Los necrófagos
Alfredo Alzugarat

-Podemos quedarnos con cualquier cosa – dijo la Taca. -Este es uno de los oficios más antiguos de la humanidad. Lo leí en Los miserables de Víctor Hugo.

Reynoso restregó sus ojos para ver mejor. El sol caía vertical y había un raro olor a azufre. Carrerita se agachó y examinó el montón de despojos. Sus dedos hurgaron entre fotografías de carnés chamuscados, pulseras ásperas de herrumbre, llaveros retorcidos, orejas cortadas, mechones de cabello ensangrentado. Más allá habían resortes, tuercas, trozos de chatarra, botones, un par de botas casi intactas. Revolvía por revolver. Nada le conformaba. Se levantó y echó a andar lentamente por el sendero de piedra, flagelado por el viento que llegaba de las montañas.

-Es un imbécil – espetó la Taca. Tenía la boca sucia de chupar un trozo de chocolate que había hallado en la mochila de un soldado muerto. Reynoso puteó por lo bajo y se sentó. Sintió unas ganas insoportables de fumar. La Taca se sentó a su lado. El viento agitaba su falda verde.

-Mañana lo mataré – masculló él, con sus ojos entrecerrados.

-No, no lo harás – le advirtió ella. -No hasta que sepamos qué hacer. Además, Carrerita es sólo un imbécil.

Y recordó una fotografía de Carrerita cuando niño. Sentado, con una moña azul, los hombros caídos, junto a un gran globo terráqueo implacablemente detenido. Carrerita había querido sonreír pero inútilmente. Sólo se notaban sus fosas nasales dilatadas.

-Debemos trazarnos un plan. Definitivamente.

“Un plan…”, repitió, bajo el sol abrasador. Se arrastró fatigosamente y alcanzó el par de botas abandonadas. Comenzó a colocarse la derecha. Carrerita era ya sólo un puntito en la lejanía. Sintió algo blanduzco en el interior de la bota. Se la sacó y la examinó. Extrajo un dedo sanguinolento, tronchado en la base. Lo tomó y lo arrojó lejos, hacia Carrerita.             Entretanto Reynoso dormía: la boca abierta al sol.

 

La arena se hundía suavemente bajo sus pies. Durante tres horas largas lo único que divisaron fue dos lagartos sobre unas piedras. No sabían dónde ir. Habían estado todo el tiempo discutiendo sin alcanzar un punto de acuerdo.

-Dejá esas botas. No nos sirven de nada – dijo Reynoso. No podía ocultar su fastidio.

-No. Son mías – respondió con firmeza la Taca.

El hombre escupió. Tenía los ojos enrojecidos.

Pasaron la noche en la hendidura de un cerro, atentos a las detonaciones lejanas, a los ecos de alguna batalla que les indicara el rumbo a seguir. Pero no oyeron nada. Sólo el viento entre las piedras. Durmieron acurrucados uno junto al otro. Al amanecer, la Taca se acomodó encima de Reynoso. Se había quitado la falda y la camisa y el largo cabello rubio le caía entre los senos. Reynoso la dejó hacer.

-¿Y Carrerita? – le preguntó.

Ella echó la cabeza hacia atrás en una mueca de satisfacción. Tenía las botas puestas, acordonadas con precisión.

 

“Taca… butaca… petaca… matraca…”, murmuró Reynoso, aletargado de placer.

-“Taca en tu estaca“, susurró ella.

-“Es de Taca” – dijo él. Y rieron.

Siguieron andando otro largo día, el cabello desgreñado, los huesos entumecidos. Al fin la Taca se desplomó. Tenía cuarteadas hasta sangrar la planta de los pies.

-Nos conocimos en la Universidad – empezó a contar. – Era un día de viento y él se jactaba de que había estado en la guerra. En otra guerra. Yo no le creía pero él insistía con que en la guerra todo lo sentís diferente. El viento también. El viento del que me hablaba era viento del desierto, cálido y polvoriento (“Como el que hay aquí ahora”, pensó Reynoso). Recuerdo que yo me encogí de hombros pero él extrajo de un bolsillo de su chaqueta una fotografía a colores y me la enseñó. Había un soldado muerto, tendido a lo largo sobre la arena. Se veía que el cadáver estaba hinchado, como de varios días. Él y otros dos, con sus uniformes flamantes, habían posado cada uno con un pie encima del soldado muerto. En la foto Carrerita sonreía.

Reynoso avistó un cuervo volando en círculos sobre ellos. “¿Buena o mala señal?”, se preguntó.

-Y por qué te casaste con él?

Ella se encogió de hombros. Nunca había sabido porqué.

Reynoso se incorporó y le arrojó una piedra al cuervo. Fue entonces que oyeron un silbido largo y luego una explosión. De inmediato las detonaciones se sucedieron en la lejanía.

-¡Hacia allí! – exclamó Reynoso, ayudando a la Taca a levantarse.

-Fue solo una escaramuza – dijo Taca después de recorrer el terreno donde resultaba evidente que recién se había combatido. Había solo tres cadáveres entre esquirlas por doquier.

-Pero esta vez hemos llegado antes que los rastreadores del ejército – observó Reynoso triunfalmente. – La hemos hecho bien – reafirmó poco después al hallar entre las vestimentas de soldados muertos una cajilla de cigarros y algo de ración. – Los soldados casi están tan pobres como nosotros.

Reynoso se puso a fumar. La Taca halló una libreta de notas y, contenta como una colegiala, escribió su nombre y la fecha.

-¿Nos llevamos todo?

-No hay dónde vender nada.

-Las botas están mejores.

-Prefiero las que ya tengo – dijo la Taca. Rompiendo el silencio atroz que sigue a las batallas tarareaba una cancioncilla infantil moviendo acompasadamente las caderas.

 

Otra vez caminar y caminar. Imposible establecer un plan. Hemos perdido la noción de los puntos cardinales. Es más, creo que ya no existe el espacio ni el tiempo.

 Reynoso me hace el amor maravillosamente bien por las noches. En todo caso, existe sólo el instante.

Me pregunto que será de Carrerita.

 

Un día hallaron un monte. Algunos trechos de césped, matorrales de bejucos y retamas y luego árboles. El sol se filtraba entre el follaje para derramarse en aros plateados sobre la gramilla.

Anduvieron como sonámbulos hasta que avistaron a Carrerita. Estaba ahorcado en la rama más alta de una encina vieja.

-Me recuerda a Judas – fue lo único que dijo la Taca.

-Ni siquiera hay cuervos – observó Reynoso poco después.

 

Esta noche hemos encendido un fuego. Sentados a su alrededor lo hemos adorado como a un viejo dios. Mirándolo, captando breves chispas azules entre las lenguas rojas y amarillas, he sentido ganas de divagar, de jugar con mi mente. Es realmente hermoso esto de que no haya que pensar en mañana. Me encuentro perfectamente libre. Nada me condiciona.

 

 Otra vez, aplastados entre unos riscos, tuvieron que esperar casi hasta el anochecer a que finalizara una batalla. El retumbar de los morteros y los relámpagos de las explosiones y los incendios, les resultó un espectáculo fascinante que los entretuvo durante la larga espera. Hallaron muchos cadáveres y sobre todo muchos comestibles. Aquella noche se hartaron. Hacía meses que no comían de ese modo.

-Mientras haya guerra hay vida – dijo Reynoso.

 

Centelleo de combates fugaces. Fuegos y estampidos como señales luminosas. Olor a carne quemada. Cuervos. Sol despiadado y arena caliente y más cuervos. El botín de los muertos. La carroña que es pitanza. La pequeña sorpresa de cada descubrimiento. Exclamaciones, ojos brillantes, sonrisas de júbilo. La cajilla de cigarros bajo la garganta degollada. El trozo de chocolate en el bolsillo trasero, del otro lado del vientre desfondado. El reloj de pulsera  junto al muñón. Las condecoraciones, las monedas, las medallas. La urgencia, la prisa por huir antes que lleguen los vencedores. La noche secreta. El fuego del vivac. Comer, fumar, coger. Las palabras que sobran. No preguntar hasta cuándo. Tapiar cualquier nostalgia. Existe solo el presente y seguir y seguir.

 

 Hoy le pregunté a Reynoso si era feliz. Hizo un gesto de fastidio y se echó a dormir.

 Me pregunto si vale la pena higienizarse.

Alfredo Alzugarat
Cuentos de War. La guerra es un juego.
Cal y Canto y Biblioteca de Marcha, Montevideo, 1996

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