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A la búsqueda del rey Arturo
Alfredo Alzugarat
alvemasu@adinet.com.uy

La carpa del circo era tan inmensa que siempre me preguntaba como habían hecho para levantarla. Parecía cubrir el mundo y no alcanzaban los ojos para abarcarla toda.

Aquel mediodía observé los banderines encarnados que flameaban en lo alto, pasé junto a los elefantes del portal que aguardaban la función de la noche paseándose una pelota de trompa a trompa, y me dirigí hacia el rinconcito de Merlín. Le pregunté a boca de jarro qué tiempo haría y si vendría mucha gente. Tomó su largo catalejo verde y por  un agujero de la lona apuntó hacia el horizonte. Lo

amplió y ,lo disminuyó varias veces y el resultado de sus observaciones lo fue registrado en una bandeja de plata donde habían noventa y cinco bolitas de vidrio. Al fin movió dubitativamente la cabeza.

"Hoy no es tiempo de circo", me dijo. "Hoy es Carnaval. Arturo podrá comer carne y Ginebra encontrarse con Lanzarote."

Cuando di vuelta en torno mío pensando en la profecía, los vi llegar. Venían danzando al compás de bombos y redoblantes, daban volteretas en el aire y lanzaban serpentinas luciendo anchos bombachos a colores y sombreros puntiagudos adornados de plumas. Las gradas se colmaron de público y el bullicio fue impresionante. Todo fue tan repentino que hubo que improvisar un repertorio. Pronto se armó un tablado y colocaron sobre él letreros gigantescos de café El Chaná, floreros con glicinas y cisnes que levantaban vuelto entre una explosión de estrellas zigzagueantes. La troupe de murguistas subió hasta allí y el couplé continuó ante el delirio de la multitud.

No sé cuanto tiempo transcurrió. Otro día apareció Merlín  y me anunció que había llegado el tiempo de Semana Santa porque había visto a Sir Galahad marchar en procesión portando ramas de palmas y olivos. A galope tendido llegó hasta nosotros un gaucho de chambergo cruzado y tercerola a la espalda. Nos anunció que detrás venían otros dos con una tropilla de cien potros indomables. Aparecieron entonces voluntarios desde todos los rincones del país, prestos a jinetearlos hora tras hora. Conocí a Martín Fierro, a Juan Moreira, a Santos Leiva, a Martín Aquino y a Santos Vega. Desde el Far West llegó un vaquero llamado Rit Randger que se decía sobrino nieto del legendario Gene Austry. Montaba un garañón de pelo cobrizo y usaba pañuelo al cuello y chaleco de cuero con botas y espuelas doradas. Tuvimos oportunidad de intimar con él y por primera vez oímos hablar del Cañón del Colorado, de las largas caravanas en viaje hacia el Oeste y de las señales de humo llamando al gran Manitu.

Hasta que Merlín perdió su catalejo y esbozó con resignación que todo el tiempo había pasado y que vagábamos en la nada. "¿Qué haremos ahora?, le pregunté entonces. "Procúrate una pandilla de buenos amigos y  vete en busca de Arturo", me contestó. "Pero ¿cómo puede un niño como yo saber dónde se halla el rey Arturo?", interrogué desconcertado. Me miró con sus ojos asombrados y se fue sin decir nada. Aunque corrí tras él no pude alcanzarlo. Cuando llegué hasta su rincón de augur supe que el catalejo y las noventa y cinco bolitas de vidrio habían desaparecido la noche anterior.

Llamé por los altavoces a Rit Randger y juntos nos retiramos a comer carne de búfalo a orillas del Missourí. Le pregunté como hallar al rey Arturo y me dijo que no tenía ni la más pálida idea,. Le manifesté entonces mis deseos de reorganizar el circo y echar a andar por los caminos del mundo. Me contestó que era muy bueno ser el dueño del circo, aunque creía que en estos tiempos era más seguro dedicarse a la televisión. Me presentó a Yassin, un  muchacho tan alto que parecía andar sobre zancos, un negrito que bailaba samba llamado Pelé y un muchachuelo rubicundo, muy blanco de piel y que se parecía mucho a mí. Se llamaba Alfredo y sabía leer. Juntos, todos , formamos la pandilla. Rit Randger era nuestro líder.

Filmamos ciento dos episodios de una serie televisiva donde Rit se convertía en un justiciero sin parangón. Se enfrentaba a cualquier otro héroe del Oeste y le demostraba su superioridad: desenmascaró al Llanero Solitario, mató más búfalos que Búffalo Bill y le cortó una oreja a John Wayne, la cual se encuentra todavía en exhibición en su rancho de Keyton Creek. Era un vaquero muy singular: tenía mujer e hijos, era amigo de los indios y amaestraba  coyotes. Un día se cansó del Oeste y se marchó en safari por la jungla africana. Pensamos en atrapar animales para el circo pero él se rehusó. Quería ser un gran cazador. El motivo dio para filmar veintisiete episodios más pero al público, cada vez más numeroso y exigente, ya no le satisfacían las estampidas de rinocerontes unicornios ni los pantanos con cabezas de hipopótamos y cocodrilos de boca abierta.

Llegó entonces el momento de la despedida. Muy emocionado, Rit Randger saludó a cada uno de nosotros: le dio un abrazo a Yassin, otro a Pelé, otro a Alfredo y cuando llegó hasta mí ya no pudo contenerse. Las lágrimas nos desbordaron a ambos. Me dijo que volvía a los valles de Nebraska, a la lejana tierra de cactus gigantes y apaches mezcaleros. Yo le respondí que no lo olvidaría y que estaba seguro de volver a hallarlo en cuanto escribiera mi primera novela.

El día que Rit se fue, bandadas de colibríes emigraron hacia el norte lejano y a la noche la luna se enredó en un halo de nubes con relumbrón de cobre viejo. Llovió luego, y siguió haciéndolo sin parar durante más de una semana. Mi padre me mostraba fotografías de los diarios con hombres atravesando calles inundadas con los pantalones arremangados hasta las rodillas y llevando un niño en brazos, balsas de troncos arrastradas por los torrentes donde convivían gallinas, cerdos y arañas de largas patas, matas de camalotes penetrando por las ventanas de los dormitorios y un señor de larga barba blanca inaugurando las inundaciones del 59. Me acordé entonces de Merlín y supe que todo lo que estaba sucediendo era porque nos habíamos olvidado de ir a la búsqueda del Rey Arturo. Y me sentí triste, por Rit Randger que nos había abandonado, por Merlín y por Arturo.

Cuando escampó me reencontré con Yassin, Pelé y Alfredo, el que sabía leer. Decidimos quedarnos bajo la carpa del circo: era tan grande que ni cuenta nos daríamos si la lluvia seguía o salía el sol. Conversamos de proyectos futuros, de aventuras maravillosas y de bueyes perdidos. Compartimos una pipa de la paz, obsequio de Rit Randger el cual a su vez la había recibido de manos del gran jefe Toro Sentado. Después de varios días de deliberaciones fundamos el Yapeyú Hoip-Hip-Ra Football Club y vimos que era la tabla de salvación para nuestro circo. Competimos en un campeonato con doscientos tres partidos a jugar. Ante las tribunas repletas, atravesadas de lado a lado por gigantescas banderas, recorrimos los cinco continentes ganando laureles y encumbrándonos de gloria. Como éramos un circo, teníamos un golero que atajaba más allá del travesaño (Yassin), un puntero brasileño a quien jamás nadie pudo quitarle una pelota (Pelé) y el mejor mediocampista del mundo (Alfredo).

Transcurrieron tres años. Nuestro éxito no tenía precedentes en parte alguna del planeta. El sabor de la fama nos encegueció y el rey Arturo continuó sin aparecer. Era evidente que todo aquello no podía durar mucho más.  En la mañana de un día feriado fue avistado un submarino y al día siguiente nos invadieron los alemanes.

Nos enteramos por los altoparlantes del circo que desesperadamente comunicaban la noticia a todo el territorio. Llevaban sváticas atravesadas en el pecho, en la frente y en los brazos. Habían hecho una brecha en las murallas del puerto y avanzaban por una extensa faja costera incendiando y destruyendo cuanto hallanban a su paso. Se decía que le cortaban el pelo  a los hombres y mujeres que capturaban y que se comían los niños crudos. Finalmente, nuestros ejércitos lograron contenerlos en los alrededores de la laguna del Parque Rodó. Las aguas se tiñeron de sangre. Hubo que librar cinco días de feroz batallar para expulsarlos de la isla del centro de la laguna. A partir de allí, ante la enconada resistencia, sus fuerzas menguaron visiblemente. Sus batallones quedaron sin comunicación y dos días después se los rechazaba hasta el mar por donde huyeron en grandes barcazas, con un cuchillo apretado entre los dientes y jurando venganza.

La victoria fue festejada en todo el país. Desfilamos marcando el paso por decenas de avenidas, entre un tremolar de banderas y salvas de cañones. Delante iba el tamborcillo sardo afincando el ritmo de la marcha, luego el pequeño vigía lombardo y detrás cada uno de nosotros, muy  ufanos, llevando en alto las armas ganadas al enemigo. El público vivaba incansablemente desde las veredas y desde los techos y balcones. Hermosas muchachas arrojaban flores a nuestro paso.

Cuando terminó el desfile me acerqué a un general que estaba parado como un poste, con el sable en alto, al frente de una columna de soldados. Sigilosamente le pregunté si tenía noticias del rey Arturo pero me contestó que no tenía información de ningún alemán con ese nombre. Corrí entonces hasta un cuartel donde había un coronel de largos mostachos y monóculo gris: por su enamorada, la farolera, me enteré que se sabía fehacientemente que el rey Arturo había sido tomado como rehén y llevado en las barcazas. Me sentí desfallecer mientras buscaba con mis ojos el horizonte de azul bruñido donde solo planeaban unas gaviotas.

Fue por esos días que surgieron otros circos. Llegó uno muy grande de Moscú y nació el Club del Clan. El público disminuyó estrepitosamente y no sabíamos que hacer frente a la competencia. No era Carnaval ni Semana Santa, nuestras instalaciones cinematográficas habían sido destruidas por una bomba de precisión  arrojada por los alemanes y el Yapeyú Hip-Hip Ra iba último en la tabla. A nadie le interesaba nuestras pobres atracciones de payasos, malabaristas y  oso que bailaban haciendo adiós.

Nunca olvidaré la trágica mañana del domingo en que un fortísimo huracán se llevó la carpa por el aire como un inmenso globo surcado de banderitas encarnadas. Entonces los elefantes huyeron y Yassin, Pelé y Alfredo desaparecieron tras ellos. Avancé dos pasos y llamé con toda la fuerza de mi voz al rey Arturo. Pero ya era tarde. Solo el eco me respondió.

Comprendí entonces que no había nada. Que todo el tiempo había pasado y que me encontraba en un vacío de silencios sin salida y de preguntas sin respuestas. Supe por primera vez que estaba solo y que seguiría así, solo como siempre lo había estado.

 

Alfredo Alzugarat
alvemasu@adinet.com.uy

 

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