“Espacios de la memoria. Lugares y paisajes de la cultura uruguaya”, 
de Fernando Aínsa (Montevideo, Trilce, 2008) 
Feria Internacional del Libro de Montevideo, 17 de octubre de 2008.
Alfredo Alzugarat 

Afirma Fernando Aínsa en su anterior obra “Del topos al logos”, publicada en Madrid en el año 2006, que “El lugar es elemento fundamental de toda identidad, en tanto que autopercepción de la territorialidad y del espacio personal”. Creo personalmente que esta definición sirve, no solo para demostrar la continuidad de su obra, sino también para introducirnos en este nuevo libro suyo denominado  “Espacios de la memoria. Lugares y paisajes de la cultura uruguaya”, que tengo el honor hoy de presentar.   

 

“Espacios de la memoria. Lugares y paisajes de la cultura uruguaya”, un título que nos recuerda la novedosa y a la vez entrañable geopoética que  Fernando Aínsa, desde hace varios años, viene trazando y diseñando sobre el mapa de América toda y que, en este libro, se concreta, se aplica en particular sobre nuestro país.

 

Estamos, pues, ante una verdadera geopoética del Uruguay, es decir, ante un  estudio de la representación literaria y simbólica de nuestro país y de un lugar paradigmático, la ciudad de Montevideo;  estamos también ante un inédito abordaje que sirve de excusa para recorrer la literatura uruguaya del siglo pasado a través de todos los géneros, a través de decenas de autores, e incluso de otras expresiones del arte,  deteniendo la mirada en toda aquella creación que ha servido para autorretratarnos, en toda aquella creación que nos ha formado como país y como cultura. Una mirada en definitiva al arte que nos identifica.

 

Seis ensayos componen este libro que en conjunto configuran un encuentro entre el espacio exterior, aquel que ha forjado y nos brinda nuestra cultura,  y el espacio íntimo, el espacio concientizado que emerge de nuestros recuerdos, el “espacio vivido”, como lo llama  Gaston Bachelard.  Dos espacios complementarios que sitúan a esta obra en el campo del ensayo y a la vez en el del testimonio,  un cruce inteligente, profundo y ameno donde se funde el entorno cultural, el contexto asimilado a lo largo de décadas de observación y reflexión, y lo experimentado por el autor como protagonista de un tiempo y de una generación.

 

La construcción del espacio capitalino en nuestra literatura comienza con la obligada mención del libro Montevideo o la Nueva Troya , de Alejandro Dumas, obra de alguien que nunca conoció esta ciudad, que tan solo procuró ilustrar y ensalzar al gobierno de la Defensa , allá por mediados del siglo XIX, y que para lo cual se vio necesitado de inventar Montevideo, de inventarlo en todo el sentido de la palabra. Más allá del valor de la obra de Dumas allí podemos encontrar, sin embargo, una frase definitoria, un magnífico punto de partida para los intereses de este libro. “Montevideo no es solo una ciudad, es un símbolo”, dice Dumas. Y dice el autor en este libro, un símbolo que paulatinamente se irá cargando de contenido, enriqueciéndose en su singularidad.

 

En efecto, en los dos ensayos que Aínsa dedica a este tema, Montevideo aparece atravesado literariamente por los más diversos puntos de vista. Está el Montevideo que fue, centro del país satisfecho de tiempos ya idos cuando se proclamaba a voz en viento que “como el Uruguay no hay”, y están también las ruinas de aquel Montevideo, la ruinificación de Montevideo, como se afirma en este libro.

 

Está el Montevideo visto por los viajeros y el que deslumbra generosamente al emigrante, el Montevideo que desborda al  que llega del interior de nuestro país y el Montevideo nostalgiado desde el exilio.

 

Está el Montevideo sacudido por palpitaciones de encuentros y desencuentros: el  tontovideo” de Julio Herrera y Reissig, la mirada despectiva del que idealiza a París y nunca lo conoció, y el Montevideo de Juan Zorrilla de San Martín que sí fue a París y volvió para decirnos: “Quiero mirar a mi Montevideo antes de que este yo transitorio que acaba de regresar al país, desaparezca sustituido por el yo permanente que ya siento salir del fondo de mi ser” y tras recorrer las principales avenidas concluye Zorrilla: “No hay la menor duda: esto es hermoso, de lo más hermoso, aún para quien viene de París”. (Ver “Montevideo, después de ver París”, en Boulevard Sarandí, Milton Schinca, ed.)

 

Está el Montevideo que nos enseñaron a conocer los vanguardistas, el que nos precedió el peruano Juan Parra del Riego con su canto a la máquina y al deporte, y el que con osadía nos mostraron Alfredo Mario Ferreiro y Juvenal Ortiz Saralegui en su “canto de los rascacielos”. Un Montevideo depositario de sueños, ilusiones y perspectivas inacabadas.

 

Está el Montevideo del centro de la ciudad, “la hermosa fachada de la trastienda empobrecida”, y está la trastienda empobrecida, el otro Montevideo, el de la periferia que eclosiona en Las orillas del mundo, de Andersen Banchero, hasta volvérsenos un espacio cotidiano.

 

Está el pasado arcádico de las casas – quintas y de las sagas familiares de María Monserrat y el Montevideo de la decadencia, escenificado por Onetti, por Martínez Moreno, por José Pedro Díaz en “Partes de un naufragio” o por Mario Benedetti en sus “Montevideanos”.

 

Está el Montevideo alegórico que emerge de las novelas de Silvia Larrañaga y el Montevideo para morir, como confiesa Jorge Arbeleche siguiendo el rumbo de los versos de Vallejo: “Me moriré en Montevideo una siesta de enero, calurosa, cuando el sol se pone a jugar con las cometas del aire del Buceo.” Como sentencia el autor de este texto “Montevideo, ciudad palimpsesto, con estratos múltiples donde el tiempo y el espacio establecen pasadizos y diálogos cambiantes”.

 

Bastaría el solo trazado de este ambicioso canon literario sobre nuestra ciudad capital,  canon generoso, de intención totalizante,  para ponderar con creces esta obra de Fernando Aínsa. Sin embargo, es necesario ir más allá. El libro, este libro, adquiere plena unidad cuando comprendemos que todos sus ensayos dialogan y se interpelan entre sí de tal modo que cada uno se completa con los demás. Cuando comprendemos que una vez diseñados, delimitados y reconstruidos espacios simbólicos como el de Montevideo, resulta necesario imbricarlos en el contexto que los hizo posible, en el imaginario social que los forjó.

 

Por eso, en los últimos dos trabajos de este libro, se amplía la mirada al país entero y a dos espacios temporales, a dos tramos de la historia y el pensamiento que moldearon nuestra identidad y nuestra vida diaria.

 

En primer lugar, los años treinta, los que marcan el principio del fin de “un país culturalmente abierto al mundo que hasta ese momento había vivido con orgulloso optimismo su carácter excepcional” con respecto al resto de América, el Uruguay del fin del Estado benefactor batllista que desembocará en el golpe de estado de Gabriel Terra, momento clave en nuestra historia cuando, de acuerdo con Aínsa, “se detiene la expansión y se anuncian los primeros signos de involución y deterioro”, una era de “cuestionamiento a certezas adquiridas”, el arranque de la lenta agonía del “período feliz”.

   

Se asiste a los fastos del Centenario, a la galería de monumentos y edificios que subrayan la conmemoración, al Montevideo empeñado en ser un “lujoso biombo para ocultar al resto del Uruguay”. Es el momento de la ilusión y el comienzo del desengaño,  del cultivo de la apariencia y del desmentido de la inapelable realidad: “Sobre la ciudad extendida en forma desordenada”, acota el autor de manera contundente, “sobrevuela esa sensación de resaca de una fiesta que terminó mal, tras tanto derroche y desperdicio, cuando tenía casi todo para haber sido realmente lo que soñó ser.”

 

Es la oportunidad también para revisitar a la generación del Centenario en una mirada vindicatoria que intenta poner en tela de juicio la “lapidaria condena” que sobre esa generación pesa a partir de los críticos del 45 y advertir la variada polifonía que a partir de ese momento se instaura en el imaginario nacional.

 

Pero el mayor desafío está presente hacia el final del libro y lo constituyen los años sesenta, aquellos años tan fascinantes como terribles, tan cercanos como polémicos, años que al autor le exigen la difícil tarea de “ser historiador de su tiempo”. “Curiosa experiencia”, escribe Fernando Aínsa, “tratar de investigar los propios recuerdos, de objetivar la subjetividad”. “Para realizar este trabajo”, nos cuenta no sin emoción,  “me sumergí en mi hemeroteca personal situada en una casa de campo perdida en la provincia de Teruel, la más despoblada, pobre y árida de España. Colecciones de distintos semanarios, números sueltos de Marcha, recortes periodísticos, revistas, olvidados folletos y libros de tapas amarillentas, amontonados en esa casa del pueblo de Oliete, fueron releídos una vez más en el silencio y la soledad”.

 

Sin dudar se sitúa el autor entre los más jóvenes escritores de aquellos años, los llamados “nuevos” para Emir Rodríguez Monegal o los “legatarios de una demolición”, según Carlos Real de Azúa, los que preferían llamarse a sí mismos “generación de los sesenta” aunque Ángel Rama insistiera en tildarlos solo como una promoción, aquellos jóvenes a los que caracteriza “munidos de un sólido bagaje intelectual, formados en la mejor tradición europea y norteamericana” a los que les tocó descubrir a un mismo tiempo “la eclosión de la literatura latinoamericana” y los, a esa altura, claros  “indicios del deterioro del sistema en el que habían crecido”. Jóvenes que vivían, no sin conflictos, no sin tensiones, una amplia apertura en el plano de lo artístico pero que a la vez, como intelectuales comprometidos con su tiempo, optaban por cambios que creían inexorables a escala de un Tercer Mundo con el que se identificaban conceptualmente. Y se subraya esa voluntad binaria, esa decisión dual como el signo que los rige y los sitúa a medio camino entre un Uruguay estable y autosatisfecho que ya dejaba de ser y una crisis que día a día se volvía más evidente; a medio camino entre el experimentalismo literario y lo que Aínsa prefiere llamar “maximalismo voluntarista” y principismo político.

 

Pero no se trata de hablar solo de los más jóvenes de aquel entonces. Existe en el libro la conciencia de que en ese espacio de tiempo se coexistía con la generación anterior, con los maestros del 45, y que aún sobrevivían algunos nobles y queridos representantes de la generación del Centenario. Es ese complejo conjunto el que se enfrenta a un contexto inédito, de riquísimos matices y del que aún somos deudores; a cada uno de ellos le corresponderá avizorar el tiempo infame que se aproximaba, a cada uno de ellos les competerá ser “testigos de la violencia y de la ternura”, como muy bien apunta el libro en uno de sus subtítulos.

 

Quizá haya que remontarse a la publicación de Nuevas  fronteras de la narrativa uruguaya (1960 – 1993) libro que también diera a conocer editorial Trilce, para fijar el antecedente más inmediato de esta larga labor que se plasma hoy, con valor de abigarrada síntesis, en este nueva propuesta de Fernando Aínsa.

 

En fin, se podría continuar aún añadiendo más argumentos. Por ejemplo, se podría decir que se inaugura aquí también el estudio de la narrativa fluvial uruguaya, de la narrativa sobre nuestros ríos, otro abordaje singular, que rompe la ya trillada hasta el cansancio dicotomía entre campo y ciudad. Se podría citar más facetas, más autores y más elementos contextuales que rodean y justifican los espacios de este país celebrados por el arte y la literatura. Sobran las razones. Creo, sin embargo, que lo más útil es pasar ya directamente a apreciar este libro, “Espacios de la memoria. Lugares y paisajes de la cultura uruguaya”, al que considero desde ya una magnífica e imprescindible contribución a la historia de nuestra cultura y de nuestra identidad.

Lic. Alfredo Alzugarat

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