El vuelo
De: Estrellas de cine y otros cuentos
Guillermo Álvarez Castro

Si mal no recuerdo, fue la primera y última vez que mi padre me llevó a cazar con él. No porque yo me hubiera portado particularmente mal o cometido errores imperdonables, simplemente porque él, después de ese día, dejó de hacerlo. Dudo que su decisión haya tenido que ver con los penosos acontecimientos de aquella jornada sino más bien porque ese tipo de cosas formaba parte de su carácter: así como se entusiasmaba con algo y no cejaba hasta conseguirlo, un día resolvía abandonarlo para siempre. Cuando él y sus amigos tuvieron la idea de salir periódicamente a cazar patos, compraron las mejores escopetas que encontraron, construyeron el tinglado en la laguna y fijaron, de común acuerdo, un mínimo de una salida cada quince días, cosa que cumplieron rigurosamente durante más de un año. Después los otros siguieron yendo. Pero mi padre no.

La noche de la víspera me dijo que iríamos los dos solos, que aquella era una salida de hombres, y me explicó que cazar requiere de paciencia y de silencio, que pueden pasar horas sin que uno vea una sola presa y me preguntó si me había quedado claro. Respondí automáticamente que sí a todo lo que me dijo. Sabía que del resultado de esta primera salida dependerían las futuras y no estaba dispuesto a dejar pasar esa oportunidad.

Poco rato antes lo había acompañado al galpón a colocar las armas en los soportes de la cabina de la flamante Ford F-100. Para entonces ya me había advertido que no me permitiría dispararle a los patos ni a ninguna otra cosa, pero llevó una escopeta calibre 28 de un solo tiro, además de la suya, una potente 16 de dos caños, a la que yo detestaba porque con ella tuve mi primera experiencia con un arma y la más desagradable de las sorpresas cuando el golpe en retroceso de la culata casi me arranca el brazo, accidente que causó el enojo de mi padre. En realidad, lo que lo provocó fue que le sacara el arma sin permiso, asustara a mi madre y despanzurrara a una gallina. Desde entonces me había prohibido volver a tirar. A pesar de esos antecedentes, la presencia de la otra escopeta me hacía alentar cierta esperanza.

—Esto es casi todo lo que necesitamos —dijo mientras cerraba la puerta con suavidad.

Nos vestimos antes del amanecer, desayunamos grandes tazones de café con leche y gruesos trozos de pan con manteca —un pan dulzón que solía hornear mi madre— y, al terminar, pusimos las tazas sucias dentro de la pileta. Mi papá colocó en un morral otros dos panes y un gran pedazo de charque, llenó dos cantimploras con agua, un termo con café y otro con té, se colocó el cinturón con los cartuchos y el cuchillo, revisó el cierre de mi campera, se aseguró de que llevara puesta la bufanda y mi gorra con orejeras, se abrigó a su vez y salimos al patio sin hacer ruido. Cuando lo atravesamos y caminamos hacia el galpón, yo ya temblaba de la emoción y, aunque había ido al baño antes de salir, sentía mi vejiga a punto de reventar. Mientras mi papá sacaba la camioneta y cerraba el portón, oriné atropelladamente entre las plantas de hortensias, subí a la camioneta y me senté a su lado. Por esos tiempos, una de mis mayores aspiraciones era que, al terminar de orinar, quedaran rastros de espuma sobre el agua del wáter o sobre la tierra, pero todavía estaba lejos de lograrlo. Suponía que eso hacía la diferencia entre mear y hacer pichí y que, cuando lo consiguiera, estaría cerca de convertirme en un adulto.

Mi padre era un hombre muy limpio. Se afeitaba cada mañana y siempre llevaba el pelo corto y prolijamente despeinado. Aun vestido con ropa de trabajo, incluso con las botas embarradas, irradiaba limpieza. A tal punto que a su lado yo me sentía inevitablemente sucio, aunque recién me hubiera bañado y restregado los codos y las rodillas con jabón y piedra pómez hasta que la piel me quedara enrojecida y ardiendo. Eso era lo que había hecho la noche anterior, antes de acostarme y por orden de mi mamá, a quien mis argumentos —de que para qué me iba a bañar si al día siguiente iba a ensuciarme todo de nuevo— no lograron ni conmoverla ni persuadirla.

Mi papá olía a loción para después de afeitar. Disimuladamente, me pasé la mano por el labio superior para ver si durante la noche había comenzado a crecerme el bigote, pero sólo me encontré con la pelusa casi imperceptible del día anterior.

La laguna donde mi padre y otros cazadores habían construido un primitivo tinglado, disimulado entre la vegetación de la orilla, quedaba a más de tres horas de viaje. Después de dejar atrás la portera que marcaba el límite de nuestro terreno, él encendió la radio. Había comenzado a salir el sol y ya se adivinaba un día frío y diáfano. Era mi primer viaje largo en la nueva camioneta, por lo que nunca había prestado atención a lo bien que sonaba aquel parlante colocado a mi lado, en la puerta. Mi papá buscó un programa donde pasaban datos del mercado agropecuario y yo le pedí que pusiera música. Me hizo callar con un gesto pero, al poco rato, cuando ya habría escuchado la información que le interesaba, me dio el gusto. El vehículo tenía un solo asiento largo y cómodo, y me acomodé no muy lejos de mi padre, tal como siempre lo hacía. Me coloqué la bufanda sobre la boca porque había empezado a sentir un poco de frío y me dispuse a escuchar la canción, cómodo y relajado dentro de mi campera. Al poco rato me quedé dormido y no desperté hasta que sentí crujir el pedregullo de la banquina bajo las ruedas, al frenar.

No habíamos terminado de bajar las cosas, cuando me pareció ver un pato nadando cerca de la orilla.

—Ahí hay uno, papá —grité.

—Ese es un ganso silvestre, y no grites. Lo que estamos buscando son patos picazos o patos maiceros. Los vas a ver llegar en bandadas y descender sobre la laguna —dijo con ese tono sereno y firme de los hombres acostumbrados a dar órdenes y a ser obedecidos.

Las aves llegaron poco después, tal como él lo había previsto, y en tal cantidad que, por un momento, me pareció que el día se ensombrecía. Poco a poco fueron posándose sobre la superficie, hasta entonces quieta, del agua. Creí que iba a dispararles en ese momento, cuando, flotando, representaban un blanco fácil, y no me pareció muy justo para los patos. Pero mi papá cargó la escopeta y esperó. Cuando una de las aves alzó el vuelo y ya había pasado por encima de nosotros, apuntó y disparó un solo tiro. El animal se desplomó entre un desparramo de plumas, bastante lejos del lugar donde nos encontrábamos.

Como no habíamos llevado perro —mi padre no los tenía porque los consideraba un gasto excesivo para el poco uso que podía darles y no había tenido tiempo de pedir alguno prestado—, yo debía ir a buscar los patos que él abatía, siempre que cayeran en tierra y no demasiado cerca del agua. Si caían en la laguna, simplemente los abandonábamos.

No puedo decir, entonces, que durante aquel día haya sucedido algo memorable. Pronto me aburrí de ir a recoger las aves muertas, de ensuciarme las manos con sangre, de tener que lavármelas a la orilla de la laguna. Y también me cansé. Si acaso, tuve un atisbo de esperanza de que la cosa mejorara cuando, después de un almuerzo frugal, mi papá caminó hacia la camioneta y volvió con la calibre 28 de un solo tiro. La cargó y me la entregó, sin sonreír, con toda la solemnidad que la ocasión requería.

Pero, cuando tuve a un pato en la mira, no apreté el gatillo. No fue por lástima —las aves nunca me produjeron emoción alguna— ni por admiración —el vuelo de un pato tiene poco de majestuoso—, sino por hastío. No disparé. Ni siquiera amartillé el arma. Abrí la escopeta, saqué el cartucho y se la entregué a mi padre sin cerrarla, tal como él me había enseñado.

Pero creo que la situación no le hizo ninguna gracia. No dijo una palabra, pero encendió su pipa y se quedó mirándome como si estuviera pensando: "No sé qué voy a hacer con este muchacho".

Pronto emprendimos el regreso. Ya no quedaba gran cosa por hacer, el sol casi no calentaba a esa hora de la tarde, la brisa se había vuelto fría y él, seguramente, advirtió mi cansancio.

Pero como si algo no quería que pensara era que me había aburrido, hablé sin parar durante la mitad del camino de regreso, repitiendo todo lo que habíamos hecho durante el día, como si él no hubiera estado allí y me urgiera contárselo. Exageré, inventé una explicación para el asunto del pato, hasta traté de convencerlo de que mis motivos para no disparar habían pasado por la magia de su vuelo —que fue lo que detuvo mi dedo sobre el gatillo—, por la piedad que me provocaban los animales —y en especial las aves—, o por, finalmente, una razón que desconocía y me resultaba imposible de explicar. Todas mentiras.

Adorné cada cosa que habíamos hecho hasta provocar su mal humor. Probablemente sólo para hacerme callar, encendió la radio.

Como a esa hora no había ningún programa que le interesara, puso música.

"Interrumpimos nuestra programación habitual —dijo una voz, de pronto—, para pasar a transmitir directamente desde el aeródromo. En estos momentos, una nave sin control surca los cielos de nuestro departamento. Dentro de ella un hombre, impotente por su falta de conocimientos, intenta salvar su vida De acuerdo con lo transmitido por el pasajero a la torre de control, un ave de gran tamaño, tal vez un pato, se estrelló contra el parabrisas, rompió el vidrio y golpeó la cabeza al piloto, quien, aparentemente, estaría muerto."

Tuve la fantasía de que el pato que había matado al piloto era el mismo al que yo le había perdonado la vida y esa idea me llenó de consternación.

"El pasajero, que logró comunicarse por la radio con el aeropuerto, es un hombre de negocios de treinta y cinco años, padre de dos hijos pequeños y jamás piloteó una avioneta. Felizmente es radioaficionado y domina perfectamente tanto la transmisión como la recepción. Un aviador experto está tratando de darle instrucciones desde la torre de control para que logre aterrizar."

—Papá, ¿te parece que el piloto le podrá enseñar?

—¿A vos te parece que se puede enseñar a una persona a manejar un auto por teléfono? —preguntó, a su vez, como si algo lo hubiera hecho enojar de golpe.

—No sé, ¿se puede?

—A vos el abuelo te enseñó a sacar la camioneta del galpón, ¿no es cierto?

Yo creía que él no lo sabía. Esperó que sus palabras hicieran el efecto que buscaba, antes de continuar preguntando.

—¿Te parece que habrías aprendido si él no hubiera estado sentado al lado tuyo?

—No, me parece que no.

—A mí también me parece que no.

El locutor continuaba hablando como si ya fuera, él mismo, un experto:

"Debe dar varias vueltas antes de intentarlo, para tratar de hacerlo con la menor cantidad de combustible en el tanque. Pero necesita potencia para aterrizar, de modo que debe preservar una cantidad mínima, pero suficiente."

En la noche cerrada, donde las luces de la camioneta sólo alumbraban el ancho de la ruta —o sea, casi nada—, me sentí como un ciego, tratando de adivinar lo que pasaba, por los pocos datos que el hombre de la radio —mucho más locuaz, pero tan ciego como nosotros— transmitía, o por el lejano y agonizante ruido del motor de la avioneta o por sus luces, que imaginaba escasas y menguantes, y que, por más que me esforzaba, no lograba percibir. Mi padre y yo: dos ciegos guiados por la luz de los focos hacia un destino conocido pero completamente impotentes frente al resto del universo, que bullía con tal intensidad a nuestro alrededor, que estaba a punto de arrastrar a un hombre desconocido a la muerte.

Yo miraba a mi padre, sentía el olor dulzón del tabaco de pipa que impregnaba su ropa y, cada vez que el hombre no lograba salir del peligro, volvía a observarlo como si él fuera el piloto del avión y yo uno de sus hijos.

Mientras las palabras del hombre de la radio salían de su boca como si una fuerza superior las empujara, sin que pudiera evitarlo, yo miraba fijamente el camino alumbrado por las luces largas de la camioneta, y de pronto, cuando la voz del locutor amenazó quebrarse, tuve la súbita certeza de que en algún momento, transcurridos los años y cuando él ya no estuviera, yo besaría la tierra que mi padre alguna vez hubiera pisado. Solamente volví a sentir algo parecido mucho tiempo después, cuando —siendo él ya un anciano— me confesó, entre avergonzado y confuso, que había pasado por el mundo sin saber para qué diablos servía el clítoris de una mujer, y que ahora que acababa de enterarse se le había ocurrido pensar que si bien creía haber sido honrado y justo, seguramente había vivido equivocado la mayor parte de su vida.

Guardé un silencio respetuoso y expectante durante los siguientes quince minutos, y sólo hablé dos veces antes de que todo terminara. Una vez, para preguntarle si sabía cómo aterrizar un avión.

—No —contestó ofuscado, pero como si hubiera estado esperando mi pregunta—. No sé cómo mierda se aterriza un avión.

Esa fue la primera vez que le escuché decir una mala palabra y aceptar que había algo que no sabía hacer y no supe qué agregar luego, a causa de mi desconcierto.

Siguió manejando sin mirarme.

—Pero en este momento me gustaría saberlo —agregó.

—¿Para qué, papá? ¿Para ayudarlo?

Tardó una eternidad en responderme.

—No sé, no sé para qué.

Yo observaba el cielo a través del parabrisas y, alternadamente, a través de la ventanilla del acompañante.

—¿La ves, papá? —pregunté, rompiendo el silencio por segunda vez.

—No —respondió—, estoy manejando.

Yo sabía que eso no era totalmente cierto y que cada tanto miraba el cielo. Estábamos relativamente cerca del aeródromo y estaba seguro de que ambos teníamos la esperanza de ver las luces de la avioneta.

"Si no lo logra esta vez, no lo logrará. Reitero que necesita potencia para aterrizar y ya casi no le queda combustible", dijo el locutor, nervioso.

No recuerdo si se cortó la transmisión o el ruido de la estática no nos permitió entender lo que el locutor decía. Sí sé que durante incontables minutos quedamos al margen de lo que estaba pasando. Mi papá trató de sintonizar la radio, sin mirarla, y, como no pudo hacerlo, golpeó suavemente el frente del aparato sin obtener ningún resultado. Poco después la transmisión se normalizó.

"Dios mío, Dios mío", dijo el locutor, sinceramente afectado.

Luego se produjo un larguísimo silencio, mi padre se pasó los dedos insistentemente por encima del labio superior, como si todavía usara bigote, sin quitar los ojos del camino.

"No pudo hacerlo —dijo el hombre de la radio, con la voz quebrada y como si regresara de muy lejos—. Nos informan que la avioneta cayó en un monte cercano al aeropuerto, que los bomberos ya controlaron el incipiente foco de incendio y que no hay que lamentar otras víctimas. Ampliaremos durante el noticiero de la medianoche."

Mi padre estiró su mano como para buscar otra emisora, pero rápidamente cambió de idea y apagó la radio sin hacer ningún comentario. Yo me sentía acongojado y triste, colmado de emociones que no lograba identificar, y temblaba sin control, como si tuviera fiebre. Pero no tiritaba de miedo, sentía un frío que nacía en mis huesos y una excitación extraña que me hacían estremecer, como sólo volvería a sucederme, no mucho tiempo después, al descubrir la piel desnuda y blanca de una muchacha que lavaba ropa en el arroyo, con el vestido arremangado hasta la cintura.

Él alargó el brazo derecho y lo pasó por encima de mis hombros. Pensé que iba a abrazarme y me di cuenta de que si eso sucedía iba a ponerme a llorar como un niño demasiado chico como para que lo llevaran a cazar otra vez. Pero mi padre no hizo eso. Apoyó su gran mano sobre mi hombro derecho y lo presionó suave, afectuosamente. Me pasé la mano por la nariz, que me picaba y había empezado a gotear, y miré por la ventanilla hacia la oscuridad del campo. Pero afuera no había nada.

Guillermo Álvarez Castro

De "Estrellas de cine y otros cuentos" (EBO 2008)

Gran Premio Medalla Morosoli de Oro, Premio Nacional de Narrativa "Narradores de la Banda Oriental", convocado por la Fundación "Lolita Rubial" y la Intendencia Municipal de Lavalleja en acuerdo con Ediciones de la Banda Oriental.

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