embargo, no invalida la observación anterior: carecemos de tradición. ¿Por qué? Creo que ello se puede deber a algo así como la falta de cultura ambiente. Nuestra cultura es, en lo fundamental, universitaria, y aunque es bueno y sano, que los programas universitarios dirijan al estudiante a Dante, a Homero, a Shakespeare, etc. no es menos cierto que a partir de ellos, inmediatamente, no se puede elaborar una cultura inmediata. Falta el conocimiento y la frecuentación de lo que nos puede enlazar de manera más viva con los grandes universales. Creo difícil el entronque inmediato con los más grandes maestros. Para llegar a ellos se necesita una elaboración paulatina y pasos intermedios. Otros países, otras culturas pueden llegar, nosotros sólo con dificultad. Ellos tienen a los grandes en su propia lengua, tienen imitadores de obras secundarias que van haciendo ver el camino para las más grandes experiencias. Nosotros no. Además nosotros padecemos una curiosa situación histórica. La revelación del camino propio se realiza en América, en varios sentidos, durante el siglo XIX (gauchesca, Martí, Montalvo, Sarmiento, Modernismo), pero apenas logrado el atisbo de ese camino, recibimos un fuerte influjo europeo de renovación: los comienzos del siglo XX fueron para los países que más actuaron sobre nosotros, España y Francia, de convulsión, crítica, búsqueda. Ese gran terremoto de comienzo de siglo no rompió la continuidad de aquellas grandes culturas. Hubo grandes ejemplos que permanecieron indemnes al sacudón (Gide, Valery, Martin du Gard, etc., etc.) pero lo más visible fue el terremoto. Este enseñó a desdeñar el pasado, a iniciar caminos, a poner en crisis todo. Era necesario renovar algo que se endurecía. Allá eso hizo bien, porque el peso y la grandeza de la tradición eran tales que no quedarían seriamente afectados, sino más bien enriquecidos. Aquí hizo mal. Se aprendió a desdeñar lo que apenas teníamos y más necesitábamos: la continuidad de la cultura en elaboración. Se quiso empezar de nuevo pero –con frase de Martí- con manjares recalentados. Los “ismos”, tan fecundos en Europa, fueron aquí de acción negativa y destruyeron mucho de los mejores esfuerzos de una generación (La Pluma – La Cruz del Sur). Crearon una mala disposición de receptividad para los que siguieron el tercer camino (Sombras sobre la tierra, desdeñada en un concurso: hostilidad u olvido de los jóvenes frente a Sabat y a Oribe).

 

Esa influencia de los ismos promovió, también, un estado de espíritu frecuente: la exaltación de la inconsciencia artística, y la promovió justamente cuando esa actitud ya había sido superada aquí con el ejemplo excelso de Julio Herrera y Reissig. (Y en otro aspecto: Rodó).  

 

Noviembre 3 de 1947

 

Ayer pasamos con Bergamín desde las tres de la tarde –hora en que le fui a buscar al hotel- hasta las 3 y media de la mañana, hora en que lo volvimos a dejar en la puerta del mismo.

 

El rostro de Bergamín es cambiante. Y me parece que ese cambio tiene que ver con su espíritu ¿o será mi manía de querer ver el alma por el rostro? De pronto, serio, atento o pensativo, con su figura alargada y delgadísima, tiene algo de ascético y torero. Se le siente entroncado actualísimamente con la tradición senequista. Al través de esa máscara de su rostro, se adivina la calavera que le imprime los movimientos decisivos. Yo lo siento entonces de manera tan adusta que no sé en que plano ponerme  para tener derecho a responderle, a hablarle. Me siento muy liviano y como inconsistente cuando lo veo así.

 

Pero también de pronto desaparece la máscara, la calavera deja de imponérsele, deja en libertad las líneas de su rostro que se hacen danzarinas y festivas. Ser acumulan las pequeñas arrugas en torno a su nariz –que solo entonces se advierte- simpática y gozosa, la boca se achica y se le siente con un viboreo de niño vivo. Incluso todo su cuerpo parece insinuar –sin salir del sillón en que estaba sentado- una voltereta. Su alegría es entonces necesarísima. La necesaria corroboración del otro rostro. Yo creo que su alma es igual.

 

La obra que me leyó –Melusina y el espejo. Una mujer con tres almas (tiene otros dos títulos), tiene todo eso. Es un juego escénico muy movido y ágil, de colorido: en un verso muy teatral (como él quiere) y reverberante, tiene un trasfondo de angustia –la angustia que deja la alegría falaz del muñeco- que me parece acondicionarse con lo que su rostro refleja: con sus dos máscaras.

 

Hablamos de las ediciones de “La Galatea” para la que nos dio un libro de aforismos (El empedrado del Infierno).

 

Hablamos también ayer con él de la posibilidad de trasladar la editorial Séneca[22] a Montevideo: todo sería cuestión de totalizar un capital de $ 50.000. Pensé en hablarle a Guillot[23] para interesar al presidente (Batlle Berres). Y me cité ya para ello con él. Luego veremos al mismo Bergamín en la conferencia de Alberti.

 

Pienso que sería hacerle realmente un favor grande sino a nuestra cultura, conseguir semejante cosa.

 

Enero 4 de 1948

 

Ayer, a última hora de la tarde, visita a Ángel (Rama). Había ido a llevarle las pruebas del artículo sobre Hamlet[24]. (Que tampoco me gusta ya). Lo encontré y conversamos. Me leyó el diario: un diario que comenzó siendo como el mío, un cuaderno de notas.

 

Me leyó pasajes que se refieren a Bergamín. Varias páginas me parecieron admirables. Me imaginé leyéndolas como una publicación anónima con sumo interés. Sentí, además, que el diario nos permitía los dos, en ese momento, ser más nosotros mismos: que gracias a él encontraba el mejor Rama, sin la leve cuota de nervios, que a veces lo aleja un poco. Sentí, también, que tendría que aprender de él, como yo me dije varias veces que tendría que aprender de Minye –y creo que no lo anoté- en cuanto a obligarme a una sinceridad mayor. Escribir de prisa no es sinceridad, sino ubicación en otro plano de mí mismo.

 

Es esto algo que tiene que ver aún con algunas de las conversaciones anotadas por Ángel a propósito de Bergamín. Intentaré aclararlo.

 

Una de las últimas anotaciones de Ángel intenta algo como un balance de la visita de Don José. Este balance contiene elementos que no comparto. Entre lo que más preocupó a Ángel está la sensación de sentirse provinciano: recuerda que B. le dijo que observaba que nuestra cultura está en un atraso de 25 años. Eso yo no lo entendí; justamente algo de lo que había satisfecho mi pobre vanidad criolla fue el haber podido conversar en un cierto plano de libertad con Bergamín. Algo similar sé que sintió Maneco. Ángel sintió lo contrario, y no me lo explico bien.

 

Cuando recuerdo algunas de las piezas de Bergamín, como Hamlet o Don Juan, o algunas otras, no siento que estén por delante de mí, sino que están atrás. Claro está que acaso en cuanto a cultura se refiere no se adelanta por esfuerzo ajeno y como eso no lo hicimos aquí… Pero de todas maneras yo sentía (hay algo anotado sobre eso en este cuaderno) que estamos en una disposición más clásica frente a la literatura. Y más honda.

 

Y a esto se refiere justamente otra de las puntas del balance de Rama. Piensa que Bergamín nos podría influir beneficiosamente por su actividad de devoción romántica. Este otro punto me importa mucho más porque yo lo fui sintiendo ya desde hace algún tiempo. Ya varias veces, mientras escribía en este cuaderno la palabra clásico pensé sino la estaría pensando mal.

 

Desde mi primera explosión de desorden juvenil, y como para vencerlo, se había ido centrando en mí la necesidad de estimar la forma como algo medular. Eso fue manifestándose en parte en la poesía que hice luego de Canto pleno y que no llegué a publicar. Los estudios del profesorado acaso tuvieron que ver con esa devoción. Pero luego de esa tendencia a estimar lo realizado casi como con independencia de quien realiza, fui manejando para mi pensamiento y mis anotaciones la palabra clásico que, aunque no renegaba, naturalmente, de las nociones de orden y equilibrio, las daba por referidas a lo que se había de expresar y esto era el hombre. Se iba desarrollando en mí la noción del crecimiento silencioso –que este diario en parte ayudaría-. Empecé a creer –sigo creyéndolo todavía- que la obra sólo era posible si se apoyaba en un hombre, más: si lo manifestaba. Y que mucha parte de la obra podría aún concluirse como una ocasión de ejercitarse. No importaría tanto en sí como en sus posibilidades de aumentar el caudal de la experiencia del hombre. No se me oculta que esto es confuso, pero con confusión lo pienso. No sabría precisar de qué manera podría irse cumpliendo un ser en la realización ocasional de algunos ejercicios literarios. Sin embargo no es para mí –aún- casi un postulado.

 

Y bien, la vuelta al Romanticismo que Bergamín intenta apostar no es para mí tan sorprendente, pues estaba en buena parte ya sentido, aunque fuera dentro de la palabra clásico.

 

Sin embargo me hace mucho bien, porque una de las consecuencias de mi deseo de equilibrio era la tendencia al realismo que acaso me constreñía demasiado. Otorgar vigencia a la fantasía me empezaba a ser necesario.

 

No creo que estas páginas tengan más utilidad que la de haberme permitido mirarme un poco en algo que me importa mucho. Son, todavía, demasiado fríamente expositivas. A no ser así debería aprender de Minye.

 

12 marzo – Sábado (1949)

 

Releídas las páginas pasadas, lo que escribí a propósito de Presente Perdido, me parece apenas un muerto esquema de una impresión muy viva. Durante casi toda nuestra estadía en Playa Verde, pensaba, -mientras leía Proust, que me hizo escribir, ahora lo advierto, la última página- pensaba, digo, en la posibilidad de revisar Presente Perdido tratando de novelarlo. (En última instancia obedeciendo al consejo que me daba Bergamín). Es decir, tratar de que, además del puro procedimiento, esté allí la experiencia que se quiera transmitir lógicamente. Aquello es acaso un monstruo con solo cabeza.

 

Una de las maneras posibles es, acaso, la página sobre el mar, pero otras se presentan ante mí buscando vías que me dan la impalpable firmeza del sueño existente que soy – que el hombre es.

 

Pienso en Marina di Camerota: Cuando Carminiello me ofreció ir a buscarme a Nápoles si yo iba a Italia, tal idea tomó cuerpo en mí, y se hizo profundo sentimiento, porque aludía al ondulante camino que mi memoria realiza viniendo desde mi infancia cargada de las palabras de mi tío abuelo: de manera que ir a Marina di Camerota y dormir en una casa de piedra, de unos pescadores que se llaman acaso D’Onofrio, o Muro, es una manera de realización de mi ser ya esbozado, y así yo me realizaría en el camino o en la dirección que ese camino de la memoria ya señala. Sin embargo, estoy seguro de que ese viaje mío sería una desilusión, un dolor y una ausencia: la ausencia de la memoria buscada. Todo ya estaría, mientras durara el viaje hasta el Mediterráneo, y aún hasta Nápoles, en la suma tensión y a la vez en el absoluto desapego que significaría el ir hacia el fin de la propia vida, como si de pronto, por ese viaje, mi vida tuviera, ya, una finalidad concreta, visible y a ella por lo tanto me entregara: y sin embargo, una comezón me iría agitando y me haría imposible una tan total entrega, porque algo me advertiría, sin duda, en lo más hondo e irracional del alma, que el futuro no se puede asir en el presente, sino que hay que dejarlo llegar hasta el pasado, y, una vez allí, dejar que se nos entregue con la inevitable nostalgia –¡otra vez! – de lo perdido.

 

Por eso, cuando yo llegara a Marina di Camerota, y viera desde lo alto el camino polvoriento y el manto de ceniza con que los olivos ciñen las pocas casas, cuando viera la casa de piedra de dos plantas y la vid, que crecida a su puerta, ofrece el fruto en la azotea, cuando viera el mar, desde lo alto, transparente hasta muchas brazas de profundidad, sentiría toda aquella luminosa presencia como cerrándose a mi alma por los sentidos, que me la separarían y me la harían más distante y no más presente, como ocurre a los présbitas, a quienes inútilmente se les acercara a los ojos una piedra preciosa para que vieran su lumbre, ya que solo pueden gozar su verdadera luz si se les aparece lejana, allá en el extremo del brazo extendido, y al borde de tener que dejarla caer. Sólo que a mí me bastaría con dejarme vivir sin saberlo, entregado al enceguecimiento de la luz presente, y esperar. Y así, después, podría tenerla para mí, al caserío y al mar, pero no más cercanos, sino más hondos, ya que en las oscuras y lejanas formas de la memoria me quedaría estratificada otra manera de transparencias, coincidentes con aquellas que hace tanto tiempo empezaron a grabarse en mí. 

 

Pero si la presencia de Marina di Camerota sería sin duda muy desagradable para mí, sería, al menos un dolor, el dolor de la ruptura entre la memoria y el presente, que al fin y al cabo, es susceptible de dejar también su estrato en la memoria de su pasado y valioso hasta hacernos, hasta llegar a ser nosotros mismos también. Pero hay algo posiblemente más doloroso, porque es además destructor, y en vez de irnos dando materia para vivirla, puede írnosla quitando. Así sentí yo, algunas veces, yendo por las carreteras. Algunos momentos de placer sentí cuando tomaba la realidad desde tal ángulo que se me profundizaba hacia atrás, hacia el pasado. Tal acontecía, por ejemplo, cuando habiendo hecho alguna vez mi camino en ese sentido, volvía otra vez a recorrerlo, pero en sentido contrario, de manera que nada de lo que yo veía era lo que había visto y era sin embargo lo mismo, de manera que al mirar todo quedaba iluminado con luz de memoria, y cada nueva visión del paisaje que el camino me proporcionaba esfumaba inmediatamente sus contornos por la violencia que sobre ella ejercía otra visión algo desplazada o diferente. Ello me hacía entrar en una particular excitación. Pero cosa muy diferente ocurría si tenía yo que recorrer muchas veces un mismo camino, y cada vez que lo recorría. Porque al repetir, así, idénticas figuras que se sobreponían me acercaban infinitamente al pasado hasta el punto de que, al fin, el pasado se actualizaba totalmente, quedaba permanentemente oculto por la violencia con que el presente se imponía; era, el presente, cada vez más absoluto y verdadero, y me impedía así, por ello, sentir ya la caudalosa onda que yo sabía que fluctuaba detrás. Cierto que eso era solo durante el viaje, y no después, cuando el presente no podía ya superponerse a la ruta, porque era un presente de ciudad, de modo que el paisaje, allá en la memoria, lucía a pleno sol.

 

BIBLIOGRAFÍA CITADA –

 

Brando, Oscar,  La generación del 45. Una mirada desde la literatura, Montevideo: Edit. Técnica, 2006

Díaz, José Pedro, La búsqueda del orden y el impulso a la aventura en la narrativa de André Gide, Montevideo: Facultad de Humanidades, 1958.

-“¿De dónde los sacó? Escribir es confesarse”, en Marcha, Montevideo, febrero de 1965.

- “Indagación en una literatura”, en Escritura Nº 2. Montevideo: noviembre de 1947.

Didier, Beatrice. “El diario ¿forma abierta?”, en Revista de Occidente, Nºs. 182 – 183, 1996, p. 39 – 47.

Grillo, Rosa María, José Bergamín en Uruguay. Una docencia heterodoxa. Montevideo, Cal y Canto, 1995. Traducción de Catalina Sánchez Serrano. 1º edic. en italiano Edisud, Salerno, 1990.

Maggi, Carlos. “Nueva literatura uruguaya”, en Escritura Nº 1, Montevideo: octubre de 1947.

Picard, Hans Rudolf , El diario como género entre lo íntimo y lo público, en www.cervantesvirtual.com

Rama, Ángel, “Testimonio, confesión y enjuiciamiento de 20 años de Historia literaria y de Nueva literatura uruguaya”, en Marcha. Montevideo, 3 de julio de 1959.

Rocca, Pablo. “Con José Pedro Díaz. Memoria de los años dorados”, en El País Cultural, Montevideo: Nº 264, 25 de noviembre de 1994.

                   - 35 años en Marcha. (Crítica y Literatura en Marcha y en el Uruguay 1939 – 1974). Montevideo: División Cultura de la IMM, 1992.

 

Referencias:
 

[1] “El ahondamiento de sí propio es ya obra de arte, es literatura”, dice José Pedro Díaz en La búsqueda del orden y el impulso a la aventura en la narrativa de André Gide (1958: 11). En el Diario de Díaz también se da cuenta de la lectura de Extractos de un diario, de Charles Du Bos, que publicara en 1947 Emecé con prólogo de Eduardo Mallea.

[2] Proverbio atribuido a Plinio el Viejo.

[3] “Desde el momento en que el diario deja de encerrarse en el discurso introspectivo únicamente, se vuelve el receptáculo de todos los tipos de escritura, prácticamente sin límite” (Didier, B., p.39)

[4] Probablemente refiera a la saga Los Thibault, de Roger Martin du Gard.

[5] Subrayado en el original.

[6] “El Presente Perdido” (28 folios) Inédito. Archivo José Pedro Díaz. Biblioteca Nacional.

[7] Piccard, H. R., “El diario como género entre lo íntimo y lo público”.

[8] “Briznas de recuerdos de recuerdos”, dice en su artículo “¿De dónde los sacó? Escribir es confesarse”, publicado en Marcha en febrero de 1965 y referido al mismo tema.

[9] “Con José Pedro Díaz. Memoria de los años dorados” (Rocca: 1994). Muy similar es el testimonio de María Inés Silva Vila, “Los días de los Díaz”, de su libro Cuarenta y cinco por uno. Se conservan en el Archivo José Pedro Díaz, en la Biblioteca Nacional, varios cuentos de Mario Arregui que datan de aquella época. En uno de ellos dice: “Ejemplar único, manuscritado especialmente pa’ que lo rajen los amigos”
[10] Escritura, No 1. “Manifiesto generacional”, “documento pionero”, son los términos que utiliza Oscar Brando en La generación del 45 al referirse a este artículo de Maggi. De “primera discusión intrageneracional “, lo califica Pablo Rocca (1992: 69)

[11] “Indagación de una literatura”, en Escritura Nº 2. Es notable el vínculo entre este artículo y lo anotado en el Diario el 19 de octubre de 1947 (Ver Anexo).

[12] Díaz se desdecirá parcialmente de lo afirmado en su artículo a instancias de Ángel Rama, según consta en el Diario. En la larga polémica generada por ambos “manifiestos”, que se extendió entre 1947 y 1948, también Maggi y finalmente, Rama, variarán de opinión. 

[13] La relación era experimentada del mismo modo por Bergamín, según sus propias palabras: “Tengo un grupo de muchachos y muchachas que me siguen y acompañan con verdadero interés y cariño. Solemos reunirnos por las tardes a tomar el té en estos deliciosos rincones, muy siglo XIX europeo. O a cenar después de las clases.” (Citado en Grillo, 1995: 19). Véase también “La palabra viva de Bergamín”, de Amanda Berenguer, en Marcha Nº 447, 23 de setiembre de 1948 y “El duelo español es también nuestro. Homenaje a José Bergamín”, de J. P. Díaz, en El correo de los viernes, setiembre 1983.

[14] También Ángel Rama avalaba esa veneración hacia Bergamín: “ Para un grupo amplio de jóvenes escritores resultó el ansiado maestro que solo se había encontrado hasta ese momento en la presencia viva de Francisco Espínola y sobre ellos tuvo una honda huella transformadora, en distintos grados, en distintos intereses…” “Testimonio, confesión y enjuiciamiento de 20 años de Historia literaria y de Nueva literatura uruguaya”, en Marcha, 3 de julio de 1959.

[15] “Saludo a Duhamel”. Discurso en ocasión de la cena ofrecida al escritor francés por escritores uruguayos el lunes 4 de agosto de 1947. Publicado en Marcha, Nº 391, 8 de agosto de 1947

[16] Este subrayado, como todos los demás, pertenecen al original.

[17] “En setiembre de 1947 Bergamín llega por primera vez a Montevideo para dar una conferencia sobre Cervantes en las salas del Ateneo, invitación obtenida a través de Eduardo Dieste…” (Grillo: 1995: 18).

[18] Posiblemente “Librería de Salamanca”, en la calle Bartolomé Mitre, frecuentada por Bergamín.

[19] Luis A. Caputti. Publicó en La Galatea en 1946 el poemario Como si en flor divina me llagara.

[20] Eduardo Dieste, escritor y dramaturgo hispano uruguayo, fue también Cónsul en Gran Bretaña, Estados Unidos y Chile. Nació en Rocha pero cursó estudios en Santiago de Compostela residiendo en España durante un largo período.

[21] Apodo de Amanda Berenguer

[22] Editorial Séneca, de México.

[23] Gervasio Guillot Muñoz.

[24]  “Anotaciones sobre Hamlet”, será publicado en Clinamen, año 2, Nº 4, 1948.

 

Lic. Alfredo Alzugarat
alvemasu@adinet.com.uy

Publicado, originalmente, en la Revista de la Biblioteca Nacional Nº 4 -5 Año 2011 - Montevideo, Uruguay

Enviado por el autor, para ser publicado en Letras - Uruguay, el 20 de junio de 2015

 

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