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La res muerta
Alfredo Alzugarat

alvemasu@adinet.com.uy
 

Despertar. Camión. Qué sueño. Clotilde. Hay que levantarse (bostezo). Camión. Vestirse. Camión. Ventana. Sí, ahí está el camión. Hace frío. Las seis ya. Agua. Agua sobre la cara, sobre los ojos. Frío y sueño. Carretera. Camión y carretera. Tú en el camión. Desayuno. Tú en el camión en la carretera. Otra vez. Lunes. Cerrá con llave, no te olvides. Camión. Subir (bostezo).

 

Cerrás los ojos un segundo y la cabina parece sitiarte, encajonarte en ese mundo chiquito donde sos el único habitante, el manillar que te dice que lo agarres, que lo muevas suavemente aunque esté frío, frío de acero y de madrugada, los pedales que buscan tus pies y el parabrisas que te muestra una calle vacía, en penumbra, vacía y mojada, una calle fría ante los chirimbolos colgantes que te hablan, el Topo Gigio pasado de moda y el monito se ríen de vos, te estaban esperando para pendular, para hamacarse ante tus ojos cansinos y sabían que ibas a volver porque estás condenado a volver, prisionero con licencias irrisorias prisionero siempre, entonces el manillar, el parabrisas, el freno, el embriague, hasta los chirimbolos, todo se te abalanza, te acosa, te exige, te aguijonea con dedos invisibles, con fríos alfileres de angustia, esa angustia en espiral que no sabés de donde proviene, de dónde, yo tampoco lo sé, me apareció un día y fue creciendo dentro de mí, como una náusea que no es naúsea, vacío que no lo es, escalofrío que no lo es, angustia, solo angustia y nada más, atorbellinada, envolvente como la cabina y la calle vacía, Clotilde durmiendo y la carretera, los márgenes de la carretera, los cruces de la carretera, los vehículos que vienen hacia vos y los que dejás atrás, sólida y jodida la carretera, qué le vas a hacer Joaquín, ya es la hora, dale, poné en marcha el motor, dejate de jorobar, hombre.

 

Fumaba lentamente parado junto a la cabina mientras a la caja del camión iban ascendiendo los novillos que mugían desolados, pechándose entre sí, golpeándose contra las barandas.

            

-Buen ganado. Normando. De primera –le dijo uno de los capataces de la estancia.

            

Miró distraído, se encogió de hombros y tiró el cigarro. La mañana estaba serena. Casi no había viento. Abrió la portezuela del camión. Debajo de sus ojos se distinguía el polvo del camino.

 

La carretera abrió sus fauces simétricas. Paisajes que se estiraban interminables. Campos desiertos, árboles, alambrados, alguna casa a lo lejos. Quilómetros y quilómetros de paisaje quieto, callado, vencido.

            

Trató de recordar. Veinte años recorriendo esa carretera. Veinte. No había cambiado mucho. Y si cambiara algo sería solo para distracción de un segundo, pensó. La realidad era que él se iba volviendo viejo y la carretera seguía igual. Hasta los baches eran los mismos. Le parecía que llevaba impreso en la mente y en el cuerpo cada trecho del camino. Como si la carretera fuera sus días. Sus días como un solo día.

            

Se aferró al manillar. Iba encajonado en su Leyland, encorvado, la vista atenta, repasando, rehaciendo la carretera como un peso muerto sobre sí mismo. Atrás, los animales continuaban inquietos, apretujados entre sí.

 

Al llegar al primer pueblo se detuvo en el parador. No había casi nadie a aquella hora. Pidió una cerveza.

            

Se acodó en el mostrador y observó a dos jóvenes que jugaban al casín. Sobre el tapete verde las bolas rodaban rápidas, certeras, sin mucho entusiasmo. Uno de los jóvenes miró el reloj en la pared y el otro se apresuró a taquear. Joaquín llenó otra vez su vaso. El mozo se le acercó y le señaló con un guiño una mujer que estaba sentada junto a la ventana. Estaba casi de espaldas a ellos, mirando hacia la calle. Tenía un abundante cabello rubio. Hamacaba lenta y rítmicamente una pierna mientras llevaba a los labios un pocillo de café. Joaquín buscó verle el rostro en el reflejo del vidrio pero solo vio a su camión, estacionado junto a la vereda de enfrente.

            

Cuando volvió la vista hacia el casín notó que los jóvenes se habían ido. Se acercó a la mesa, acomodó los palitos y situó las bolas a su gusto. Tomó un trozo de tiza y lo empezó a restregar en el palo. Luego se inclinó sobre el tapete.

 

La carretera al sol y el asfalto ondulante. La carretera puede ser una cinta muy ancha, un río de piedra, una serpiente brillante, una cicatriz, un tajo abierto, cualquier cosa. Siempre una invitación al hastío.

            

Encendió la radio. Amortiguaba el ronquido del motor al menos. Un tango nostalgioso, un locutor bullanguero, tandas de avisos y más avisos. Veinte años. A los veinticinco había comenzado. No tardó en habituarse al trabajo. Al principio cargas de cueros para curtir, fardos de lana sucia, bolsas de sal, luego cajones de frutas y verduras, últimamente ganado. La carga era lo de menos. Aunque a veces influía. Recordó aquella vez, hacía muchísimos años, cuando trasladó a tres mochileros sin dinero. Los jóvenes viajaron todo el tiempo sobre una montaña de bolsas de sal, tapados hasta los ojos por el viento frío. Después que entregó la carga los llevó hasta su casa. Era de noche. No tenían donde ir. Durmieron en la caja del camión, en la calle, a la intemperie. Al día siguiente lo emocionó la despedida de los muchachos, lo agradecidos que estaban. Nunca más los había visto. Le quedó el recuerdo, por lo distinto. Con el ganado era otra cosa. Difícil llevar a alguien. Solo quizá alguna mujer, de esas que salen a las rutas. Para muchos camioneros era lo cotidiano.

            

Para él no. Estaba la Clotilde. La Clotilde era la costumbre, lo seguro. La mirada conocida, el gesto sabido. El mate juntos, la charla que busca en vano senderos distintos, la bronca ocasional, el diario de los domingos, visitar por la tarde algún pariente. Eso, más la angustia que nace al atardecer, cuando el sol muere, la naturaleza muere y la penumbra trepa ante tus ojos y el vaso de vino no alcanza y tampoco el vientre de ella porque hasta el sexo se domestica en la angustia de la noche de tu habitación.

            

Angustia le habían dicho. Un borracho en un boliche de la ciudad donde ahora conducía el ganado. Un borracho triste. Angustia le había dicho, angustia de vivir, de ser nomás. A él le pareció no estar ante un hombre sino ante un trapo, un muñeco desflecado. Después no lo había visto más. Todas sus relaciones eran fugaces, destellos de un segundo, como las de quien siempre está en viaje.

            

Angustia. Clotilde. Costumbre. Era tan lindo tener todo a mano, conocer de memoria hasta el más remoto de los rincones, saber la historia y significado de cada objeto de la casa, la huella familiar impresa donde quiera que vayas. Como si nada te faltara. Y a la vez el embudo tragando, tragándote. Hasta ese ridículo Topo Gigio riéndose de ti, bamboleándose y riéndose.

            

Ya era mediodía largo y el techo del camión se había recalentado. Hasta el manillar estaba caliente. La ventanilla abierta dejaba entrar la brisa y el polvo de la carretera.

 

Detuvo el camión en un descanso de la ruta. Un sendero pedregoso, semicircular, rodeado de altos eucaliptos. Se bajó con un refuerzo de fiambre y una lata de cerveza.

            

No miró con atención los animales. Solo observó si se mantenían firmes las trancas de la caja. Se tiró a la sombra, casi bajo el camión.

            

Cuando terminó de comer y de beber, apoyó la cabeza en el suelo. Contempló las altas ramas de los árboles, los rayitos de sol que se filtraban entre el follaje. Una pequeña satisfacción mientras el sueño comenzaba a ganarle.

 

La mujer estaba allí, con el brazo en alto pidiéndole que detuviera el camión. Era rubia, joven, una blusa ajustada destacaba sus senos, las piernas suavemente torneadas.

 

-¿Usted es el camionero? –preguntó uno de los dos hombres.

            

-Es verdad- contestó Joaquín, reconociéndolos. El que había hablado era el recibidor de ganado del matadero; el otro, el más joven, un veterinario.

            

-Hay un pequeño problema.

            

Ya en Montevideo había recorrido los adoquines del Camino de las Tropas hasta un cruce cercano a La Tablada. Allí había tomado una calle amplia y arbolada hasta detenerse a las puertas del establecimiento.

            

Desembarcaron los animales a golpes. Cuatro o cinco gurises descalzos se habían encaramado en lo alto de las barandas y a grandes gritos apaleaban las reses con crueldad. Los animales mugían mientras se apiñaban para descender. Joaquín vio como un novillo hundía un cuerno en el ojo de otro. Siempre sucedía. Se desentendió del asunto y corrió a las oficinas de la administración.

            

-¿De qué se trata? –preguntó.

            

-Hay una res muerta.

            

-¿Y qué?

            

-Murió durante el viaje. No la podemos aceptar.

            

-Oiga, muchos de esos animales morirán en los corrales antes de que ustedes los puedan faenar. Más de la mitad están tuberculosos.

            

-Si murió en el trayecto no es responsabilidad nuestra. Lo lamento.

            

Una complicación gratuita. La bronca se le subió al rostro.

            

-¿Qué quiere que haga?

            

El veterinario se encogió de hombros.

            

-Haga lo que quiera.

 

Haría lo de siempre, lo que hacían otros. No podía recorrer trescientos kilómetros de retorno con un animal muerto en la caja. Además está ella, allí, esperándole.

            

Puso en marcha el camión y la miró. Ella sonrió con un brillo vago en los ojos. Él lentamente fue aproximando su mano. Sin dejar de mirarla, la apoyó en el muslo tibio de la muchacha, debajo de la pollera. Ella levantó la cabeza y el mentón y el fino cuello se le dibujaron con nitidez. Apoyó su mano sobre la de él, apretándola contra sus piernas. 

     

La voz recorrió los laberintos de barro, golpeó contra latas y cartones, abrió las puertas y penetró en la penumbra de cada casilla avisando a sus moradores. El Cochambrillo acababa de llegar tirando de su carrito cuando escuchó los chillidos de los gurises que volvían corriendo del matadero.

 

Salieron en cuadrilla. Machetes y cuchillos. Hombres, mujeres, hasta niños. Se fueron uniendo mientras atravesaban los baldíos, esquivando los matorrales de chilcas y abrojos. Avanzaban a grandes pasos en la penumbra. Nadie decía una palabra. Los atraía el tufo y el vapor denso que se respiraba en las cercanías del establecimiento.

           

Detuvo el camión entre un grupo de árboles. Con una pala empujó el animal muerto. Cayó pesadamente, como un odre a punto de reventar. Tiró la pala en un rincón de la caja y bajó.

 

La Clotilde está lejos y tu cabeza descansa sobre un blanco hombro desnudo, los pezones aún clavados a tu pecho (el vaivén circular y sediento había ascendido en remolino a tus ojos reclamando los jugos vitales, la savia poderosa que restallaba en tu sangre tensando los músculos), el fuego extinguiéndose moroso en las caderas, en su vientre, en tu miembro (tus piernas habían sido columnas precipitadas hacia un silencio blanco, hacia un mar cálido y espumoso que te vació entero bajo el parabrisas ciego de la noche) y ahora es lento el adiós de la carne que aún palpita demorada, lento como ese rumor que crece a esta hora en que muere la naturaleza, rumor quejumbroso y afilado que parece provenir de los siglos o surgir de los macizos de árboles que duplican la oscuridad y la cabina donde aún ríen los chirimbolos asombrados. Hay un seco crujir de ramas, un blando pisoteo sobre la hojarasca que no alcanzás a precisar. Estás enredado a ella a lo largo del asiento de la cabina y te diría que los instintos no duermen todavía, que el atardecer es solo un embudo, un derrame plúmbeo y sereno en tu cabeza adormilada sobre el blanco hombro, pero no te digo nada, Joaquín, porque todo ha sido inevitable, tenía que suceder. No sabés que la Melisa y el Comadreja te están espiando por la ventanilla del camión, vigilantes por las dudas, tapándose la boca para no largar la risa, mientras más allá el Cochambrillo, los viejos, las mujeres, van abriendo por diez canales distintos el cuerpo de la res muerta (sus machetes en tajos brutales rompen el espinazo descoyuntando las vértebras, trepan sobre la carne caliente y tironean hasta desoldar el costillar inmenso) y vos aguzás  tu oído para desamodorrar tu mente de carreteras repetidas, de días repetidos y desiertos, inútilmente, porque te relame esa sensación de vacío que no te deja, que te impide captar el susurro de los trozos de carne sanguinolenta al caer en las bolsas de arpillera y el abejorreo de los gurises que corretean alrededor, descalzos, disputando el triperío con los perros, mientras se separan las paletas y los cuartos traseros y cae la cabeza decapitada. La cabina es envolvente, sitiadora, inevitable, ella duerme y ahora el frío y el sueño se inclinan hacia vos y tu mente permanece en un vacío extraño y desabrido, nada ha cambiado y tendrás que llegar mañana a la mañana.

            

La cuadrilla del cantegril se aleja con sus cuchillos, sus machetes, sus bolsas repletas de carne fresca, la Melisa y el Comadreja corren por los baldíos para dar rienda suelta a las carcajadas, para reírse a gusto de tu sexo dormido, de los cuerpos hurtados al secreto. Ahora el silencio es total y la angustia renace, insistente, ilesa, pegajosa en tu garganta, despertarás a ella, te pondrás apresurado los pantalones, la camisa, la res muerta ya no está y la carretera es una serpiente, una cicatriz impresa en tu cuerpo, un camino circular, la mujer a tu lado ha sido el destello de un instante y todo fugaz, fugaz, y mañana a la mañana.

Alfredo Alzugarat
alvemasu@adinet.com.uy
 

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