La magia de Carlos Gardel

Una panorámica
Gardel y la novela uruguaya
Alfredo Alzugarat

Carlos Gardel

VENCEDOR DE LA MUERTE y del olvido, el nombre de Carlos Gardel parece adquirir mayor fuerza a medida que el tiempo transcurre. Convertido en mito incuestionable, lugar común en el imaginario colectivo rioplatense, junto a su voz y a su imagen perdura la leyenda, el sabor agrio de su fin, el misterio de su origen. El Morocho del Abasto, el Zorzal criollo, el Mudo, el Troesma, el Mago, los numerosos apodos que eslabonaron su vida, continúan siendo hoy motivo de invocación y de añoranza.

Si bien más de una vez ha surgido la pregunta sobre el porqué del mito toda indagación significó siempre volver a él, reforzarlo, enriquecerlo, como si se tratara de un círculo cerrado que tiene por única respuesta la blancura de la sonrisa del gran cantante o la elegancia de su gacho gris apenas inclinado. Hoy, sólo en Uruguay, una emisora irradia sus canciones todas las horas pares de cada día, los escolares pueden hallar en sus textos de enseñanza una foto y una leyenda que recuerda cuando el tránsito se paralizó frente a Radio Carve, la única emisora uruguaya donde Gardel cantó en vivo.

La década de los noventa aportó como novedad una ficcionalización de su figura como jamás había sucedido. Año a año se han acumulado casi una decena de novelas donde Gardel ya no es sólo un pedestal de bronce o la vieja fotografía de Silva, sino un personaje echado a andar, hombre y dios, héroe y antihéroe. A todas ellas las une el intento de explicar su inmortalidad, a más de sesenta años de su desaparición y el deseo de exponer una visión personal del hombre y del mito, aunque no faltan los intentos de desacralización o de parodia así como la atracción que ejerce el pasado sobre mucha narrativa actual.

LA VUELTA AL TERRUÑO. En Tacuarembó esquina Carlos Gardel (de Iris Sclavo) Charles Romuald, el hijo verdadero de Berthe Gardés, retorna a Tacuarembó hacia los años cincuenta. Lo impulsa el deseo de reconocerse como persona, de conocer el lugar de origen y ahondar en la vida de Carlos Gardel para hallar su propia identidad. Allí trabará amistad con un grupo de personajes típicos del lugar, entre los cuales, solapadamente, se halla el propio autor. La acción transcurre entre encuentros, reuniones y asados campestres que subrayan la vida solidaria y apacible de una ciudad del interior. Será recibido como uno más y asumirá a Tacuarembó como el lugar ideal para vivir, el sitio propio donde es posible acceder a la plenitud y al amor.

La tesis de la que parte Sclavo, compartida por algunos gardelólogos, dice que Charles Romuald no murió en la primera contienda mundial como se ha creído, sino que, acicateado por necesidades económicas, fue obligado a abandonar su nombre a cambio de una pensión de guerra. Quedaba así libre de obstáculos el camino para adjudicar su personalidad a Carlos Gardel. Luego, como se verá, un testamento podría afirmar que éste era francés, nacido en Toulouse en 1890. La vuelta a Tacuarembó de Charles Romuald y la solución a tan espinoso punto, enfervorizada polémica de uruguayos y argentinos durante décadas, da la oportunidad al autor de desarrollar temas universales como el del doble, la búsqueda de la identidad, el retorno al origen. Lo intentará a través de un estilo coloquial (el narrador es un peluquero, siempre al tanto de cuanto sucede) y de un muestrario exhaustivo de cultura popular donde afloran letras de tangos y de murgas, graffitis callejeros y dichos y testimonios de la tradición oral.

En esa atmósfera, el propio Charles Romuald podrá descubrir por sí mismo que Gardel y Tacuarembó son una sola cosa, que el gran cantante se halla vivo en el espirítu de sus pobladores. El diálogo con un descendiente de los Escayola, la visita al panteón familiar y el paisaje de Valle Edén contribuirán a reforzar este aserto.

EL UNIVERSO ESCAYOLA. Según las fuentes documentales que en los últimos años han adquirido mayor crédito, Carlos Gardel nació el 11 de diciembre de 1883 en la estancia Santa Blanca, segunda sección judicial del departamento de Tacuarembó, hijo de Carlos Escayola y María Lelia Oliva. Esta última era la menor de las tres hermanas Oliva que sucesivamente se casaron con el coronel Escayola, terrateniente y caudillo de la zona, protegido del dictador Máximo Santos. Insistentes rumores nunca desmentidos aseguraban que el coronel tenía también como amante a la madre de todas ellas, Juana Sghirla, y que María Lelia era en realidad hija suya. Además, el embarazo de María Lelia se registra cuando Escayola estaba casado con Blanca, la segunda hermana. Ya sea por incesto, por bastardía o por ambas cosas a la vez, el cuidado del prestigio personal y el honor de la familia exigían que el niño fuera rigurosamente oculto. Es así que, tras pasar algún tiempo en manos de Manuela Casco, una criada de la estancia, será entregado para su custodia a Berthe Gardés, una francesita que había llegado a la zona tres años antes siguiendo la ruta del oro de las minas de Cuñapirú y que también había terminado como amante del coronel. Conocido como "el guachito de los Escayola", el niño será finalmente trasladado a Montevideo, al Barrio Sur, a casa de una sobrina de la familia. Mientras tanto, Berthe Gardés retornaba a su patria. Años después, de vuelta en el Río de la Plata , se mudará definitivamente con el niño a Buenos Aires.

Esta "etapa uruguaya" de Gardel es minuciosamente reconstruida en Los secretos del coronel, la "novela-documento" de Susana Cabrera. La intención es, precisamente, ficcionalizar el marco familiar y los primeros años. Para ello se recurre a un conjunto de testimonios apócrifos que elaborara Juan Cruz, archivero y hombre de confianza de Carlos Escayola, poseído por la manía de registrar cuanto ve. Éste se valdrá además de las confidencias de otras sirvientas logrando centralizar en su persona toda la chismografía del momento por lo que la historia se construye parcialmente como una visión "desde abajo", que desarticula la historia pública de la familia. A su vez, los monólogos confesionales del coronel, intercalados en el relato, representan los pasajes más emotivos y mejor logrados de la obra, amén de su valor confirmatorio.

La predestinación juega un papel fundamental en la narración. "Cada hombre desde su nacimiento está atado a un ancla y esa es su cruz", dirá Escayola. Se intenta explicar lo inevitable de los actos de este hombre así como la tristeza congénita de Gardel. El peso de la herencia, el abandono familiar y las carencias afectivas marcarán para siempre al cantor. Su vida será una eterna búsqueda de la madre que nunca tuvo y su carácter se tornará depresivo, inestable, inmaduro. Un zorzal enjaulado, anuncia su destino. Carlitos será vendedor de diarios, aprendiz de tipógrafo, cochero de una familia adinerada, y finalmente aprendiz de solista junto a figuras como el payador Luis Villarubí, Arturo Novoa, entonces el mejor cantante campero, y José Bettinoti, un bailarín de tango de la Compañía de los Hermanos Podestá. Pero todo estaba prefigurado desde su nacimiento. El esplendor de la entonces ciudad de San Fructuoso, la llamada "California del Sur", sólo serviría para encubrir el ultraje y la soledad de un niño. Su fama cuando adulto oficiará como una venganza al anonimato de su origen.

La infancia de Gardel es también pintada, brevemente, en la novela de Nelson Ferreira Opera fugitiva, en la que se contrapone la creación del fastuoso Teatro que Escayola mandara construir en Tacuarembó con la decadencia de su poder político.

MITO Y CONTRAMITO. Será en La noche en que Gardel lloró en mi alcoba, de Fernando Butazzoni, donde el entorno del cantante adquiera aspectos legendarios y maravillosos. Toda una parafernalia de portentos contribuirá a plasmar esa nueva imagen de la estancia Santa Blanca: cementerios indios por donde nadie osa pasar, minas de oro, miradores con forma de torre donde alternan músicas misteriosas y alaridos de condenados, rituales primitivos, gualichos de hechiceras, fantasmas, aparecidos. Entronizando en ese territorio, el coronel Carlos Escayola se transforma en un dios temible, arbitrario y todopoderoso, con explícitos rasgos demoníacos. Su afán de poder y su deseo de control sobre los demás convierten su hacienda en un mundo de sufrimiento, donde dependen de su persona la vida y la muerte de cuantos lo rodean. Como una réplica de Pedro Páramo es también el gran falócrata, con derecho de pernada incluido. Su universo rural adquiere así cualidades suficientes como para ser equiparado con escenarios faulknerianos o del realismo mágico, hasta ahora más propios de ambientes tropicales. Como en ellos, también hay lugar para lo escabroso y lo exuberante. A decir verdad, el personaje invitaba a ello: como militar había combatido a Leandro Gómez, participado en la Guerra contra el Paraguay y reprimido la revolución del Quebracho en 1886. Como "déspota ilustrado" fundó el Club Social Progreso y el Teatro Escayola, inaugurado a toda pompa en 1891 con la Compañía de Zarzuelas de Félix Amurro. También era cuñado del general brasileño Antônio de Souza Netto, en su juventud líder de la revolución de los "farrapos" en Rio Grande do Sul. Lo que más le haría perdurar en la memoria popular, sin embargo, fue su trayectoria de semental. Se le atribuyen, según la novela, "cincuenta hijos naturales, trece reconocidos y otros veinte guachos criados por obra y gracia de su caprichosa generosidad". Gardel, aunque entre estos últimos, integraría por sí solo un rubro aparte.

Narrada en forma de puzzle, con un ritmo que el autor ya había estrenado en su anterior obra El príncipe de la muerte, lo que se desarrolla aquí es la historia secreta de Carlos Gardel, su "biografía no autorizada". Como se trata de un Mago, quien la cuenta es un ángel proteico, hermafrodita, que representa a un Gardel ultraterrenal. A la manera de Santa Evita, de Tomás Eloy Martínez, el relato se nutre de los datos reales y de los provenientes del mito, aderezados por una imaginación desbordante que los vuelve indiscernibles. La hagiografía de Gardel, el cantante al que la historia oficial pintó con estampa de galán, eterna sonrisa e indiscutible voz, resulta cuestionada y a la vez unida de manera indisoluble al detalle de su sórdida juventud y al inconformismo de su existencia. Guiado por el "ángel musa", el narrador descubrirá al Melenas de los primeros años del siglo, al Morocho del barrio Abasto de Buenos Aires, un "malandra orillero", haragán y "cafishio", compadrito de los suburbios, más de una vez entreverado en duelos criollos, incansable trasnochador de cabaret en cabaret. Su prontuario delictivo culminó nada menos que en la cárcel de Ushuaia, aunque todo esto fue vedado a la posteridad cuando, en la cima de su fama, por pura admiración, el presidente Alvear mandó destruir el legajo policial. Tampoco se ocultan aspectos dudosos, como sus relaciones homosexuales con Juan Bautista Peñaflorida, un mulato centroamericano apodado el Bonito.

La narración es ambiciosa. No se limitará a la aldea rioplatense sino que abordará al Gardel ídolo mundial, a sus amores torrenciales con la baronesa Sadie Wakefield en Niza o con Gaby Morlay en París, a sus noches tristes en la indiferente Nueva York. Ordenada cronológicamente, la trayectoria de Gardel resulta paralela a la del tango: porque crece desde el arrabal y conquista al mundo y a los escenarios más sofisticados de la capital argentina.

Toda una cohorte de seres estrafalarios, de raíces exóticas, se mezcla con sus pasos. Poco a poco, a través de constantes mutaciones o de la yuxtaposición de distintas versiones, el personaje se va tornando complejo, multifronte, definido más por su reflejo en otras personalidades que por una directa profundización. Del mismo modo, la focalización varía de la distancia respetuosa a la desmitificación sin concesiones. Por momentos su retrato coincide con el testimonio que dejara José Razzano: un niño grande, absorto, retraído, con aires de inconsciencia, deseoso de fama. En otros, en cambio, aparece juvenil, jovial, despreocupado, capaz de ocultar su pasado. Las máscaras se suceden y en última instancia no hay un solo Gardel sino muchos. Más coherente como personaje resulta ser Berthe Gardés, con su interioridad a flor de piel, acosada por frustraciones, odios y humillaciones. En más de un episodio Gardel no es más que el producto de su evocación.

DENUNCIA Y ALEGATO. Encaramado en el triunfo multitudinario que lo paseó por los mejores escenarios de Buenos Aires, Montevideo y París, Carlos Gardel sueña con la cumbre del cine norteamericano. Lo cree posible tras el éxito alcanzado con su película Luces de Buenos Aires. En diciembre de 1934 ya se encuentra en Nueva York para filmar cuatro largometrajes: Cuesta abajo, El tango en Broadway, El día que me quieras y Tango Bar. A fines de marzo de 1935 decide comenzar una nueva gira por Centroamérica, cuya primera escala fue Puerto Rico y la última sería México. En junio llega a Colombia. Lo demás es conocido. El día 24 parte de Bogotá rumbo a Cali en un F-321 de la Compañía SACO (Sociedad Aérea Colombiana). Cumplida la escala técnica en Medellín, el aparato carretea por la pista sin control y embiste a otro avión, al "Manizales". El incendio fue instantáneo. Murieron diecisiete personas y solo tres sobrevivieron, entre ellas el guitarrista José María Aguilar. Junto a Carlos Gardel se halló su pasaporte, apenas chamuscado, donde constaba que era nacido en Tacuarembó, Uruguay, naturalizado argentino.

El mismo origen se podía confirmar por su Cédula de identidad, por su Carta de Ciudadanía, por un Acta de Registro de Nacionalidad efectuado en 1920 en el Consulado oriental de la capital argentina y por otros siete documentos legales. Sin embargo, cuando el Estado uruguayo iniciaba los trámites para repatriar sus restos, se da a conocer un testamento ológrafo, fechado en Buenos Aires en 1933 bajo la firma de Carlos Gardel, que establecía que en realidad se llamaba Charles Romuald, de nacionalidad francesa, hijo biológico de Berthe Gardés. El documento nombraba como albacea al que hasta entonces era el administrador de sus bienes, Armando Defino. Las repercusiones fueron escandalosas. La polémica continúa aún hoy.

Butazzoni dedica dos capítulos en su novela a desentrañar lo que considera una tramoya de interesados. Susana Cabrera, en cambio, ante los mismo hechos, asume en su relato una indignación que la lleva a considerar el asunto como una estafa al gobierno uruguayo, único destinatario de los bienes del artista al no poseer éste herederos.

Mientras la discusión cubría ríos de tinta a ambos lados del Plata, la tragedia y la fantasía en torno de su vida empezaban a darse la mano. Decenas de mujeres afirmaban haber sido "novias" suyas. Algunas se suicidaron, como Amelia Castillo y Baldomera Torres, otras tantas intentaron hacerlo. No faltaron quienes aseguraron que Gardel aún vivía, que se lo había visto en Buenos Aires, en Venezuela o en Colombia, el rostro semiachicharrado pero la voz y la sonrisa impecables.

CASTRATO Y DIOS. La comunión del gran cantante con su público a través del tiempo, el peculiar fenómeno de continuar rindiéndose culto diario a través de discos y audiciones radiales, ha inspirado otra serie de novelas donde predominan la libre fabulación, el desenfado y una aureola de extrañamiento. La magnitud y persistencia del mito parece desbordar a sus autores. Lejos de satisfacerlos una explicación realista, no dudan en recurrir a una imaginación extravagante para denostar o reverenciar a un Gardel divinizado.

En La rebelión de los sordos, Miguel Angel Campodónico presenta un narrador irónico, alguien que se ha vuelto millonario con toda clase de patrañas, quien evoca su estadía en el País de Gredal (anagrama de Gardel). Allí se idolatra a un "castrato", especie de soprano de alta calidad en sus cuerdas vocales cuyo timbre de voz es de hombre pero parece de mujer. Quienes lo escuchan sufren de ocio y pesimismo y, entre mate y mate, solo atinan a la nostalgia de un pasado siempre idealizado. La violencia de la burla, que va más allá de los supuestos aspectos nocivos de la liturgia gardeliana para arremeter contra ciertas formas de la idiosincrasia nacional, se ve reforzada en los hechos: en una playa, en el sitio exacto donde se dice que alguna vez el gran cantante orinó, el protagonista narrador hará construir un mingitorio gigante en cuya base descansa el busto del "castrato".

Situada en las antípodas, pero tanto o más delirante, se encuentra la novela breve Gardel antes de Gardel, de Joselo González. Un enviado del Consejo Intergaláctico aterrizará su nave espacial en la hacienda "Amanecer", lugar donde se adora a un santo pagano famoso por su canto, para trasladar a los elegidos al planeta Arcóbulos. "Cristo era un profeta; anunció la llegada del otro. Dios, lo que se dice Dios... es el Mudo", se afirma. Interpolados en la anécdota central, hay diez monólogos donde Gardel cuenta su vida, su origen uruguayo, su cariño compasivo y generoso hacia Berthe Gardés, su larga serie de amores y sus turbios enredos con bandas de hampones que se disputan el control de varios cabarets y otros negocios sucios. Se confronta de ese modo una posible autobiografía de Gardel con una imagen extrema de su mito.

Por el mismo rumbo se encamina el itinerario de obsesiones que Mario Levrero trazó en su obra El alma de Gardel. Aquí el cantante era una fuerza dirigida desde una remota galaxia con la misión de conquistar nuestro planeta, pero desobedeció ese mandato convirtiéndose en ídolo de multitudes. Ahora es un fantasma perseguido, dispuesto a todo para que su alma permanezca entre quienes lo veneran.

La novelización de Carlos Gardel, que intenta aprehender la imagen total de su persona y de su posteridad, significa una nueva fase en la evolución del mito en el fin de siglo. En última instancia, un modo de confirmar un sueño colectivo ya expresado en los versos de un poema del escritor argentino Humberto Constantini: "Lo deseamos/ y vino./ Y nos salió morocho, glorioso, engominado/ eterno como un Dios o como un disco".

Alfredo Alzugarat

Nota publicada el 1ero de enero del 2000 en el Suplemento Cultural de El País

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

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