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José Pedro Díaz: La navegación incesante

Alfredo Alzugarat
alvemasu@adinet.com.uy
 

 

Departamento de Investigaciones, Biblioteca Nacional 

 
 

El niño de seis años, que debía permanecer en su lecho por una supuesta enfermedad, pasaba el día esperando la llegada de su tío Doménico, un pescador analfabeto que le contaba historias, verdaderas o legendarias, de una remota aldea del sur de Italia llamada Marina di Camerota. Eran momentos tan entrañables que el niño de algún modo supo que nunca debía olvidar aquellos relatos ni lo que sentía al escucharlos. Escribir luego, recrear  esos recuerdos, reproducir las sensaciones que le provocaban, le llevaría toda una vida. La vocación de escribir y su amor a las letras, su mejor novela, Los fuegos de San Telmo, y hasta su último libro, La claraboya y los relojes, se vincularían a ese origen lejano.

Nacido en Montevideo en 1921, en un hogar especialmente preparado para la lectura y la instrucción, José Pedro Díaz se internó en el conocimiento de la literatura, de acuerdo a las posibilidades de la época, a través de los Preparatorios del Instituto Alfredo Vázquez Acevedo. Fue allí, a los 17 años, que conoció a Amanda Berenguer, quién tenía su misma edad. Ambos ya escribían poesía y  en los años siguientes participarían de nutridas peñas literarias en los cafés Metro y Libertad y de experiencias juveniles como las del Teatro Polémico o las Jornadas Arqueológicas de Teatro, donde ellos dirigían y un Ángel Rama adolescente representaba al “Hipólito” de Eurípides. Entre los numerosos y afiebrados proyectos de aquel entonces surgió la idea de vivir juntos y editar sus propios libros. Hacia 1944, cuando ambos se casan, José Pedro era profesor en Enseñanza Secundaria, había dictado sus primeras conferencias y dado a conocer los dos cuadernos de poemas de Canto pleno y el relato El abanico rosa, en tanto Amanda había dirigido la revista estudiantil “Vida” y publicado dos libros de poemas. La editorial La Galatea, pedaleando una vieja imprenta Minerva, fue el siguiente paso. Allí, junto a las xilografías de Leandro Castellanos Balparda, publicarían también a Jules Supervielle, a Ida Vitale y a otros.

Culminada esa etapa de formación, en abril de1947 la joven pareja se muda a la calle Mangaripé  1619, a una vivienda construida de acuerdo a sus necesidades, el hogar propio donde inaugurarían un estilo de vida de total dedicación a la literatura. La casa, entre eucaliptos y arenales, era la única en una calle de una sola cuadra pero pronto se convertiría en sede de frecuentes y fervientes tertulias con la llegada de otras parejas amigas que compartían los mismos sueños: María Inés Silva Vila y Carlos Maggi; Manuel Flores Mora y Zulema Silva Vila; Mario Arregui y Gladys Castelvecchi; Ángel Rama e Ida Vitale. La costumbre de leerse los textos que creaban y de discutir con pasión y al detalle sobre cada uno de ellos, se erigió como una práctica que, a la vez que consolidaba la amistad, los nutría y alentaba. Fue Maggi quien dio el primer paso. No sólo hizo pública esa rutina sino que también la presentó como una actitud que, a la vez que los definía, marcaba un rumbo de renovación. “Escribir sobre la nueva literatura uruguaya significa referirme a un grupo más o menos indefinido de jóvenes escritores con quienes comparto las penas y las furias de un largo debate que ha justificado nuestros últimos años. La crítica amistosa, la valoración de una obra hecha por los compañeros del autor, es casi siempre acerba, tajante. Se enjuicia cada creación como un producto, separada de su creador”, afirmó en el primer número de la revista “Escritura”. En el siguiente, Díaz fortalecería esa visión añadiendo la “empecinada voluntad de lucidez”, “el ejercicio de las letras concebido en un plano de estricta seriedad”, la conciencia de una tradición literaria y la responsabilidad que aguardaba a  los más jóvenes. Ambos artículos tendrían por consecuencia una polémica que duraría más de un año, participando en ella otros como Emir Rodríguez Monegal y Mario Benedetti y alcanzando a publicaciones como el semanario Marcha y la revista Clinamen. Aunque inestable como en todo principio, aceptada por unos y negada por otros, la idea de una nueva generación comenzó a instalarse a partir de allí en el panorama literario nacional. Esa conciencia de grupo pronto se consolidaría con la compañía magisterial de José Bergamín. Aunque a primera vista poco era lo que parecía unirlos más allá del ejercicio literario, el intelectual español ejercería una honda influencia sobre todos ellos. En su persona verían representado lo mejor de la España republicana, aquella pléyade de poetas que tanto admiraban y que ahora se hallaban dispersos en el exilio americano.

LA FUNCIÓN CRÍTICA. Para José Pedro Díaz escribir significó incursionar en todos los campos de creación literaria y desde los más distintos ángulos. Poeta, ensayista, narrador, no estuvo ajeno a la actividad teatral presidiendo en 1967 la Comisión de Teatros Municipales siendo a la vez profesor, editor, conferenciante y, cuando las circunstancias lo exigieron, periodista cultural. Armonizar las diversas actividades no le resultó tarea fácil. La pasión por crear se vio limitada por el ejercicio de la docencia, que  proporcionaba el sustento diario del matrimonio pero lo obligaba a extensas jornadas de trabajo. Unió a esa labor el dictado de conferencias. Muchos de sus primeros trabajos críticos tuvieron ese destino y su fuente la constituyeron los clásicos universales y nacionales (Cervantes, Goethe, Shakespeare, Machado, Herrera y Reissig, Delmira Agustini).

Pero fue su elección por los epígonos del romanticismo como objeto de estudio  lo que posteriormente le deparó el mayor éxito. Su investigación sobre la lírica becqueriana, iniciada en 1948 junto a Ángel Rama, tuvo como libro resultante, Gustavo Adolfo Bécquer. Vida y poesía, que se publicaría cuatro años después en La Galatea y le valdría elogios de personalidades como Alfonso Reyes, Jorge Guillén, Vicente Aleixandre, Gerardo Diego, Leopoldo Panero y muchos más. Reconocida como obra de un hispanista de primer nivel, el volumen se reeditaría en editorial Gredos en 1958 y se ampliaría en sucesivas ediciones hasta 1970 incorporando la revisión de los manuscritos originales del gran poeta sevillano. A partir de allí, Díaz afianzó un enfoque biocrítico, acompañado de una minuciosa erudición, con el que asumió el proyecto de ir abordando una serie de autores de su preferencia a la vez que atendía de manera simultánea las literaturas uruguaya, española y francesa. Iluminar la obra a través del contexto y la experiencia vital del autor, descifrar la interactividad de ese conjunto de factores, le significó, en casi todos los casos, una pesquisa de décadas, de relecturas y de elaboración de textos parciales que proponía en coloquios y homenajes o libros colectivos. La más completa expresión de esa labor la halló en torno a la defensa y rescate de la escritura de Felisberto Hernández.  Centro de divergencias extremas entre los propios integrantes de la generación del 45, nadie contribuyó tanto como Díaz para consagrar una imagen canónica del autor de El caballo perdido a través de la publicación de sus Obras Completas, de decenas de trabajos críticos y del cierre global que significó Vida y obra de Felisberto Hernández en el año 2000. Si el tiempo se lo hubiera permitido habría concluido del mismo modo sus extensas investigaciones sobre José Pedro Bellan y sobre Gerard de Nerval. O sobre Juan Cunha, de quién, en sus últimos años, se abogó a recopilar su cuantiosa obra y a elaborar una minuciosa cronología de su vida.  

LA INCERTIDUMBRE DE LA PROA. Atraído en sus comienzos por la prosa de André Gide, modelo para sus primeros experimentos narrativos, Díaz acusó el impacto que a él, como a la mayoría de los jóvenes de su generación, ocasionó la obra de Jorge Luis Borges. Con “Ficciones”, el gran escritor argentino estaba señalando un antes y un después en la literatura latinoamericana. Díaz, que por entonces consideraba la existencia de una tradición literaria continental que se había visto perturbada por la incidencia de las vanguardias europeas, asimiló a Borges como un punto de unión con lo universal. Es también el momento de intensas lecturas de Henry James y de otros escritores anglosajones. Dejando de lado sus demás trabajos, relativamente en poco tiempo, Díaz escribe El habitante (1949), una nouvelle que, desde las primeras recepciones críticas, no hubo duda en catalogar como “fantástica”. En efecto, el narrador es un espectro que no es consciente de su naturaleza, que ama y sufre en soledad. La subjetividad del relato, la connivencia con lo esotérico y la atmósfera de sospecha y ambigüedad, indican en el texto una temprana presencia de lo suprarreal que erosionaba el cómodo paisaje realista en que se movía el lector de entonces. Eso explica su reedición en 1970, ya en otro panorama narrativo.

Su atención a las escrituras visionarias, presente desde el temprano estudio “Poesía y magia”, tendría por consecuencia Tratado de la llama (1957) y, posteriormente, Ejercicios antropológicos (1960), Tratados y ejercicios (1967) y Nuevos tratados y otros ejercicios (1982), decenas de breves textos, fronterizos entre lo lírico y lo narrativo donde lo sacro, lo informe y lo inestable conviven en territorios tan sugerentes como inquietantes. La sintaxis se esfuerza por iluminar zonas ignoradas del propio ser: exploraciones abstractas en lugares imposibles, criaturas misteriosas, lluvias de cenizas inmemoriales que surgen de los abismos de lo imaginario, de una afilada sensibilidad o de un hondo registro filosófico. La búsqueda del “yo” subyace como una posible explicación de ese universo íntimo: “Los huidizos cimientos de nuestro ser no están sino en esas delgadas invenciones que creemos proyectar”, afirma, en tanto “la llama” se le aparece como la imagen perfecta de lo eterno y lo perecedero en su relación con el mundo, del ardor creativo que se consume para dejar su luz. Admiración a la vez que desconcierto fue la primera reacción de la crítica. No tardó Ángel Rama en ubicar algunas de estas “invenciones” en su antología Cien años de raros, instalando al autor en la “línea secreta” de la literatura nacional que iniciara Isidoro Ducasse. Otras, en cambio, como los “Ejercicios Arqueológicos”, serían  recogidas en Buenos Aires en 1977, en la Revista de Ciencia Ficción y Fantasía, de Marcial Souto, junto a textos de Mario Levrero.

NAVEGAR ES NECESARIO. Recuperar el pasado, la vivencia deslumbrante que lo marcara interiormente, es un lema constante de las narraciones de José Pedro Díaz. En tal sentido, ya en sus escritos juveniles, junto a lecturas de Proust, se perfilan ideas concretas que dan primacía, entre numerosos recuerdos familiares, a las sobrecogedoras veladas con su tío Doménico. Habrá que remar hasta su niñez, hasta el legado de sus ancestros emigrantes, y aún a través del océano hasta la tierra de donde vinieron, siempre persiguiendo “la inagotable incertidumbre de la proa”, aquella que “no se borra nunca”, como escribió alguna vez. Habrá que desandar el camino en el tiempo y en la geografía, volver a los orígenes, a la lejana aldea de pescadores y vivir la experiencia de los présbitas “a quienes inútilmente se les acerca a los ojos una piedra preciosa para que vean su lumbre, ya que solo pueden gozar su verdadera luz si se les aparece lejana, allá en el extremo del brazo extendido, y al borde de tener que dejarla caer”, como afirma en su Diario en 1949, quince años antes de la publicación de Los fuegos de San Telmo. De esa época datan intentos fallidos como “Teoría y forma del recuerdo” y “El presente perdido”, textos ambos dirigidos a percibir la pluralidad de los tiempos y el enigma fascinante que va de ya no ser el niño que escucha a su conciencia de escritor. Durante su primer viaje a Europa, entre 1950 y 1952, conoce el sitio real. La búsqueda de la identidad, trasfondo de toda su obra creativa, adquiere entonces un rumbo definitivo. La conjunción del reservorio nostálgico, la apelación a fuentes mitológicas y literarias (Virgilio, Nerval) y la mirada del viajero que se enfrenta a lo desconocido, cuajarán al fin la novela. En Los fuegos de San Telmo (1964) habrá dos Marina di Camerota, la idealizada en sus recuerdos y en los recuerdos de su tío abuelo y la aldea que encontrará sumergida en la inopia, en primitivos rituales, en una rutina sólo alterada por su presencia. Detrás quedará el hombre, el navegar sin pausa, la búsqueda incesante.     

En noviembre de 1965 Díaz confiesa a Mario Vargas Llosa que se ha metido de lleno, “con desesperada alegría”, en la realización de una novela. “No creo que sea ajeno a eso unas conversaciones contigo. Contribuiste, ahora lo sé –a que me atreviera a más”, le escribe. Ambos se habían conocido como jurados en el concurso de Casa de las Américas, en La Habana, y fue Díaz quien gestionó en 1966 ante las autoridades de la Universidad  la llegada del escritor peruano al Uruguay. A fines de ese año Marcha presenta un avance de la nueva novela, Partes de naufragios, la que se publicará recién en 1969. En ella, el pasado familiar se desata nuevamente, esta vez con mayor libertad creativa, en una larga novela discontinua, de sucesivos y lentos hundimientos de una cosmogonía nacional que las circunstancias históricas volvían evidentes, ineludibles. “La habitación se balancea en lo hondo como la profunda bodega de un buque en alta mar… En cualquier momento un ángulo de la habitación se encajará en la arena y el agua empezará a rezumar por las paredes, por la tablazón del piso…”, así inicia uno de sus mejores capítulos, donde la atracción al mar y a los barcos otorga una dimensión alegórica a un universo de clase media, emblemático del país entero, que parece haber llegado al fin de su horizonte. Una experiencia singular, una vez más de impecable sintaxis, capaz de reunir en una sola pieza su prosa y sus ejercicios poéticos. Una aventura literaria que prefiguraba, a su modo, los tristes tiempos que ya irrumpían en el escenario cotidiano.

SOBREVIVIR AL NAUFRAGIO. La destitución como profesor de la enseñanza pública, poco después del golpe de estado, y la decisión de quedarse en el país, de guapear la tormenta en suelo propio, sumergió a Díaz en el período más difícil de su vida. Si bien

recibía algún dinero desde España por la venta del último Bécquer y mantenía sus vínculos con la editorial Arca, que había contribuido a fundar, debió comenzar a trabajar en la imprenta Árbol, de Manuel Flores Silva, donde se publicaba cualquier tipo de folletos. Del aislamiento, la censura al correo, los avatares culturales y la amargura de la impotencia a que fue sometida su familia y toda la población durante este período, escribiría muchos años después en “La cultura silenciosa”, uno de los mejores testimonios sobre el inxilio uruguayo: “Hubo, durante varios años, una vida cultural sumamente empobrecida, casi secreta. Si quiere hablarse de resistencia, puede hacerse, pero con otro sentido, con el sentido de ‘endurance’; porque es cierto, la cultura soportó, resistió, y no quedó totalmente aniquilada.” Prueba fiel de lo último fue su activa participación en 1976 en la fundación del Club del Libro. Con la publicación de “El libro de Jorge” (obra de Carlos Maggi, sin firma), la obtención de 3.500 suscriptores y el apoyo publicitario y radial de Discodromo Sarandí, de Rubén Castillo, la empresa tomó un cauce familiar que permitiría sobrevivir, cultural y económicamente, a más de una decena de personas durante varios años. Seleccionaban, traducían, imprimían y repartían a domicilio. En total, 65 libros de narrativa universal. Los ejemplares, como lo simbolizaban sus tapas, se volvieron una llamita en la oscuridad. A la exitosa idea, previa encuesta a los suscriptores, se sumó posteriormente los “Pliegos de Arte y Poesía” y más tarde la tarea de investigación a través de los “Cuadernos de Delmira”.       

Sólo hubo un oasis: la beca Fullbright, en 1979, que lo convirtió en profesor itinerante en cursos universitarios de varias ciudades de los Estados Unidos. Después del plebiscito de 1980 Díaz subsistiría, junto a Wilfredo Penco, tomando a su cargo las páginas literarias semanales de “El correo de los viernes”, un esfuerzo que le demandaría centenares de artículos. Mientras tanto, el dolor continuaba con la muerte de los amigos: Ángel Rama, Mario Arregui, Manuel Flores Mora.  

 

 

NULLA DIE SINE LINEA. Con el retorno de la democracia José Pedro Díaz, a sus 64 años, recuperó sus cátedras en la Facultad de Humanidades. Al año siguiente es nuevamente jurado en Casa de las Américas, esta vez junto a Amanda Berenguer, y comienza la publicación de El espectáculo imaginario I y II, sumando al estudio de Felisberto Hernández el de otro grande de la literatura uruguaya, Juan Carlos Onetti. Con renovado ímpetu procuraba conjurar los años de silencio de la dictadura y la falta de oportunidades o de proyección internacional que brindó a otros el exilio. Todavía tiene por delante su libro más ambicioso: Novela y sociedad, estudio pormenorizado de los componentes esenciales del género, mirada erudita hacia su evolución y su nexo con el quehacer social, síntesis del vínculo entre dos categorías abstractas de enorme amplitud. Pero nada le resulta sencillo. Se ve a sí mismo, por esos días, como “un escritor sin editor”. Rechazada sucesivamente por las editoriales españolas Gredos y Grijalbo, la obra finalmente será publicada, como otras suyas, por la Universidad Veracruzana, en México, obteniendo ese mismo año, 1991, los primeros premios de los concursos de la Intendencia Municipal de Montevideo y del Ministerio de Educación y Cultura de Uruguay. De similar manera acometerá en los años próximos la historiografía universal de otra de sus obsesiones: el tema del doble, labor que no llegará a concluir en su totalidad.

Marina di Camerota

 

Es la hora también del reconocimiento al narrador. En 1997, a instancias de la hispanista italiana Rosa María Grillo y de la Universidad de Salerno, Díaz es invitado a viajar una vez más a Marina di Camerota donde será reconocido como el único autor no italiano que tomó a esa población como escenario para una novela. Viaja junto a su familia. “Benvenuto José Pedro Díaz” alcanzó a leer en un cartel rojo a la entrada del pueblo, antes de que grupos de gente, que recordaría como cálida y fraterna, llegara hasta él y lo rodeara recordándole viejos parentescos. Al día siguiente, en un acto que congregó a toda la población, el Concejo Administrativo, presidido por su síndico, lo declaró ciudadano honorario y le entregó las llaves del lugar. Debió entonces hablar ante todos, en la iglesia, desde el púlpito, y explicar del modo más sencillo posible la obligación íntima con la que creía haber cumplido al escribir Los fuegos de San Telmo, la obra que había nacido en el tiempo lejano de su niñez, cuando escuchaba los relatos de Doménico, un pescador de ese pueblo. Parecía que un ciclo se cerraba. El libro, buque insignia de toda la literatura de Díaz, era reeditado ahora en Salerno y por primera vez en lengua extranjera. Alcanzaría otra edición en Italia en 2000, en Cave de’ Tirreni, y en 2008, ya desaparecido el autor, llegaría a la undécima, en Clásicos Uruguayos.

“Nulla die sine línea” le había aconsejado Jules Supervielle en 1945, cuando él y Amanda habían acudido al gran escritor francés solicitándole una colaboración para lo que sería una de las primeras publicaciones de La Galatea. Tomaría el adagio al pie de la letra. Como a modo de respuesta, escribiría poco después en su Diario juvenil: “Entiendo, para mí, que el escritor debe volcarse totalmente a lo suyo, totalmente. Me siento satisfecho por haber ido renunciando a todas las posibilidades que me podrían apartar de esto. Y acaso nunca haya bastante fidelidad para con la escritura”

José Pedro Díaz falleció en Montevideo el 3 de julio de 2006, víctima del mal de Alzheimer.

Lic. Alfredo Alzugarat
alvemasu@adinet.com.uy

Publicado, originalmente, en "El País Cultural"  Nº 1102, 14 de enero de 2011 - Montevideo, Uruguay

Enviado por el autor, para ser publicado en Letras - Uruguay, el 18 de junio de 2015

 

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