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Dora Maar, la fotógrafa y la amante
Alfredo Alzugarat 
alvemasu@adinet.com.uy

 

La figura gigantesca y carismática de Picasso, que devora cuanto lo rodea, ha dejado en la sombra a cada una de sus mujeres. Una de ellas, Dora Maar, ignorada en otros aspectos, llegó a trascender tan solo como “la amante” y la modelo de numerosos cuadros del gran pintor malagueño, al principio retratada en el esplendor de su belleza y luego como un ser torturado por sus demonios interiores. “La mujer que llora” la bautizó alguna vez Picasso y el mote quedó para siempre. Un crítico fue más lejos aún y afirmó que en realidad Dora Maar no era más que “una larga y olvidada nota a pie de página” en la vida del artista. A su muerte en 1997, a los noventa años de edad, solo unos pocos especialistas la recordaban como una mujer de gran talento, una persona comprometida políticamente y, sobre todo, una fotógrafa de excelsa calidad, cuyas obras fueron admiradas y publicadas en las mejores revistas, libros y catálogos surrealistas.

Un afán vindicatorio anunciado desde el título, de rescate de la artista y la mujer, ha guiado ala española Victoria Combalía en esta magnífica biografía, Dora Maar. Más allá de Picasso, fruto de veinte años de estudio de la vida y la compleja personalidad de su protagonista, incluido cuatro años de innumerables comunicaciones telefónicas con la propia Dora Maar, un detenido estudio de sus archivos y una activa participación en la subasta pública de su obra. La mirada reflexiva de la biógrafa no se limita a contar y subrayar hechos sino que todo el tiempo especula y brinda explicaciones sobre las actitudes desconcertantes o los detalles 

íntimos de su personaje. Historiadora del arte, estudiosa de las trayectorias de Picasso y Miró, Combalía ha jugado un rol fundamental no solo en la recuperación del legado histórico y artístico de Dora Maar sino también al reivindicarla valía de su propia persona, la gran mujer que supo ser.

NIÑEZ EN BUENOS AIRES. Dora Markovitch, que después abreviará su nombre en Dora Maar, nació en París en 1907. Su padre, arquitecto de origen croata, diseñó el Pabellón Nacional de Bosnia Herzegovina en la Exposición Universal de París y luego cruzó el Atlántico e hizo fortuna en Buenos Aires. Fue allí donde conoció al armador Nicolas Mihanovich, entonces propietario de una importante empresa naviera que atravesaba las aguas del Río de la Plata. Por encargo de Mihanovich, que intentaba atraer turismo a la ciudad de Colonia, en Uruguay, Markovitch construyó en esa población el hotel Real de San Carlos y posteriormente la plaza de toros que también ostenta ese nombre, abandonada desde su clausura en 1912. Se conserva alguna foto de Dora, a los tres años, en la playa de Colonia, junto a su padre. Buenos Aires, en cambio, nunca gozó del beneplácito de Dora. Le parecía una ciudad llena de gente pretensiosa, hipócrita, incapaz de comprender el arte, que solo recordaba a los ancestros de la alta sociedad mientras ignoraba a los otros, los humildes emigrantes que vendían maníes. Coincidía con la opinión de Marcel Duchamp en 1918: “Buenos Aires no existe, es sólo una gran ciudad de provincia llena de gente muy rica de muy poco gusto, que compran todo en Europa…” A Dora, sobre todo, le horroriza el machismo y el aislamiento entre los sexos. Tiene como marco de referencia a París, donde viaja con frecuencia. Allí hace sus estudios y conoce a la que será su amiga del alma, Jacqueline Lamba, que andando el tiempo será mujer de André Bretón. En 1923 ambas se encuentran en la Union Centrale des Arts Décoratifs.

Picasso con Dora Maar

LA FOTÓGRAFA DE UBÚ REY. Hacia1930 la fotografía era una moda que atraía a un gran número de mujeres. La estética imperante, la llamada Nueva Visión, privilegiaba  perspectivas oblicuas, vistas áreas, exagerados primeros planos, fotografías nocturnas. Dora Maar empleó algunas de esas técnicas en el retrato crudo y solidario de los pobres y los marginados, un mundo angustiante que provoca esa extraña inquietud presente desde el comienzo de su obra. Su mirada parece “descubrir” y eternizar a los desposeídos en su cotidiana miseria, tal como otrora los presentara Baudelaire en su prosa “Los ojos de los pobres”. Por su lente desfilan mendigos ciegos y cantores, la efímera sonrisa de una trapera, madres con niños, tullidos, vagabundos, desocupados. Es posible afirmar que si esos seres marginales son un símbolo de la propia marginación del artista, también representan un sólido camino hacia el compromiso social. Dora Maar no los muestra como curiosidades o extravagancias obscenas. Muy al contrario, se solidariza con ellos al exhibir las condiciones de su infelicidad. El impacto que produce en sus fotografías el choque de belleza y miseria recuerda las película de Charles Chaplin y la acerca paulatinamente al surrealismo. Detrás de sus fotografiados está la artista que ha preferido situarse en la orilla de la sociedad para buscar su originalidad y la joven de origen pudiente que ha desembocado en la militancia de izquierda.

Por ese camino llegará hasta el Groupe Octobre, grupo teatral fundado por Jacques Prévert en 1932, caracterizado por su fe en la bohemia, la libertad sexual y la revolución social.

Síntesis de su conexión con ese grupo y de su amistad con Jean Renoir es su labor como fotógrafa de escenas en “El crimen del señor Lange” (1935), film que narra la experiencia de autogestión de los empleados de una imprenta. Es la época del Frente Popular. Pronto comenzará la guerra española.

Tras un breve amorío con el guionista Louis Chavance, en 1933, Dora Maar conoció a Georges Bataille, un bibliotecario autor de ensayos eróticos que solía poner a prueba sus pensamientos en orgías y cabarets. Lector del marqués de Sade, Batailles había alcanzado notoriedad en 1928 con su novela “Historia del ojo”, donde el ojo arrancado a un sacerdote era introducido en el sexo de una de las protagonistas. El “realismo sucio” que surgía de las inclinaciones sadomasoquistas de Bataille parece anunciar algunos temas que posteriormente comienza a desarrollar Dora Maar en sus fotografías: el humor negro y la mezcla de lo bajo y lo elevado, lo trivial y lo romántico, lo sagrado y lo pecaminoso.

Bataille expandía la trasgresión a todos los órdenes de la vida, incluso a la política. Coincidió con Dora Maar en una reunión de Masses, un grupo de efímera existencia que intentaba difundir las ideas de Rosa Luxemburgo. Dora lo seguirá en 1935 cuando Bataille, junto a André Bretón, funde el grupo surrealista Contre-Attaque. Los manifiestos de este grupo, tan anticapitalista como antinacionalista, proclamaba como meta “la intratable dictadura del pueblo armado” que a través de “la violencia imperativa” ejercería “una autoridad despiadada”.

Instalada en el corazón del movimiento surrealista, Dora Maar conoce a Man Ray, Raoul Ubac, André Masson, Brassaï y otros artistas de esa estirpe, en tanto busca en su experiencia vital la posibilidad de un perfil propio. Un cuidado montaje caracteriza las fotografías de Dora Maar. “Onírico”, “Desnudo y candelabro”, “Juegos prohibidos”, obras todas de 1935, insisten en interiores sombríos y monumentales donde hay niños que observan, indiferentes o desconcertados, extraños rituales en torno a posturas o imágenes eróticas. La fascinación por lo grotesco y lo monstruoso está presente en “29 rued’Astorg” que fusiona una mujer gorda con una fálica cabeza de pájaro, y sobre todo en “Retrato de Ubú”, donde el célebre personaje de Alfred Jarry es representado por el feto de un armadillo. “Objeto encontrado interpretado” definió André Bretón a este último, cuando organizó la Exposición Surrealista de Objetos de 1936. Ese mismo año, en la primera muestra surrealista en Inglaterra, de la que también participaron Salvador Dalí, Joan Miró y ManRay, “Ubú” lució junto a “El elefante Célebes”, la más famosa pintura de Max Ernst.

Guernica

PICASSO Y EL GUERNICA. Varias versiones cuentan que todo comenzó en el café Les Deux Magots en 1936. Presentados ambos por Paul Eluard, ella se quitó lentamente los guantes y, mientras hablaba, lanzaba sobre la mesa una navajita entre sus dedos separados. A veces erraba y se lastimaba. Picasso quedó fascinado ante lo que entendió una señal de seducción, de invitación al peligro o a juegos sadomasoquistas. Desde ese momento la belleza de la joven lo deslumbró. A Man Ray, que la había retratado, le rogó que le regalara una copia.

Ya entonces, junto a Matisse, Picasso era considerado el pintor más importante del siglo. Su fama había atravesado el océano y abierto las puertas del Museo Moderno de Nueva York. En su vida privada todavía estaba legalmente casado con Olga Koklova, la ex bailarina de los ballets rusos, y en fecha reciente, de su amante Marie-Thérese Walter, había nacido su hija Maya. Pero eran mujeres que habían llegado hasta él sin conocer su genio. Ahora Dora Maar traía a su vida la aventura juvenil pero también el intercambio intelectual y el compromiso político, algo que en Picasso apenas se estaba esbozando cuando en España estalló la guerra.

“Retrato de la marquesa de culo cristiano echándoles un duro a los soldados moros defensores de la Virgen”, un pequeño y virulento cuadro poco conocido, era el único antecedente con que contaba Picasso, hacia 1937, de su adhesión a la República y su repudio al franquismo. Ese año se decidió celebrar en París una Exposición Internacional que diera cuenta del salvajismo de la guerra y de la defensa de España por artistas contemporáneos. A Picasso, concretamente, le encargaron un mural, pero los meses pasaban sin que ninguna idea le permitiera concretarlo. Hasta que lo conmocionó la noticia del bombardeo del pequeño poblado vasco de Guernica perpetrado por la Lutwaffeen apoyo a Franco. En menos de dos meses el dolor y la pesadilla tomaron una forma definida y fatal. Son numerosos los testigos que aseguran que Dora Maar estuvo en el origen de esta toma de posición por parte de Picasso. Tal vez se halle una señal de esa verdad en la decisión de Dora de fotografiar minuciosamente al mural, al artista pintándolo y al proceso de creación en definitiva, guardando para la posteridad un documento invalorable. Las fotografías la convierten en testigo privilegiado de una obra tan mítica como simbólica. En el mural se ha reconocido a Dora Maar en la mujer que tira la cabeza hacia atrás mientras sostiene un niño en sus brazos.

Dora Maar con gato (Dora Maar au chat), de Pablo Picasso Realizado en 1941.
Óleo sobre lienzo. 129,5 x 97 cm

EL CENTRO DEL UNIVERSO. Picasso representó a Dora Maar innumerables veces, como mujer pájaro, como mujer con “efecto de sombrero”, simultaneada de frente y de perfil, atravesada por finas líneas como si su cuerpo fuera una malla. Pero quizá la obra más representativa de la relación entre ambos es “Dora y el minotauro”, donde un cuerpo masculino con lomo y cabeza de toro se abalanza sobre la mujer desnuda, sensual y expectante. La pintura es un signo del amor fouo del alegre “pansexualismo” que unía a los surrealistas, un amor lúdico, tan exteriorizado como inestable. También es una fiel muestra de cómo Picasso vivía ese amor. Sabía que podía exigir la mayor sumisión en el amor ciego, incondicional, apasionado, que le rendía Dora. Distinto era cómo lo vivía ella. Según su biógrafa, el vínculo amoroso muestra en Dora, desde el comienzo, su lado trágico y sufriente. Era como la adoración a un ser superior siempre insatisfecho, de una soberbia ilimitada. Victoria Combalía, en su rol vindicatorio, no duda en enjuiciar severamente el egoísmo y la promiscuidad del pintor malagueño.

Fue Picasso el que le recomendó abandonar la fotografía por la pintura. Dora realizó una serie de retratos femeninos y retrató a Picasso en cuatro ocasiones. La influencia del español era tal que ella llegó a copiar obras suyas, incluso retratos de sí misma, como “Mujer llorando”. Si bien trató de aprehender la estética de Picasso y hacer suyo un estilo de cubismo sintético entonces en boga, la pintura, en Dora Maar, fue un camino incierto en el que jamás llegó a plasmar una mirada personal como sí había obtenido con la fotografía. No obstante, se le atribuye puntos en común con las primeras obras de Arshile Gorky y De Kooning.

La segunda guerra mundial, con la ocupación alemana de París, obligará a la pareja a refugiarse en Royan donde viven sus primeras crisis. En 1940, en “Mujer peinándose”, Picasso pinta a Dora con hocico de perro, senos dislocados, vientre abultado y nalgas caídas. Dos años más tarde interviene un retrato de Dora realizado por Jean Cocteau y lo transforma hasta volverlo irreconocible. En 1943 Picasso conoce a su siguiente amante, Françoise Gilot, y Dora Maar enferma. La experiencia angustiante de la guerra y la pérdida de los padres se sumarán al trauma que le ocasiona ser abandonada. Su autoestima se derrumba. Si antes había dicho que estar con Picasso era “como vivir en el centro del universo”, bastará un tiempo más para que afirme que “después de Picasso, solo hay Dios”, una frase que se hará famosa.

DORA PRO NOBIS. La locura comenzó a acechar a Dora Maar. Por lo menos dos veces la hallaron desnuda, sentada en las escaleras del edificio donde vivía. Ese y otros actos psicóticos condujeron a que en 1945 Picasso y Paul Eluard la internaran en la clínica Maison de Santé de Saint Mandé, donde contó con la atención de un joven psiquiatra, Jacques Lacan. Mientras Eluard acusa a Picasso de los sufrimientos de Dora y Picasso a los surrealistas, se atribuye a Lacan, por entonces médico de cabecera de todos ellos, la aplicación en la fotógrafa de una serie de electrochoques de resultado incierto.

No obstante, fue junto a Lacan que empezó a mejorar. El célebre psiquiatra es el que parece también haber alentado a Dora Maar al camino religioso. En 1952 conoció una figura decisiva para el resto de sus días, el abad Dom Jean de Monleón, sacerdote de ideas conservadoras, enemigo del Concilio Vaticano II. Afirma entonces Combalía que el amor a Picasso, a quien Dora Maar nunca pudo olvidar, se habría trasladado a Dios. En 1957 tuvo la cándida idea de pretender “convertir” a Picasso, entonces un emblema internacional del comunismo, al catolicismo practicante. “La amistad que la ha unido a Picasso la obliga a ocuparse usted, si no lo hace nadie más, de la salvación de su alma”, le escribe Monleón, estimulándola a concretar la empresa. Al parecer, Dora Maar se conformó con pedir que las monjas rezaran por el alma de Picasso. En todo caso, el sendero al misticismo quedaba abierto. Unos años después, intentó ingresar a la orden benedictina.

Paralelamente, sin embargo, alternó distintos salones parisinos como el de la mecenas Marie-Laure de Noailles, el de un nieto de Víctor Hugo, Jean Hugo, el de Carmen Baron y varios más. Todavía estaba abierta a trabar relaciones mundanas. Así conoció a Tristán Tzara, Henri Michaux, Giacometti, Jean Paul Sartre, a Alice Toklas, la amante de Gertrude Stein, y a la poeta uruguaya Susana Soca. El matrimonio argentino Anchorena, de paso por París, trajo a su memoria los años de niñez en Buenos Aires y en Colonia, junto a su padre. Fueron los últimos chispazos que podían vincularla al pasado.

Sin nunca abandonar totalmente la fotografía y la pintura, Dora Maar fue recluyéndose cada vez más. Vivía sola, orando, en un pequeño cuarto que se parecía más a la celda de un anacoreta que a un dormitorio. A pesar de que vivía en extrema pobreza, cuando en 1998 y 1999 se subastaron sus bienes, se descubrió que poseía la fortuna de 130 Picassos que le hubieran valido unos 200 millones de francos. Pero jamás se hubiera deshecho de ellos. La retrospectiva de su obra, realizada en 2001 y 2002, dejó al fin al descubierto los múltiples rostros de Dora Maar, la fortaleza de su temple y lo extraordinario de su obra artística.

Alfredo Alzugarat
alvemasu@adinet.com.uy

Publicado, originalmente, en El País Cultural

Autorizado por el autor

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