Exterminio
Alfredo Alzugarat

Doña Clorinda estaba cansada del guiso de ratas, pero eso no le importaba demasiado. Era la única comida posible y ella se había acostumbrado. Día tras día vertía agua en una pequeña olla y echaba al agua un puñado de sal amarilla y maloliente que guardaba en un armario desde su primera juventud. Luego agregaba unos trocitos de carne de tres o cuatro ratas, aderezado todo con unos pocos nabos y cebollas silvestres y condimentado a gusto con orégano que solía extraer de inaccesibles parajes. A veces algunos tallos tiernos, hierbas o raíces, podía añadir a la estrechez de la pitanza. Los más de los días, revolviendo con la cuchara, mientras aspiraba el tufillo apicarado que escapaba de la olla, agradecía la bondad que para con ella había tenido don Segismundo al enseñarle la receta. Había sido todo un acierto porque antes ella solo sabía preparar las ratas en la polenta y aquello le demandaba un mayor trabajo. Incluso ahora se le antojaba que ni era tan nutritivo ni tan sabroso. Además ya no se conseguía harina de maíz. No había otra opción que este caldo espeso que a fuerza de tanto tragarlo terminaba resultando apetitoso.

 

Doña Clorinda podía recordar que las ratas abundaban en aquellos valles desde tiempos inmemoriales. Viéndolas ahora corretear por las habitaciones de la casa, hacer sus cuevas en el jardín o reunirse por centenares en los bordes del camino para disputarse vorazmente los restos que caían de los camiones del ejército que transportan alimentos, podía evocar el tiempo en que las ratas bajaban en manadas desde la pradera y ella se ocultaba entre la floresta para observar sus hocicos triangulares, sus orejas breves, el pelaje tieso y áspero que rozaba el suelo en sus ligeras correrías y las colas largas y finas como látigos. No podía precisar cuándo había sido aquello pero creía estar segura de que había sucedido. En aquel entonces solía preguntarse para qué podía servir esos animales y debió ser más tarde, cuando joven quizá, que logró amaestrar a una de ellas haciéndole saltar incansablemente a través de un aro y enseñándole a dormir junto a ella. Le habían advertido que solían ser muy peligrosas, pero ella se había criado entre las ratas y sabía cómo manejarlas, el tono que debía darle a su voz para amansarlas o reprenderlas y el brillo de los ojos o el gesto en los labios que le permitía comunicarse con ellas. Las había sabido comprender, estaba segura. Y en aquel lejano tiempo había sido su satisfacción aquella rata saltando el aro una y otra vez y durmiendo a su lado, con las uñas encogidas y los colmillos inermes.

 

Eso había sido en la edad de oro de antes de la guerra, es decir, antes de que empezaran a pasar por el camino los camiones trasladando alimentos para el frente. Desde entonces la situación se había ido tornando más difícil. Había que mantener bien alimentados a los soldados que combatían en las primeras líneas y para ello se hizo necesario confiscar las cosechas de granos, las primicias de los frutales y las reses que pastaban en los valles. Se había dicho que era unas situación de emergencia, que la solidaridad civil con los combatientes era una forma de patriotismo, y ya se sabe que quien no es patriota en tiempos de guerra corre el riesgo de ser fusilado. Debía tenerse en cuenta, indicaban los comunicados, que la guerra sería breve y que pronto a todos los pobladores se les compensaría con creces los sacrificios por los que estaban atravesando. Los comunicados eran comprensivos, hasta esperanzadores, solo que la guerra no había sido breve y ya ni se recordaba cuando había comenzado. Los alimentos continuaron y continuaron destinándose a las trincheras y pronto en los valles no hubo otra cosa para comer que no fuesen ratas. A doña Clorinda no le pareció del todo mal, de alguna manera ella siempre se había esforzado por encontrarle alguna utilidad a aquellos animales. Por el contrario, don Segismundo, asqueado de antemano por el olor a almizcle y a albañal que despedían los roedores, resolvió ir a hablar con el General para suplicarle que acabara aquella guerra.

 

Nosotros no podemos hacer nada, había dicho el General.

 

-Podemos rendirnos- se atrevió a proponer don Segismundo.

 

-Nos matarán a todos: es una guerra de exterminio- replicó el General.

 

-Si no nos rendimos, también nos moriremos y será de hambre, señor.

 

-Nosotros no podemos hacer nada. Esta guerra es así, ya lo sabe.

 

-¿Pero qué puedo hacer yo entonces?- preguntó por último el buen hombre.

 

-Usted ya está pasado de edad para marchar al frente. Nada. No puede hacer nada.

 

Doña Clorinda recordaba que había sido después de esta entrevista que don Segismundo, resignado, había buscado la forma mejor de consumir las ratas y había dado con el prodigio del guiso.

 

Las ratas eran abundantes. No había de qué preocuparse, pensaba doña Clorinda. Hasta les hacía bien a ellas mismas que se les mate unas cuantas pues ya no tienen tanto de qué alimentarse. Bien, mientras hubiera ratas se viviría. Pero cuando se enteró que en los valles cada vez se producía menos a causa de la guerra, que faltaban brazos para el trabajo, que el enemigo incendiaba los silos y los plantíos y que hasta empezaban a escasear las vituallas para el frente, doña Clorinda se sobresaltó pensando que quizá muy pronto el gobierno también decidiera confiscar las ratas. Entonces sería el acabose. La imaginación no le bastaba para concebir lo que sucedería. Se despertaba por las noches angustiada por la ocurrencia.

 

Por esos días acertó a pasar por el camino un gitano ofreciéndose a viva voz para todo lo que fuera menester. Doña Clorinda le llamó y le confesó su obsesión: el terrible presentimiento de que algún día confiscaran las ratas para el frente de guerra y entonces qué comerían, por Dios, qué comerían. El gitano le respondió que eso era muy probable pues de acuerdo a sus conocimientos todos los ejércitos en el mundo tenían una especial inclinación hacia las ratas. Él mismo lo había comprobado. Había visto desfilar más de una vez bandas musicales del ejército que al son de sus trompetas y redoblantes atraían a todas las ratas de la región. Los músicos entonaban un ritmo marcial y las ratas se echaban a andar tras ellos, hipnotizadas por las cadencias de la fanfarria. Miles y miles de ratas marchando tras la banda militar de tal modo que parecía que trepaban por los uniformes de los músicos y que asomaban la cabeza por los tubos de los trombones. Es una inclinación natural, explicaba el gitano, como si se necesitaran mutuamente, fijesé por ejemplo el ruido que hacen las ametralladoras: RATATATAT – RATATATAT ¿se da cuenta usted? Doña Clorinda estaba horrorizada. No podía ni respirar.

 

Decidió todas las tardes treparse a un árbol que había en las cercanías para avistar a lo lejos, en el horizonte, si se aproximaba la banda musical a llevarse las ratas. Clavaba sus dedos como garfios afilados en el tronco reseco del árbol y ascendía hasta la copa y desde allí escudriñaba a todo lo largo del camino hasta que su vista se perdía en las humaredas del frente de batalla. Un día divisó a un soldado andrajoso y malherido que dejaba un reguero de sangre sobre las piedras del camino. Corrió a socorrerlo, lo llevó a su casa y como pudo le lavó y le vendó las heridas con maternal afecto.

 

-¿Ustedes no se van a llevar las ratas, verdad? – le preguntó luego.

El soldado abrió con asombro sus ojos legañosos, rasgando su rostro de pergamino.

 

-¿Las ratas? ¿Qué ratas?

 

-Pues las ratas, hombre. Para alimentar a las tropas en el frente.

 

-No sé. Eso sólo puede saberlo el General.

 

-¿Cuándo va a terminar la guerra?

 

-¿Terminar? ¿Cómo va a terminar? La guerra es como la vida misma. Siempre continúa.

 

-¿Pero y las ratas? ¿Se van a llevar las ratas?

 

-Eso tiene que preguntárselo al General. Yo no sé nada –dijo, y tomando su mochila y su fusil, se despidió.

 

-¿Así que le respondió eso, que la guerra era la vida, que no hay otra cosa? –le preguntó después don Segismundo.

 

-Eso mismo. Que no va a terminar nunca.

 

-Ya me lo temía. Hace mucho tiempo que lo vengo sospechando.

 

-¿Qué haremos don Segismundo? Preguntó doña Clorinda con el corazón agrietándole el pecho.

 

-Nada. No se puede hacer nada.

 

Doña Clorinda elevó sus brazos hacia la noche negra que entraba por la ventana. Una rata escaló la pared y saltó afuera.

 

-¿Y si nos vamos? El mundo ha de ser distinto en alguna parte.

 

-Imposible. Las fronteras están vigiladas. Nos ametrallarán si intentamos atravesarlas.

 

-Habría que intentarlo igual –insistió doña Clorinda.

 

Don Segismundo se dio cuenta de pronto que ellos eran muy viejos, más viejos de lo que podían suponer.

 

-¿A dónde iremos? –dijo. En todas las fronteras puede haber guerra.

 

Doña Clorinda cerró los ojos y soñó praderas y florestas.

 

-¿Entonces nada?

 

-Nada.

 

Doña Clorinda guarda la secreta esperanza de que el ejército aún tarde en llevarse las ratas. Las noticias que llegan del frente son desastrosas y ya no se ven pasar camiones transportando alimentos para los soldados. Pero quién sabe, tal vez aún demoren en decidirse por las ratas. Quién sabe. Tal vez se pueda vivir por un tiempo más.

Alfredo Alzugarat
Cuentos de War. La guerra es un juego.
Cal y Canto y Biblioteca de Marcha, Montevideo, 1996

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