Insomnios y duermevelas, de Mario Benedetti. Seix Barral, Buenos Aires, 2002. Distribuye Planeta. 132 págs – por Alfredo Alzugarat

Noche tras noche sueño realidades”, dice el poeta, “tan parecidas a la realidad/ que al despertarme entro de puntillas/ en los peldaños de la vida cierta”. Anuncia también “que si abro/ de par en par la soledad/ cerraré por las dudas/ los postigos del sueño”. Explorar a través de la poesía esos territorios inestables denominados insomnios y duermevelas, esos frágiles vasos comunicantes que tanto abren como clausuran el mundo exterior y el interior, “misteriosos espacios que separan la vigilia del sueño” como sencillamente los definía Bécquer en una de sus Rimas,  significa, en este caso, una manera eficaz de introducirse en la experiencia singular de los ochenta años, a pocos accesible. A la soledad hay que sumarle entonces el demasiado silencio, la colección de ausencias, la asamblea de ilusiones, las visitas imprevistas, los adioses nunca definitivos, la nada presentida, las angustias multiplicadas que inevitablemente invaden el espíritu. Como si el texto mismo los reclamara, los motivos se presentan uno a uno, y el verso, siempre nítido en Mario Benedetti, se torna ahora más reflexivo, más sereno, menos conversacional.

La obra se inaugura con futuros que se cruzan en la nada, “inútiles/ vacíos”. A  ese norte atemorizante, sin expectativas, el poeta opone tenazmente, con entusiasmo, el “otoño” de su presente, instando a aprovechar su belleza escondida, “su franja de sol”. Aunque en ese otoño la infancia “es apenitas un latido/ de minutero o marcapasos”  no falta lugar para la tibieza de las manos que se encuentran. Ni para el amor, ahora convertido en la última apuesta, en lo único que permanecerá tras el fin, como afirma con resonancias de Quevedo, en su poema “Cenizas”. El pasado, “la única costa visible”, constituye el otro escudo inevitable, aunque nada abrumador como pudiera suponerse: allí está su experiencia de escribir de hace medio siglo atrás en el Sorocabana de la calle Veinticinco de Mayo, nuevos ecos del exilio, los personajes y los libros leídos, la nostalgia dolorosa de los maestros literarios que han ido muriendo uno a uno y ante los cuales siempre hay “reliquias de alegría” y soles que sobreviven a los naufragios.

Una vez más, como en la mayoría de sus textos poéticos, el acento en lo cotidiano convive con la reiterada interrogación al universo, y la mirada tierna a la intimidad, el toque de humor, hasta alguna chispa erótica, permanecen como destellos inconfundibles de un poeta que lucha por mantener los tonos altos de su paleta y seguir siendo el de siempre. No pueden extrañar, en este contexto, los poemas de despedida: “Autoepitafio”, “Mitades de hoy” y el balance final de “Saldos”, donde el autor, burlándose de la posteridad,  asegura que la clave de su obra escapará con él. Sea como fuere, la presente colección goza de buena salud y corona dignamente más de cincuenta años de escritura.  

Alfredo Alzugarat
Publicado en El País Cultural Nº 659, 21 de junio de 2002

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