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Génesis de “Los fuegos de San Telmo”, de José Pedro Díaz:
la apropiación del pasado familiar, el viaje a Marina di Camerota y la recurrencia del mito

Alfredo Alzugarat
alvemasu@adinet.com.uy
 

Departamento de Investigaciones, Biblioteca Nacional 

 
 

Los fuegos de San Telmo, considerada la mejor narración de José Pedro Díaz, ocupa un sitio indiscutido entre los “clásicos uruguayos” y ha sido editada en doce oportunidades, a más de su país de origen también en Argentina, México e Italia. Arraigada en su pasado familiar, en sus ancestros italianos, la novela es el fruto de una aspiración que se remonta a sus comienzos como escritor[1] y un homenaje a Doménico D’Onofrio, aquel pescador analfabeto que a través de sus historias le enseñara el camino de la literatura.

 

En el Archivo de José Pedro Díaz, existente en la Biblioteca Nacional de Uruguay, se conservan cuatro versiones mecanografiadas de la novela, todas ellas bastante similares, lo que hace suponer la existencia de una o varias versiones anteriores manuscritas que han desaparecido. Al parecer, la redacción de la obra, después de veinte y más años de maduración interior, surgió de manera torrencial en el mismo año en que la publicó. Escribe José Pedro Díaz a Luis Campodónico el 18 de marzo de 1964:

El verano llegó con la casa terminándose y una profunda investigación interior que determinó la aparición de otro libro en marcha. Hace mes o mes y medio que me levanto a la madrugada y escribo sin parar. Que me dure. Estoy escribiendo en serio por primera vez. Lo que sea el libro se sabrá cuando lo termine.

 

Se concatenan en Los fuegos de San Telmo tres posibles sustratos que en la novela se superponen o entrecruzan abasteciéndose entre sí:

 

Por eso, cuando evoco ese extraño pasado, que compone para mí un territorio de la memoria en el que se estratifican capas sucesivas de recuerdos, siento, fundiéndose en una misma materia, mi historia personal, los pasos de Eneas por el reino de las sombras, el subsuelo de algunos fragmentarios recuerdos que buscan situar en aquella tierra italiana los pasos de aquel cuya imagen busco, y la agonía ardiente del poeta que se inundó allí de luz mediterránea, mientras se sentía atraído y empezaba a caer en su abismo imaginario[2].

 

Desglosando lo anterior es posible distinguir:

 

a) un sustrato real o “testimonial”, base primaria que recoge vivencias autobiográficas en torno a tío Domenico (el pescador que inspirara la historia) y a la experiencia del viaje a Marina di Camerota. Fuentes materiales de este sustrato son las cartas de José Pedro Díaz y Amanda Berenguer que integran la correspondencia con sus familias, y fragmentos del Diario del autor. De todo ello hemos dado cuenta de forma detallada en el trabajo titulado ““Ostinato rigore”: El camino hacia la creación en José Pedro Díaz“, publicado en la Revista de la Biblioteca Nacional, etc.

 

b) la crónica del “presente de la enunciación”, que alude no sólo al momento de la escritura de la obra sino también a un presente perpetuo, ilusoriamente contemporáneo a la lectura de la obra, como es el caso del episodio llamado “El pique”, incluido más de veinte años después de forma autónoma en la Revista Casa de las Américas[3]; y finalmente

 

c) un sustrato referencial, donde se evoca y se recrea La Eneida de Virgilio y algunos versos de Gerard de Nerval en tierras napolitanas (“la agonía ardiente del poeta que se inundó allí de luz mediterránea”).

 

La académica norteamericana Mary Johnston Peck, al comparar Los fuegos de San Telmo con El viejo y el mar, de Ernest Hemingway, ha realizado un abordaje basado en coordenadas míticas y alegóricas[4]. Según su trabajo, el héroe (José Pedro) recibe la llamada de un agente, un guía o sacerdote iniciador (tío Domenico, o Domingo, en su versión castellana), y es llevado a la aventura o a la búsqueda. Deberá abandonar el mundo que habita y será conducido a una tierra distante (Marina di Camerota) de la que retornará portando como única recompensa la aceptación del mundo, su posición en el cosmos[5]. Similar es el proceder de la uruguaya Gabriela Sosa  quien, en un reciente ensayo, (también siguiendo a Joseph Campbell[6]) reafirma la idea de un viaje iniciático entre el mundo del “tiempo de los dioses que recrea el mito” (es decir, el tiempo aludido en el relato de tío Domenico y el tiempo de la infancia del protagonista) y “el mundo sin dioses del hombre moderno”[7] (tiempo actual, reconocimiento de Marina di Camerota por José Pedro).

 

Palinuro y las sombras

 

Estas interpretaciones en clave mística son de por sí legitimadas por el propio discurso del narrador protagonista, por ese sustrato referencial al que apela en la segunda parte de la historia. Se trata de un sustrato que surge motivado por las remembranzas del espacio físico que se está recorriendo (“la presencia del mundo clásico en estas tierras”: las ruinas de Paestum, el cabo Palinuro, el lago de Averno, la cueva de la Sibila), que activan con toda lógica el conocimiento y las lecturas del narrador, el bagaje de erudición de que dispone.

 

Las ruinas de Paestum

El cabo Palinuro

   

Lago de Averno

Cueva de la Sibila

   

Pero es más, si nos atenemos a las versiones no conocidas de Los fuegos de San Telmo se podrá apreciar que ese sustrato, por lo menos en lo que corresponde a la evocación de fragmentos de La Eneida, pretendía englobar la obra entera. En otras palabras, durante la gestación, ese referente mítico  llegó a alcanzar al título mismo y aún a la creación de un seudónimo autoral. Así, en las cuatro versiones mecanografiadas de Los fuegos de San Telmo el título original, luego tachado, es “Esa sombra en el mar”, y en las dos últimas versiones el nombre del autor es sustituido por el seudónimo de Palinuro, el heroico piloto de la nave de Eneas.

 

En un pequeño texto inédito escrito en 1997 y titulado “Autobiografía”, José Pedro Díaz confiesa haber conocido el nombre de Palinuro antes por boca de su tío que por la epopeya de Virgilio. Era a las seis años de edad, cuando Domenico

 

me contaba historias de su infancia, de cómo salía a pescar en la barca de su hermano mayor y de las aventuras que había tenido: la pesca de un gran pez, una tormenta frente al cabo Palinuro (¡cómo me emocionó más tarde, cuando leí a Virgilio, ese nombre prestigioso!)…[8]

 

Aun cuando el protagonista, en su viaje por Italia, se halla en las cercanías de Marina di Camerotta, Palinuro continúa siendo un nombre aprendido de su tío. “Cuando yo oía aquello no había leído todavía a Virgilio. Para mí Palinuro no era más que un lugar, todavía”[9], recuerda el narrador.

 

El nombre del timonel ha quedado registrado en la topografía de la Italia meridional volviéndose así de uso popular:

 

Así es de profunda la presencia del mundo clásico en estas tierras, y así se hizo de fuerte su presencia también en el espíritu de algunos de sus hombres. (…) Los grandes mitos que se nutrieron de esta tierra son de tal naturaleza que mantienen vivo su sentido y su valor,

afirmaría Díaz en un discurso que realizara en la Universidad de Salerno en octubre de 1997 con motivo de la primera publicación en idioma italiano de Los fuegos de San Telmo. En el sur de la península, el mito fue y sigue siendo cultura popular. El cabo que lleva el nombre de Palinuro es el resultado del consuelo que le proporcionara la Sibila de Cumas al alma del infortunado piloto de Eneas.

 

En efecto, después de que los troyanos sobrevivientes, acaudillados por Eneas, logran sortear una dura tempestad, Venus obtiene de Neptuno la promesa de que en adelante el viaje proseguirá sin mayores sobresaltos. Se cumplirá entonces con el viaje feliz que la diosa había asegurado a su hijo Eneas. En el resto de la travesía sólo perderá la vida uno de los hombres, uno solo, pero su muerte será benéfica porque asegurará la supervivencia de los demás. El que muere es Palinuro,  el piloto de la nave. E n la noche plácida Sueño ha tomado la forma de su compañero Forbas y le ha invitado a descansar. Palinuro lo ha rechazado, sus manos se han aferrado al timón mientras otea las estrellas. Pero el dios Sueño finalmente lo ha vencido y Palinuro ha caído al mar. Morirá poco después, al llegar a las costas de Campania, en manos de feroces y primitivos lugareños y quedará insepulto. Cuando la Sibila lo acompaña  en su descenso al Orco, le asegura una próxima sepultura y le afirma que incluso una comarca llevará su nombre. Palinuro tendrá oportunidad de contar a Eneas la versión de su muerte y su única preocupación por “el desamparo en que había quedado el sueño de Eneas, que seguía navegando en aquel mar desconocido sin piloto y sin timón”[10].  Servio Honorato y Dionisio de Halicarnaso han referido leyendas semejantes anteriores a La Eneida, donde el héroe lleva el mismo nombre y su circunstancia serviría para explicar el accidente geográfico, “el cabo que al fin de la playa adelantaba sobre el mar su lomo negro”[11].

 

Si el nombre de Palinuro formaba parte de los más lejanos recuerdos familiares de José Pedro Díaz resulta lógica la apelación al personaje de Virgilio. En el desarrollo de la trama de Los fuegos de San Telmo, el momento clímax de la historia de Palinuro, su caída a causa de un golpe de mar que interrumpe la calma de la noche, se entrelaza y alterna con otro episodio cumbre y más cercano, la aventura que alguna vez Domenico le contara al autor y que da nombre al libro: Marcello salvando la barca del posible naufragio, el milagro de los fuegos de San Telmo, dos lucecitas en la punta del mástil al vandearse el cabo. De nada le servirá a Palinuro aferrarse fuertemente al timón, la fuerza de las aguas lo arrojará al mar. Marcello, en cambio, se atará al timón y se salvará, él y todos los que van en su barca. Palinuro cae junto con el timón de la nave y desde entonces lo único que le inquieta, más que su propia persona, es el destino de la nave, el riesgo que corre el sueño de Eneas. Los que van en la barca de Marcello agradecen la ayuda divina y ya no corren riesgos. La doble evocación es realizada por el personaje narrador momentos antes de que le informen cómo llegar a Marina di Camerotta. En la imbricación de los sucesos, Palinuro, el heroico timonel, se convierte simultáneamente en ofrenda celestial que hace posible la salvación de los que viajan junto a Marcello y en ofrenda para que el narrador protagonista alcance el pueblo buscado. La muerte de Palinuro continúa, en ese lugar y a través del tiempo, cumpliendo idéntica función: asegura la sobrevivencia de los hombres de Eneas y de los acompañantes de Marcello a la vez que conduce al protagonista a su meta. Vandear el cabo Palinuro es la salvación para los que viajan.

 

¿Cómo separar el mito recogido por Virgilio del episodio de la barca de Marcello? O ¿cómo separarlo de  las evocaciones de un narrador que siempre oyó mencionar el nombre de Palinuro y ahora recorre laberínticos caminos de montaña para alcanzar el pueblo de sus ancestros? ¿”Esa sombra en el mar”, título primigenio de la obra, no puede ser “la masa de piedra”[12] del cabo Palinuro extendiendo sobre el mar “su lomo negro”? El narrador viajero que avanza en el camino de piedra contará después que

 

durante algunas de aquellas vueltas volvía a aparecérseme, delante y abajo, lanzado sobre el mar como el lomo oscuro de un enorme animal marino, el cerro que limitaba la playa y detrás del cual yo sentía latir otra presencia invisible, que era tan intensa y tan angustiosa como si se tratara de la inminente aparición de una persona que me fuera amada y sin embargo desconocida, y cuya aparición permitiría que yo corroborara el sentido de esa vida que, aún sin conocerla, sabía que era también la mía[13]. (…)Aquella persistente ausencia que me hizo volverme hacia el recuerdo, la confundo ahora con la misma ansiosa figura de Palinuro…[14], insistirá.

 

¿Esa identidad entre la “persistente ausencia” y la figura de Palinuro no es también “Esa sombra en el mar”? A su llegada a Marina di Camerota el protagonista se asoma al borde del océano para mirar al través de las aguas transparentes y distingue, en el fondo, sombras que se movían apenas, “como animales mansos”, mejor aún, “como el cuerpo de un piloto ahogado hacía ya dos milenios que vagara todavía bajo las aguas buscando dónde reposar”[15]. Una sombra del inframundo, un ánima proveniente del reino de las sombras, un cadáver insepulto.

 

La polisemia en torno a Palinuro debió ser determinante para su uso final. Las numerosas acepciones recorren una amplia gama. Palinuro es el personaje mítico y a la vez un cabo de la península itálica en el mar Tirreno. En el mito el personaje es un mártir que hace posible la salvación de los demás viajeros y así es evocado en la novela. El cabo que lleva su nombre, ese accidente geográfico, entraña un riesgo cierto de naufragio, un obstáculo que una vez salvado asegura la tranquilidad de los navegantes. Pero también es el sitio que señala una vibración, una “presencia invisible”, “intensa”, “angustiosa”, la aparición de una persona amada y a la vez desconocida. Es más, Palinuro puede ser también esa misma persona “amada” y “desconocida”: “la confundo ahora con la misma ansiosa figura de Palinuro”. Ese manto de ambigüedad que surge de las diversas acepciones inevitablemente se hubiera trasladado a la función del seudónimo.

 

La opción por un título simbólico es clara en las cuatro versiones que se conservan de la novela. “Esa sombra en el mar” o Los fuegos de San Telmo dan cuenta de ello. Pero, si “esa sombra en el mar” refiere, como hemos hecho notar, a la porción de tierra que se adentra en el mar, a “la masa de piedra”, al “lomo oscuro de un enorme animal marino”, se trata de una acepción que presenta connotaciones perturbadoras (un riesgo cierto de naufragio, un martirologio, una presencia angustiosa). A la hora de decidir Díaz preferirá lo más positivo, preferirá a “los fuegos de San Telmo”, meteoros ígneos, descargas producidas por la ionización del aire durante las tormentas eléctricas, dos lucecitas en la punta del mástil de la barca de Marcello, como dos velitas cruzadas, como “dos gruesos dedos índices cruzados”[16], signo inequívoco de salvación, de piedad divina, augurio de alcanzar el lugar ansiado. No otra cosa significa para el narrador llegar a la aldea de pescadores de dónde proviene su tío Domenico. No otra cosa que lo que sintieron los que remaban en la barca de Marcello. “Las mujeres rezaban y daban gracias a San Telmo y nosotros bogábamos… Y cuando nos dimos cuenta ya habíamos pasado el cabo y estábamos delante de Marina.[17]” Lo mítico, sin desaparecer nunca, queda entonces en un segundo plano.  La elección del título otorga la primacía al relato de su tío abuelo.

 

Historia de una desilusión

 

El fragmento que en las dos primeras versiones de Los fuegos de San Temo del Archivo Díaz sirve de introducción al escenario del pueblo de pescadores y aparece de inmediato a la visión de los olivos y del mar, en las versiones finales y en la publicada es trasladado sin modificación alguna varias páginas más adelante, hacia el final de ese mismo episodio. El fragmento aludido se reproduce tal como aparece en esas versiones iniciales y comienza diciendo:

 

Fue allí entonces que empecé a sentir ya con violencia el doble aguijón con que me perseguiría después el grupo de imágenes que responden en mi memoria al llamado de aquel nombre. El nombre mismo de Marina di Camerota había evocado siempre, en mí, un luminoso esplendor coloreado de profundos matices de azul<es> y de oros y verdes brillantes, resonante de mar y <de> voces de pescadores, y con <surcado por> el movimiento interior de lentas luces que flotaban en la sombra de un golfo; y el fin de aquella segunda palabra, aquella que completaba para el nombre su forma definitiva,  Camerota, evocaba siempre una madura redondez que yo sentía como frutal, y que era también <rústicamente> frutal cuando me evocaba las formas colgantes del “caccio caballo” –aquellas que aparecían en casa precisamente en aquellos <los> días que más se hablaba de Marina di Camerota-.[18]

 

Lo que aquí se verifica en el narrador es una visión idílica de la aldea de pescadores, una imagen idealizada a través de las palabras de tío Domenico y de una serie de sensaciones en torno a su figura: luces, colores profundos y brillantes, sonidos entrañables, redondez de frutas o de quesos artesanales. Todo el fragmento muestra también la lucha del narrador por volver más sobrio su relato y moderar la espontánea adjetivación que surge de la evocación. Ese cuadro infantil y paradisíaco es de inmediato devastado por otra realidad:

 

“pero ahora, cuando yo misme <mismo> la pronunciaba, o cuando allí mismo la oía pronunciar,  advertía en ella, y precisamente en aquellas últimas sílabas, un denso y secreto gusto final, como de entraña <pulpa> frutal ya casi corrompida o como <y pronta> una madurez excesiva, y apenas mantenida en una forma que solo respondía a una necesidad anterior, pero que estaba pronta  ahora a hundirse bajo la mínima presión de los dedos que quisieran asirla.”

Ahora hay cosas que

(…) existían de manera sórdidamente concreta, tan sumidas en una obtusa rutina provinciana, que yo las sentía yacer inermes y como penetradas por una gangrena sutil e implacable que dejaba todavía <aún> intacta, pero como por piedad, aquella plenitud exterior de su forma en la que se advertían todavía algunos deliciosos ritmos arcaicos –el paso de una joven con su cántaro, el color de una cuerda recién tejida y todavía verde- pero que dejaba acumular en su interior-como en otros cántaros semejantes a aquellos-  su propio residuo mortal, el último corrompido resto de una forma antes viva y esbelta en el penúltimo repugnante paso de todo <corrompido y mortal>.

Se suceden las sensaciones degradantes, de deterioro, de estancamiento, de descomposición, la idea de un pueblo sumergido en la inopia, en la “obtusa rutina provinciana” donde la gangrena avanza secreta e implacable. La síntesis magnífica que presenta el fragmento, oponiendo pasado y presente, espejismo y realidad, de haberse mantenido en su ubicación primigenia hubiera condicionado al lector. Hubiera vulnerado toda expectativa, todo lo que se dijera del pueblo a partir de allí solo hubiera servido para confirmar lo que ya se sabía. El narrador, con sus conclusiones, simplemente se hubiera adelantado a los hechos.
 

Una estela de muerte precede la llegada al pueblo. A la evocación de la muerte de Palinuro, obra de esos dioses que aún parecen avizorarse en las cercanas ruinas de Paestum, le sigue el recuerdo de otras muertes: la de Pascale, la de tío Domenico. “Ahora desciendo hacia el mar (Ellos hablaban con sus muertos)”, se llama el último episodio de la segunda parte. Marina di Camerota surgirá ante el viajero como una especie de Comala europea. Un pueblo devorado por la gangrena, por las ausencias, por los fantasmas de los que se han ido. “¿Qué busca en Marina? En Marina no hay nadie”[19], le dice y le repite el lugareño al que pregunta cómo llegar hasta allí[20]. Ese es el panorama del que informan las cartas de José Pedro y Amanda a sus familias, lo que ambos vivieron al arribar al lugar: “un pueblo abandonado”, “una forma especial de la miseria”. Un pueblo fantasma al que se llega creyendo en una visión idílica que en nada se refrendará.

 

Pero es necesario que el lector experimente lo que se viene afirmando, que lo sienta en carne propia. Que sepa que los pocos habitantes de Marina poseen los mismos apellidos, que abundan las mujeres, “casi todas vestidas de negro”[21], que los hombres sólo están de paso y rumbo a Caracas, a América, que todos se conocen, y que invada al pueblo “el olor acre, pesado, que de pronto se hizo más intenso”[22], entre la torpe y rústica amabilidad de sus habitantes. Es esa suma de signos, de sombría extrañeza, la que hará posible la inclusión del fragmento antes señalado en una adecuada ubicación, la precisa para cumplir la función de agigantar esa experiencia.

 

El fragmento en sí señala la frustración entre la visión precedente y la realidad hallada. “Estoy seguro de que ese viaje mío sería una desilusión, un dolor y una ausencia: la ausencia de la memoria buscada”, había escrito en su Diario dos años antes de llegar al lugar, quince antes de escribir la novela[23].

 

El personaje narrador ha seguido una sombra y se ha encontrado con el vacío. Como le sucedió a Eneas, “las manos que intentan apresar las sombras solo agitan vanamente el aire mismo que respiramos”[24]. La imagen final no puede ser otra que la de la muerte.

 

Coda final: Muerte de Domenico

 

A mediados de julio de 1949 Domenico d’Onofrio, el ser real, es internado en grave estado de salud. En los días siguientes José Pedro Díaz y Amanda Berenguer lo cuidan todo el tiempo. De los pormenores de esa instancia da cuenta el episodio 18 de la novela, al fin de la segunda parte. También allí es explícita su apelación al Diario personal que llevaba a cabo el autor por esos días:

 

Hay otras frases suyas que también recuerdo. Algunas las leí esta misma tarde, antes de escribir esto. Son cosas que anoté aquellos mismos días, temblando, en una libreta. Pero no puedo copiarlas aquí. Estoy escribiendo para él, y porque no puedo dejar de hacerlo. A pesar de eso creo que no debo escribir todo.[25].

 

Después de una leve mejoría, el 22 de julio Domenico fallece. Dos días después anota Díaz en su Diario:

 

 

La enfermedad y la muerte de tío Domingo fue una de las experiencias más hondas de mi vida. ¡Con qué claridad se me hicieron presentes sus cualidades de sinceridad y bondad, de integridad! Nunca como en estos días la presencia tan desnuda de un alma y la cercanía tan profunda de su alma y la mía. Tanto, que se me hizo incomprensible la realidad de la muerte. ¿De qué manera siento su alma inmortal? ¿Somos nosotros los que debemos inmortalizarlos con un recuerdo permanente?

 

Además, ayer, mientras llevábamos su cuerpo por la avenida central del cementerio del Buceo, se me hizo muy presente la muerte de los otros familiares cuyos cuerpos acompañé por el mismo camino. Tan evidente se me hizo entonces, como nunca, el inevitable destino de la muerte, aguardándonos a todos, que volví a sentir lo que tanto me había impresionado en Tolstoi y que sentía diariamente durante la semana que pasé junto a tío enfermo: que el único fin de nuestra vida está fuera de nosotros en el bien y en el cariño. Eso me produjo una sensación de extraño equilibrio y de desapego a muchos de mis deseos y ambiciones. Me sentí más fuerte y como liberado, y además, como debiéndole, a tío Domingo, mucho más de lo que él hubiera podido nunca imaginar. Una deuda a pagar en otros, en todos, en el mundo[26].

 

Si en la novela la muerte precede a la llegada a Marina di Camerota no puede ser otra que ella la que signe la despedida. Asistimos ahora al entierro de Domenico, el inmigrante italiano, el pescador de la bahía de Montevideo, el hombre analfabeto que sabía contar, el que condujera a Díaz al universo de la literatura. El que ha muerto es “el contador de historias pasadas”,[27] se ha dicho. Con él, se clausura el orbe edénico creado en sus relatos, el cual solo perdurará a través de la escritura, de la novela. Al narrador protagonista solo le resta entonces evocar un día de invierno, quince años atrás:  

 

La altura era menor sin duda, pero también se veía el mar entre los árboles aquel día de invierno, cuando caminábamos por una avenida lateral del cementerio del Buceo. Mi padre caminaba al otro lado del ataúd. Sobre nuestras cabezas oíamos el viento entre las ramas. El grupo iba en silencio: solo se oía el rumor de los pasos sobre la grava del camino[28].

 

La deuda estaba saldada.

 

Ediciones de ‘Los fuegos de San Telmo’

 

1ª. edición – Montevideo, Arca, 1964.

2ª. Buenos Aires, CEAL, junio 1968.

3ª  Montevideo, CEAL, noviembre 1968, acompañando a Capítulo Oriental Nº 33.

4ª  México, Bogavante, 1969.

5ª  Buenos Aires, Calicanto, 1979.

6ª  Montevideo, Club del Libro, 1981.

7ª  Montevideo, Banda Oriental, 1987. Prólogo de J. C. Mondragón.

8ª  Montevideo, Fin de Siglo, 1993, Prólogo de Napoleón Baccino.

9ª  Salerno, Galzerano editore, 1997. Prólogo de María Rosa Grillo.  (I fuochi di Sant ‘Elmo’, con fotos).

10ª Cava de’ Tirreni, Avagliano editore, 2000. Prólogo de María Rosa Grillo con un artículo de Mario Vargas Llosa.                               

11ª Montevideo, Clásicos Uruguayos, 2008. Prólogo de Jean-Philippe Barnabé.

 

Bibliografía de ‘Los fuegos de San Telmo’

 

Artículos críticos sobre la obra

 

-BENEDETTI, Mario. “Cuando peregrinaje no es igual a evasión”, en “La Mañana”, Montevideo, 11 de diciembre de 1964 (incluido en Literatura Uruguaya siglo XX, 1988 y posteriores ediciones).

-CAPLÁN, Raúl. Voyage vers un “altro paese”: les mots italiens dans ‘Los fuegos de San Telmo’ de J. Pedro Díaz”, en “Babel” (Univ. De Toulon), noviembre1998.

-COTELO, Ruben. “Senderos solos”, en “El País”, Montevideo, 13 diciembre 1964.

- DÍAZ, José Pedro. “¿De dónde los sacó? Escribir es confesarse”, enMarcha”, Montevideo, febrero de 1965.

-                        “La presencia de Italia en dos libros uruguayos actuales”, en Italia – Uruguay: culture in contatto (Rosa María Grillo edit.). Actas del Congreso homónimo realizado el 8 y 9 de mayo de 1995. Università degli studi di Salerno, 1999.

-DONOSO PAREJA, Miguel. “Los fuegos de San Telmo” (reseña). México, 5 de mayo 1967.

-JOHNSTON PECK, Mary. At the Green blade’s end: José Pedro Díaz allegorizes Uruguay in crisis. University New Mexico, 1974.

-                               "José Pedro Díaz y Hemingway: una mitología compartida", en “Texto crítico”, Nos. 34-35, Stanford, enero-diciembre 1986.

-G.K. Reseña en “La voz del interior”, 9 de febrero de 1969.

-GRILLO, Rosa María. “La scrittura del ritorno: Los fuegos de San Telmo, di Jose Pedro Díaz”,  en “Latinoamerica” Nºs. 42-43, Roma, abril – setiembre 1991.

- “Il viaggio di ritorno: uruguaiani in Italia”, en “Il Veltro” Nº 6, Roma, 1994.

- “Las voces de las sirenas: modelos y prácticas de escritura en ‘Los fuegos de San Telmo’ de José Pedro Díaz”, de Rosa María Grillo, en El texto latinoamericano Vol. II, Coloquio internacional de la Universidad de Poitiers, marzo 1994.

MARRA, Nelson. “Los fuegos de San Telmo”, en “El Popular”, Montevideo, 19 marzo 1965.

-MONDRAGÓN, Juan Carlos. “José Pedro Díaz, la literatura mar adentro”, en Historia de la literatura contemporánea uruguaya. Tomo I: La narrativa del medio siglo. Heber Raviolo y Pablo Rocca editores. Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental, 1996.

-MOREIRA, Hilia. “La palabra, el espacio y el juego en “Los fuegos de San Telmo” de José Pedro Díaz”, en “Studi di letteratura ispano-americana” Nºs. 13 – 14, Milán, 1983.

-PAGANINI, Alberto. “Viaje a los orígenes”, en “Época”, Montevideo, 7 de abril de 1965.

-SÍMINI, Diego. “José Pedro Díaz, ‘I fuochi di San Telmo’”, en “Ricerca Research Recherche” (Università degli Studi di Lecce), Nº 3, 1997.

-SOSA, Gabriela. “’Los fuegos de San Telmo’ de José Pedro Díaz. A propósito del viaje iniciático del héroe y de la poesía como revelación”, en “Boletín de la Asociación de Profesores de Literatura del Uruguay” Nº 59, Montevideo, diciembre de 2009.

-VARGAS LLOSA, Mario. “Los fuegos de San Telmo”, en “Expreso de Lima”, Lima, 21 de marzo de 1965.

-WAUQUIER, Eleonor. Reseña de la 11ª edición, en “El País Cultural” Nº 1031, Montevideo, 28 de agosto de 2009.

 

Reseñas de prensa italiana:

 

“La Cittá”, 22 julio 1997: “La grande scoperta del bambino Pedro”, de Antonio Castaldi

“La Cittá”, 6 setiembre 2000: “Avagliano guarda oltre Oceano”, de Patrizia Sessa.

“Corriere del Mezzogiorno”, 17 setiembre 2000: “Storie meridionali dal Nuovo Mondo”, de Francesco de Core.

“La Repubblica”, 3 noviembre 2000: “Transtlantica, le rotte degli autori italo- americani”, (sin firma).

“Il mattino”, 4 noviembre 2000: “Nuova collana di Avagliano. Narrativa transatlántica”, (sin firma).

“Lastampa”, 4 noviembre 2000: “Prossimamente libri”, de Mirella Appiotti.

“Il giorno”, 7 noviembre 2000: “Transatlantica”, de Ma. Ra.

 

Prólogos

 

-BACCINO DE LEÓN, Napoleón. 8ª edición. Montevideo, Fin de Siglo, 1993.

-BARNABÉ, Jean-Philippe, en 11ª edición. Montevideo, Clásicos Uruguayos, 2008.

-GRILLO, Rosa María, en 9ª edición. Salerno, Galzerano editore, 1997.  

-GRILLO, Rosa María, en 10ª edición. Cava de’ Tirreni, Avagliano editore, 2000.

-MONDRAGÓN, Juan Carlos, en 7ª edición. Montevideo, Banda Oriental, 1987.

 

Inéditos

 

-DÍAZ, José Pedro. Discurso en la Universidad de Salerno con motivo de la presentación de “Los fuegos de San Telmo”. Octubre de 1997.

Referencias 

[1] Según sus propias anotaciones, desde 1942, cuando solo contaba 21 años, existía la intención de escribir una narración que se iniciara en la Italia Meridional, “en el pueblo pescador de Marina di Camerota”, de sus emigrantes y de los descendientes de estos en tierras americanas. Alzugarat, Alfredo (edit.). Diario de José Pedro Díaz. Montevideo, Biblioteca Nacional – Banda Oriental, 2011. Cuaderno I, pág. 60.

[2]  Los fuegos de San Telmo, Montevideo, Arca, 1964. 1ª edic.. episodio 13, págs. 59 – 60.

[3] “El pique” (episodio de “Los fuegos de San Telmo”), en Revista Casa de las Américas, La Habana, Nº 161, marzo – abril de 1987.

[4] Johnston Peck, Mary. "José Pedro Díaz y Hemingway: una mitología compartida", en “Texto crítico”, Nos. 34-35, Stanford, enero-diciembre 1986. Un abordaje similar empleó posteriormente la autora para la novela “Partes de naufragios”, resultado del cual es el libro “Mythologizong Uruguayan Reality. In the Works of José Pedro Díaz” (Arizona State University, 1985) y su tesis , “At the Green blade’s end: José Pedro Díaz allegorizes Uruguay in crisis”, publicada en 1974 en la Universidad de Nuevo México.

[5] “Él sabe y quiere enseñarme que entre el hombre y la sombra que lo cerca lo único que puede ser hallado es ese mismo empecinado empuje de la búsqueda…” Ob. cit., episodio 11, pág. 51.

[6] Campbell, Joseph. El héroe de las mil caras. Psicoanálisis del mito, de. México – Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2006. En la biblioteca de José Pedro Díaz se ha hallado un ejemplar de la edición de 1959. 

[7] Sosa, Gabriela. “’Los fuegos de San Telmo’ de José Pedro Díaz. A propósito del viaje iniciático del héroe y de la poesía como revelación”, en Boletín de la Asociación del Profesores de Literatura del Uruguay Nº 59, diciembre de 2009.

[8] Ob. cit., págs. 43 – 53.

[9] Ob. cit., episodio 15, pág. 68.

[10] Ob. cit., episodio 15, pág. 71.

[11] Ibid., p.p. 70 – 71.

[12] Ob. cit., episodio 16, pág. 74.

[13] Ibid., pág. 73.

[14] Ibid., pág. 75.

[15] Ob. cit., cap. 19, pág. 92.

[16] Ob. cit. cap. 15, pág. 70.

[17] Ibid.

[18] Ob. cit., episodio 19, pág. 99.

[19] Ob. cit., episodio 16, pág. 72.

[20] “Aquí no vive nadie”, dice el arriero Abundio, refiriéndose a Comala, al final de su diálogo con Juan Preciado. Rulfo, J. Pedro Páramo. Barcelona, Seix Barral, 1985.

[21] Ob. cit., episodio 19, pág. 93.

[22] Ob. cit., episodio 19, pág. 98.

[23] Diario de José Pedro Díaz. Cuaderno V, pág. 249.

[24] Ob. cit., episodio 13, pág. 63.

[25] Ob.cit. episodio 18, p.p. 86 – 87.

[26] Diario de José Pedro Díaz. Cuaderno V, pág. 259.

[27] Mondragón, Juan Carlos. “José Pedro Díaz: la literatura mar adentro”, en Historia de la literatura uruguaya contemporánea”, pág. 227.

[28] Ob. cit., episodio 27, p.p. 144 – 145.

 

Lic. Alfredo Alzugarat
alvemasu@adinet.com.uy

Publicado, originalmente, en Lo que los Archivos cuentan Nº 1, 2012 - Biblioteca Nacional - Montevideo, Uruguay

Enviado por el autor, para ser publicado en Letras - Uruguay, el 20 de junio de 2015

 

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