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Momias incas
 

Los niños del Llullaillaco
Alfredo Alzugarat 
alvemasu@adinet.com.uy

 
 

La ciudad de Salta tiene para ofrecer al turista algo más que el Tren a las Nubes, ese prodigioso viaje de dieciséis horas por las alturas de los Andes. Desde 2004, frente a la Plaza 9 de Julio, se encuentra el Museo Arqueológico de Alta Montaña (MAAM), creado exclusivamente para exhibir los cuerpos de tres niños congelados hallados en lo alto del volcán Llullaillaco. La entrada cuesta 40 pesos argentinos pero bien vale la pena. Por supuesto, el precio varía si se trata de un vecino de la provincia, de un argentino o de un extranjero. En este último caso, el registro será minucioso. En algún sitio se informa que las momias empezaron a ser mostradas recién en setiembre de

2007, cuando tecnológicamente se aseguró su conservación. El daño que puede ocasionarles la exposición a la luz obliga a que se las exhiba de a una, rotándolas cada seis meses. Me ha tocado en suerte el Niño, que fue la primera en hallarse en la plataforma ritual situada a la increíble altura de 6.732 metros sobre el nivel del mar, donde se los inmoló. Los tres, el Niño, la Niña del Rayo y la Doncella formaron parte, hace quinientos años, de una ceremonia inca de ofrenda al dios Viracocha.                  

 

En la parte superior una enorme sala ilustra con grandes paneles, fotografías y películas, rasgos culturales y religiosos de la civilización inca, su expansión a estas latitudes, los santuarios de altura, los objetos votivos que los niños llevaban consigo y los necesarios para su manutención, cómo se encontraron los cuerpos y los dispositivos para su conservación. Es un itinerario didáctico que aumenta la expectativa del visitante. Cuando se abren las puertas de una segunda sala todas las miradas convergen hacia el centro de la misma, hacia la cámara de acrílico transparente instalada en ese lugar. Allí está el Niño. Está sentado, con las piernas arrolladas. Su cabeza encorvada contra el pecho apenas deja ver un costado de su rostro. Tiene el cabello corto y un hilo de la honda de cuerda de lana que rodea su cabeza ha caído sobre sus ojos. Aunque el paso del tiempo parece haber encogido su cuerpo y ahora aparenta menos edad, se dice que tenía aproximadamente siete años. Veo sus pies, su calzado, la textura de su vestimenta. La cámara que lo alberga reproduce las condiciones climáticas de la alta montaña (gran sequedad ambiental, baja presión atmosférica, mucho nitrógeno, poco oxígeno, ausencia de bacterias, frío de 20 grados bajo cero). En su interior el Niño está tan perfectamente conservado que parece estar durmiendo. Creo que bastaría tocarlo para que se despertara. No faltan quienes hacen suyas las antiguas creencias de los incas y aseguran que estos niños se hallaban en estado de hibernación, en suspensión, y que se los ha matado al robárselos a la montaña y trasladarlos a este museo donde se los ha transformado en macabro espectáculo.

 

La impresión es mayor que en el caso de alguna momia egipcia que años atrás pude ver. Ésta no solo es de calidad superior sino que aquí primó lo involuntario, lo cual la vuelve más asombrosa. Los incas momificaban solo a sus gobernantes, a los que convertían en objeto de adoración popular: durante algunas festividades religiosas sus cuerpos se exhibían en cuclillas, montados sobre palanquines. Aquí no existió esa intención. Se piensa que las nieves eternas de la cima del volcán y tal vez una lluvia de cenizas habrían diezmado de modo fortuito a la bacteria que devora la carne. Según el Congreso Internacional de Estudio de Momias, efectuado en Oslo en 2002, estas son las mejor conservadas en todo el mundo y las halladas a mayor altura. Tomografías y otros estudios científicos demuestran que mantienen intactos los órganos vitales, incluido el cerebro. En sus estómagos se hallan restos de los últimos alimentos que ingirieron. La piel de los tres ha quedado dura por acción del frío pero la carne no está seca sino solo congelada. Tratándose de niños sacrificados el matiz trágico resulta insoslayable. Solo me viene a la mente el culto a Baal o Moloch, en la antigua Cartago, que exigía la ofrenda de cientos de recién nacidos.

 

EL HALLAZGO. Hacia 1952 miembros del Club Andino Chile realizaron una ascensión al volcán Llullaillaco. A su regreso informaron que en su cumbre había ruinas arqueológicas. El montañismo cambió entonces de signo: de deportivo se volvió científico y desde entonces se sucedieron expediciones de estas características. Entre 1983 y 1985 el antropólogo norteamericano Johan Reinhard estudió todos los sitios arqueológicos descubiertos en la montaña. Su experiencia era imbatible. Había realizado doscientas ascensiones por encima de los 5.200 metros de altura en distintas partes del mundo y permanecido diez años en el Himalaya. En 1995 descubriría los restos de cuatro sacrificios humanos en el volcán Ampato, en el sur de Perú. En 1998 la National Geographic Society (Washington, EEUU) decidió organizar y financiar una expedición al Llullaillaco codirigida por Reinhard y la arqueóloga argentina Constanza Ceruti con montañistas argentinos y peruanos. En marzo de 1999, durante una de las excavaciones, se hallaron miniaturas de  llamas o camélidos de oro conducidas por hombres finamente vestidos, representación de la labor de pastoreo y sin duda parte de una ofrenda. A más profundidad apareció la primera momia, el Niño. Se dice que fue casual que un poco más allá se desenterrara el cuerpo de la Doncella, cuya edad se calcula en 14 años. Su rostro está cubierto con un pigmento rojo. El examen de muestras de su cabello permite deducir que consumió coca desde los ocho años y que debió residir en la casa de las Vírgenes del Sol, hogar de niñas especialmente elegidas para ceremonias religiosas. La tercera fue la más difícil de extraer. Se la llamó la Niña del Rayo porque quedó carbonizada por una descarga eléctrica posterior a su enterramiento. Debía de tener seis años. Junto a ella había más miniaturas: estatuillas de oro, plata y valvas marinas. En todos los casos, además de las vestimentas, aparecieron piezas de cerámica, alimentos y pequeñas prendas.

               

Al principio las momias fueron alojadas en el freezer de una dependencia militar. Posteriormente se las mudó a la Universidad Católica de Salta donde había un laboratorio y espacio suficiente para su estudio. Construir las cámaras que reprodujeran los efectos climáticos de la alta montaña no fue nada fácil. A lo largo de un año más de una vez se anunció la apertura de la muestra pública y más de una vez se la postergó. Finalmente, en setiembre de 2007, se exhibió por primera vez a la Doncella.

 

LA CEREMONIA. Todo indica que el sacrificio de estos niños era parte de la capac cocha, ceremonia que se realizaba por la muerte del Inca o su sucesión al trono, para ahuyentar las sequías o el granizo o propiciar la fertilidad de la tierra. Los niños hallados en lo alto de la montaña Llullaillaco estaban preparados para ese destino desde el primer momento de sus vidas, desde su cuna de clase alta. Eran seleccionados por su belleza y perfección física. La consigna era que para pedir lo mejor a los dioses había que ofrendarles lo mejor, lo inmaculado, lo más digno. Esa es la lógica siniestra que explica estos rituales, una lógica que intenta regular el cosmos y dominarlo en beneficio de intereses que se colocan por encima de todo. Es la conciencia de lo colectivo, del bien de la comunidad o en última instancia, de la clase dominante, la que establece esa lógica. Se trata del mismo ritual que, según el Génesis, Abraham hubiera llevado a cabo con su hijo Isaac si Jehová no lo hubiera impedido.  

 

El Inca Garcilaso de la Vega, en sus Comentarios reales, ignoró los sacrificios humanos. Es imposible pensar que no lo supiera. Quizá creyó que gracias a esa omisión su pueblo no sería catalogado de bárbaro. De todos los llamados “autores mestizos”, aquellos que utilizaron técnicas como la escritura para dar cuenta de las tradiciones y creencias de su pueblo, Garcilaso fue el más impactado por la ideología del conquistador. Con las mismas herramientas Guamán Poma de Ayala, en su libro Nueva crónica y buen gobierno, narró las tribulaciones y asuntos de sus contemporáneos a la vez que denunció de manera implacable la codicia y abuso de los españoles. Si había que hablar de barbarie que al menos resultara difícil establecer cual era la peor.

 

Entre 1480, año en que los incas se extendieron hasta el noroeste argentino, y 1532, cuando fueron desalojados por los conquistadores, estos tres niños debieron ser trasladados a Cuzco, la capital del imperio. Hay cronistas que afirman que hasta dos mil niños fueron llevados a conocer al Inca en Koricancha, el templo de oro. A muchos los sacrificaban allí mismo. Otros debían retornar a su región natal para que los favores de los dioses llegaran a todos los rincones del imperio. Fue el caso de los niños del Llullaillaco. Se calcula que debieron tardar varios meses para cubrir los 1600 quilómetros que separaba la montaña de la capital inca, a un promedio de diez a quince quilómetros por día. Durante el viaje estaban obligados a caminar en línea lo más recta posible hacia el volcán. De acuerdo al protocolo de la peregrinación, los niños no podían ser llevados en andas.

 

Dicen que Llullaillaco quiere decir “montaña que miente o que engaña” porque en vez de verter agua como cualquier otra, la retiene entre sus picos en una serie de pequeñas lagunas. Sin embargo el nombre también puede tener que ver con su carácter sagrado, con los llullalaica um,  que, según Guamán Poma de Ayala, eran “hechizeros de sueños y hablan con los demonios y chupan y dizen que sacan enfermedades del cuerpo y que sacan plata o piedra o palillos o guzanos o zapo o paxa o mays del cuerpo de los hombres y mugeres.” Lo cierto es que, por su altura, esta era la montaña elegida. Su cumbre era el sitio más cercano posible al cielo de las divinidades incas, al Sol, a la Luna, al Lucero. La puerta a los dioses. Un lugar donde el hombre se siente indefenso, devastado por el vacío cósmico y la inmensidad de los horizontes. Gran cantidad de pobladores debió acompañar a la comitiva hasta el tambo (albergue) situado a unas dos horas del pie del volcán. Allí descansaron antes de emprender el ascenso, posible solo en verano y restringido a sacerdotes, a ayudantes, a cargadores de ofrendas y a los niños. Se tardó tres o cuatro días en llegar a la cumbre, deteniéndose en campamentos intermedios con capacidad para veinticuatro personas. Al fin se alojaron en la choza doble o “paraviento” que aún hoy se conserva. A pocos metros de allí esperaba la plataforma ceremonial.

 

El sacrificio debía realizarse antes del amanecer. Encendieron una fogata. Hubo danzas y cánticos. Los niños consumieron en gran abundancia hojas de coca y chicha (alcohol de maíz) hasta quedar profundamente dormidos. Los enterraron entonces en grandes hoyos, sentados, con las piernas flexionadas. Una mancha de sangre en los pulmones del Niño hace pensar que quizá debió morir durante el terrible ascenso, estragado por el soroche o mal de montaña. Luego las tumbas fueron rellenadas con sedimentos finos y cerradas con un techo de piedra ligeramente abovedado. Para los incas era este el momento en que comenzaba el tránsito celestial. Por eso los niños tenían chuscas con charqui, chuño, habas, maníes y pares de calzado sin usar. La creencia aseguraba que no morían sino que se convertían en dioses o huacas y vivían eternamente entre sus antepasados, velando por su pueblo.

LA CONTROVERSIA ACTUAL. Hay muchos jóvenes que recorren el museo. Su contenido es, sin duda, de un gran atractivo científico y cultural. Escucho hablar en inglés y en italiano. Desde el descubrimiento de “los niños de Llullaillaco” el interés de universidades norteamericanas por la civilización inca y su entorno parece ir en aumento. Exhibir cadáveres, sin embargo, tiene su precio.

Las comunidades indígenas se hicieron oír desde el primer momento. En 2004, el cacique de la comunidad Kolla de San Antonio de los Cobres, Miguel Siares, abrió el fuego calificando la apertura del  MAAM como un “genocidio cultural” y al hallazgo arqueológico que lo sustenta como una profanación “porque esa sepultura se realizó hace más de quinientos años por nuestros antepasados y por formar parte de nuestro patrimonio cultural debería ser respetado y protegido". Siares dijo entonces contar con el apoyo de las comunidades kollas de  las provincias de Jujuy, Tucumán y Catamarca para emprender una lucha por el retorno de los cuerpos a su lugar de origen, en la montaña sagrada. Desde entonces las protestas han sido muchas, incluyendo la tradicional del 12 de octubre con representaciones teatrales del grupo Espacio In Verso en la Plaza 9 de Julio.  Pero tampoco hay acuerdo entre los indígenas. En Tolar Grande, el poblado más cercano al volcán Llullaillaco, los Kollas han sabido ser más pragmáticos morigerando las posturas radicales del primer momento a cambio de reivindicaciones puntuales. Aducen que los ingresos monetarios al museo deberían ser destinados a las comunidades indígenas en vez de engrosar las arcas del Estado provincial.

Salgo del museo intentando comprender lo que he visto y pensando en la complejidad del asunto. Ni siquiera la filmación realizada por la National Geographic Society, la institución que financiara la expedición arqueológica, está libre de críticas. Fácilmente accesible por internet, la documental presenta un relato de tono sensacionalista y sensiblero mientras la cámara juega procurando identificar un niño pequeño del presente con el Niño hallado en el Llullaillaco. En todo momento se intenta consternar al espectador en tanto subyace una mirada prejuiciosa, eurocéntrica, incapaz de comprender la filosofía de una civilización considerada exótica y periférica y que sin embargo era de una extensión similar a la del imperio romano. ¿Cuál es el estatuto legal que corresponde a los niños momificados? ¿Son un espectáculo turístico, cultural o morboso? ¿Son objetos de estudios científicos? ¿Son sujetos de derecho representados por sus descendientes? En todo caso, ¿qué es lo que más importa? “No se removerán restos humanos de pueblos indígenas sin el expreso consentimiento de estos… toda investigación científica será realizada con el consentimiento libre e informado de las comunidades”, fueron algunos de los postulados éticos del II Congreso Mundial de Arqueología realizado en Venezuela en 1986, principios que las autoridades provinciales parecen ignorar.

 

Alfredo Alzugarat
Departamento de Investigaciones y Archivos Literarios Biblioteca Nacional
alvemasu@adinet.com.uy

 

Publicado en “El País Cultural”, 22 de febrero de 2013

 

Nota del editor de Letras Uruguay: Los textos elaborados por prestigiosos escritores, periodista cultural, en este caso, permiten adosarle otros materiales para mayor conocimiento de la figura tratada. En esta oportunidad son videos disponibles, de tiempo atrás, en la web al igual que la imágen. Twitter del editor de Letras Uruguay: @echinope

 

 

 

Los niños del Llullaillaco en HISTORIAS 2014, 9 de Mayo

 

El Museo de Arqueología de Alta Montaña de Salta es uno de los principales del mundo en su tipo. Desde China, Reino Unido, Francia y otros centros científicos se requieren datos y es visitado por turistas de todos los rincones del planeta. El descubrimiento de tumbas ceremoniales incaicas y, en ellas, los cuerpos de tres niños en perfecto estado de conservación han marcado a fuego la vida de este Museo. Su directora, la licenciada Gabriela Recagno, es además una excelente transmisora del contenido de MAAM. La entrevista no tiene desperdicio como no lo ha tenido el excelente trabajo de National Geographic que permitió descubrir y recuperar este tesoro arqueológico, hoy conservado con técnicas de la NASA.


 

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