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Tradiciones que sobreviven
Los mitos vascos
Alfredo Alzugarat
alvemasu@adinet.com.uy

 

En las noches de los Pirineos se ve a la diosa Mari atravesar el cielo, como una luz brillante y rojiza, desde el monte Anboto al monte  Txindoki. Va a encontrarse con su compañero, Maju, el culebro o serpiente macho.  Los viernes, cuando ambos se unan, se desencadenará una tempestad de granizo porque mientras Mari es implacable castigando a los mentirosos, los orgullosos, los ladrones y los que no practican la solidaridad, Maju o Herensuge tomará esa misma noche  la forma de macho cabrío para presidir los aquelarres de brujas (sorgiñas) en las cuevas de Zugarramurdi. En las orillas de ríos o fuentes todavía se peinan las lamias, hermosas mujeres con cola de pez o patas de gallina, y en los bosques, el basajaun, un gigante de cuerpo velludo, larga melena, un pie de planta circular y descomunalmente fuerte, protege los rebaños avisando con sus largos silbidos la llegada del lobo.

 

Esto es lo que aún hoy cuentan las leyendas transmitidas por tradición oral.  La creación en abril de 2007 del Museo Barandiarán en Ataun (Gipuzkoa) pone de manifiesto la vigencia de estos antiguos mitos en la comunidad vasca. El núcleo principal del Museo versa sobre su lengua, sus creencias y su folclore y es un homenaje al sacerdote y científico Joxemiel Barandiarán (1889 – 1991), considerado “patriarca de la cultura vasca” y mayor estudioso de su mitología.

LA NOCHE DE LOS TIEMPOS. El carácter abrupto del territorio vasco, situado a ambos lados de la cadena montañosa de los Pirineos, lo volvió casi inaccesible por siglos. Ese aislamiento es uno de los factores fundamentales que explican la pervivencia de una cultura y una cosmogonía cuyos orígenes son tan misteriosos como los de su pueblo. Hay quienes sostienen que los mitos son el producto del mestizaje de una religión prehistórica con la cultura celta asentada en España y se remontan a la alta Edad Media, cuando los vascones de Navarra conquistaron a los vascones celtiberizados de la ribera del Ebro y extendieron su influencia al resto de las tribus de lengua éuscara. No faltan, sin embargo, quienes niegan todo contacto con los celtas y solo admiten la asimilación de unos pocos elementos mitológicos indoeuropeos. La cristianización, tardía y espasmódica, modificó mucho de sus relatos sin lograr neutralizar  su fondo animista, arraigado en la naturaleza y la vida en comunidad. Inmune resultó la primacía del carácter matriarcal, centrado en Mari, divinidad tutelar femenina.

Mari premia la fe de quienes creen en ella. Mari atiende a quienes acuden a ella. Si alguien la llama tres veces seguidas diciendo Aketegiko Dama, ésta se coloca sobre su cabeza, según es dicho corriente en la región de Zegama. En ciertos casos se pedía consejo a Mari, y los oráculos de ésta resultaban verídicos y provechosos. Quien hace anualmente un obsequio a Mari no verá caer pedrisco sobre su cosecha. El mejor obsequio que se le podría hacer era sin duda llevar a su antro un carnero. El que va a consultar con Mari o a visitarla debe cumplir ciertos requisitos. Hay que tutearla al hablar con ella. Se debe salir de su caverna en la misma forma en que se introduce en ella, es decir, si uno ha entrado mirando hacia dentro, ha de salir también mirando hacia dentro (andando para atrás). Y no sentarse mientras uno se halla en la morada de Mari.

 

En efecto, es en Mari, más que en su consorte Maju, donde radica el poder ético supremo y la capacidad de crear y destruir. La morada que ambos comparten,  como la de casi todos los personajes legendarios, es la cueva, sitio de paz, refugio acogedor y protector, ideal para vivir eternamente. Este espacio ctónico (subterráneo) es el que mejor denota el origen prehistórico. No hay Olimpo ni cielos sagrados.

 

Rémora de tiempos inmemoriales son los basajaun, señores del bosque, héroes intermedios entre hombres y dioses. El hecho de que el folclore les atribuya el don prometeico de transmitir a los humanos los secretos de la agricultura, el trabajo en hierro y la construcción de útiles como la sierra y el molino, ha llevado a muchos antropólogos y criptozoólogos a pensar que se trata del recuerdo de ejemplares de una raza extinguida, posiblemente el hombre de Neandertal que, en la cornisa cantábrica, se calcula que convivió unos diez mil años con el de Cromagnon. Es posible que haya existido cierto traslado de técnicas de sobrevivencia de unos a otros. Investigaciones paleogenéticas creen hallar en el hombre de Cromagnon el origen del pueblo vasco.

 

La mitología griega pudo haber aportado al politeísmo vasco las lamias, sirenas que por su fascinación recuerdan a las que retuvieron a Ulises con su canto. La creencia popular coloca a estos seres, al igual que a los basajaun, del lado positivo: a quienes les dejan ofrendas por las noches las lamias les ayudan en su trabajo diario. Pero su mayor mérito, la construcción de dolmen y crónlech, abundantes en la zona, las arrastra inevitablemente a los milenios del neolítico. Solo Tartalo o Torlo, un cíclope antropófago y terrible, recuerda a la cultura mediterránea y la epopeya homérica, aunque tal vez su origen sea otro.

 

De los celtas parece provenir el culto al árbol, los bosques, las montañas, los ríos, el fuego, la luna y el sol. Se afirma que el ídolo de Mikeldi, hallado en Durango (Bizkaia), piedra con forma de toro o verraco que tiene entre sus patas un disco cuyas dos caras significan el Sol y la Luna, representa a la diosa Mari identificada con la Madre Tierra.

 

LA RESISTENCIA AL CRISTIANISMO.  Dice una leyenda que otra raza de gigantes, los jentilak o gentiles, al parecer encarnación de los vascos pre – cristianos, vieron una noche una extraña luz en el cielo. Consultaron al más sabio de ellos y éste les respondió que era el anuncio de la llegada de Kixmi (Jesucristo). “Es el fin de la raza vasca”, agregó. Entonces los jentilak corrieron a esconderse en sus cuevas.

La cristianización del pueblo fue un extenso proceso que debió concluir en el siglo V, coincidiendo con el fin del imperio romano. Por largo tiempo perduraron, sin embargo, costumbres y ritos ancestrales. Las cuevas de Zugarramurdi, en Navarra, a pocos kilómetros de la frontera con Francia, registrarían a comienzos del siglo XVII un recordado suceso que enfrentó supuestos remanentes de mitos vascos con el poder nefando de la Inquisición.

Según cuenta Julio Caro Baroja en sus libros  Las brujas y su mundo (1961) y Brujería vasca (1975), entre los años 1608 y 1610, la prédica de Fray León de Aranibar, abad del monasterio de Urdax, requirió la intervención del Santo Oficio.   La denuncia presentaba como principal responsable a María de Ximilguen, supuestamente vinculada a actos de brujería en la cercana ciudad francesa de Ciboure. Sometida a torturas María reconoció haber participado en varios aquelarres o reuniones de sorgiñas junto a otras mujeres. Ante su negativa a pedir perdón en público la Inquisición desató una psicosis colectiva que derivó en la detención de más de trescientas personas. Por Autos de Fe del 7 y 8 de noviembre de 1610, el Tribunal de Logroño sentenció a cincuenta y tres lugareños acusados de relaciones carnales con el demonio, provocar tempestades, vampirismo y necrofagia.  Ante veinte mil personas, algunas llegadas desde sitios distantes, seis mujeres fueron quemadas en la hoguera. El resto de los condenados murió en la cárcel por epidemias

           

En las creencias, las sorgiñas son asistentes de la diosa Mari en su lucha contra la mentira y se reúnen los viernes a celebrar rituales mágico – eróticos. Los procesos de Logroño fueron una triste inserción de lo real en lo mítico. Es probable que los tan mentados encuentros de brujas no fueran más que bailes nocturnos al son de txistus y atabales o a lo sumo prácticas de drogadicción con alucinógenos como la belladona y el beleño. El lugar pasó a la historia, sin embargo, como “la catedral del diablo” y capital de la brujería española. “Aquelarre” (de Aker, macho cabrío, y larre, prado o campo) se convirtió en la palabra éuskara más mundialmente conocida. Los episodios inspiraron fábulas de Samaniego y una de las más famosas pinturas negras de Goya. Hoy Zugarramurdi es punto de atracción turístico. En la entrada a la cueva principal una placa recuerda a los sentenciados. En el interior de ellas se brindan conciertos y festivales acompañados de gastronomía local.

 

PAPÁ NOEL. Cuando los jentilak se escondieron en sus cuevas por la llegada de Kixmi uno de ellos tuvo la osadía de salir y bautizarse cristiano. Se llamaba Olentzaro y se le representa con su cara manchada de carbón, boina vasca y una pipa. El siglo XX lo mimetizó con Papá Noel o Santa Claus. Participa los 24 de diciembre en desfiles donde los niños tienen ocasión de entregarle cartas pidiendo regalos que les llegan a la mañana siguiente. No hay Navidad vasca sin Olentzaro. Es el más claro ejemplo de sincretización de los mitos con el cristianismo y la globalización.

Alfredo Alzugarat
alvemasu@adinet.com.uy

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