De: Aquino (fragmento)
Guillermo Álvarez Castro

Mi abuelo me habló, por primera vez, de su encuentro con Martín Aquino al final del verano en el que encontraron ahogado a Blas Santamaría y cuando yo acababa de cumplir dieciséis años.

Bastante tiempo antes, Blas y yo habíamos seguido, con fidelidad de acólitos, la transmisión de un radioteatro inspirado en la vida del matrero, tal como habíamos escuchado, en ese mismo tiempo y con igual devoción, la historia del vaquero Tom Mix en el lejano oeste y las andanzas del bandido Salvatore Giuliano por las montañas de Sicilia. El caso de Aquino era, sin embargo, diferente: era coterráneo de la mayoría de los que nos reuníamos alrededor de la vieja radio, montaba un caballo moro casi tan famoso como él mismo, y conocíamos a gente que lo había tratado o que, por lo menos, afirmaba haberlo hecho.

La revelación del abuelo fue, de cualquier manera, una sorpresa. Yo sabía que él había sido viajante de comercio, que había alcanzado a recorrer, en diligencia, las zonas altas del nordeste, pero era tan poco aficionado a lo épico, que lo más heroico que recuerdo haberle oído contar sobre sí mismo era que, cuando viajaba con dinero de cobranzas, llevaba un revólver descargado en una maleta y las balas en la otra: tanto afirmaba detestar las armas de fuego.

Sin embargo, el abuelo admiraba a aquel hombre cuya leyenda, según decía, lo había precedido y obligado a actuar aun en contra de su voluntad.

—La culpa de todo lo que le pasó a ese hombre la tuvieron los diarios —solía decir.

»Yo viajaba de Melo rumbo a Santa Clara de Olimar —relataba el abuelo— y tuvimos que resolvernos a hacer noche junto al arroyo Fraile Muerto, cerca de la picada de Suárez, porque había llovido mucho al norte y el badén no daba paso. El cochero hizo fuego a un costado de la diligencia, maneó los caballos cerca del monte, calentó agua para el mate y dispuso charque, arroz y cebollas para preparar la cena. Por mi parte, mientras tanto, revisé los baúles con las muestras, me lavé en el arroyo, y ambos (yo era el único pasajero ese día) nos aprestamos para esperar las horas siguientes, matear, comer y dormir. Los dos éramos de hablar poco, y el tiempo se nos fue pasando entre mate y mate y algún comentario breve sobre el invierno que se avecinaba, y que, a esa hora, ya comenzaba a hacerse sentir.

Aquino había nacido cerca de Fray Marcos, el 19 de noviembre de 1889, hijo natural de doña Francisca Aquino, y fue bautizado al año siguiente en la parroquia de Tala. A los veinte años mató a un estanciero brasileño de nombre Andrés Ferreira, crimen por el que estuvo preso, primero en Rio de Janeiro y, después de ser extraditado, en la cárcel de Minas, de donde fugó. Desde entonces recorrió permanentemente el país desde el sur hasta el nordeste, siendo siempre ocultado y protegido por los vecinos, particularmente por las mujeres. A pesar de esto, son pocos los amores que se le conocen: María, que fue su mujer y la madre de su único hijo, y la Ñata Montero, amante de Aquino, que estaba casada con un hombre conocido como el Zurdo en las pulperías cercanas al pueblo de Cerro de las Cuentas, según el biógrafo Mario Rivero. Se dice que el paso del matrero fue muchas veces ignorado a propósito por las autoridades. Sin embargo, se enfrentó otras tantas con la policía y mató, entre otros, al jefe político de Florida, teniente coronel Cardozo, en 1914. A partir de esa muerte, la persecución al matrero se intensificó, convirtiéndose su captura en una cuestión de honor para los diferentes jefes de Policía departamentales, quienes no lograron volver a apresarlo. En los últimos años de su vida, bajo el nombre de Simón Rondán, se dedicó al contrabando, en compañía de Prudencio Melgarejo y de Ramón Franco, recibiendo la protección de varios estancieros de la zona. De Nepomuceno Saravia, caudillo blanco de Cerro Largo, fundamentalmente.

—Ya era noche cerrada y nos disponíamos a dormir de la mejor manera que nuestros escasos medios nos lo permitieran cuando, súbitamente, apareció un jinete desconocido, desmontó y pidió licencia para tender el recado junto al fuego. Era un hombre joven, de menos de treinta años.

»El cochero le indicó un lugar al costado de la fogata y, sin hablar más de lo imprescindible, lo invitó a compartir los restos de nuestra modesta comida. El hombre agradeció, comió; después limpió el plato con la arena de la orilla, y se envolvió en el poncho. Luego, con absoluta normalidad, como si se tratara de un acto rutinario, desenfundó un pesado Colt, calibre 41, que apoyó sobre el pecho, sin soltarlo, y dejó caer la cabeza encima del recado. Creo que alcanzó a darnos las buenas noches antes de quedarse profundamente dormido.

»A mí me costó conciliar el sueño. Yo todavía no había cumplido veinte años, hacía poco que me dedicaba a viajar, y estaba deseando volver a Montevideo para casarme con tu abuela. La presencia de un extraño armado me hacía sentir desasosegado, incómodo. Al final me venció el cansancio, de modo que me resulta difícil saber cuánto tiempo estuve dormido, aunque no puede haber sido más de dos o tres horas. En ese momento me despertó un estampido tan potente, que fue como si algo hubiese estallado dentro de mi cabeza. Instintivamente, me levanté de un salto y quedé, temblando, con la espalda apoyada contra un lado del coche.

»El desconocido estaba de pie, de espaldas al arroyo y apuntaba su revólver en dirección al monte, aunque la noche era tan oscura que resultaba casi imposible distinguir las siluetas de los árboles.

»—Vénganse nomás, mataperros —le oí mascullar—, que aquí está Martín Aquino esperando.

»Sorprendido y asustado, busqué al cochero entre las sombras. El hombre permanecía cerca de mí, en cuclillas, casi tan atemorizado como yo. Con gestos nerviosos, me indicó que me agachara y así lo hice.

»—Estese tranquilo, estese tranquilo —me recomendó.

»El desconocido se volvió hacia nosotros.

»—Pónganse a resguardo, don —ordenó.

»Nos deslizamos por el estrecho espacio que quedaba entre el pasto y la diligencia y permanecimos, inmóviles, acostados boca abajo.

»El hombre volvió a mirar hacia el monte y con sumo cuidado apuntó su arma en esa dirección. Después levantó el revólver y disparó dos tiros al aire, asustando a los caballos. (Cuando aclaró y Aquino ya había partido, tuvimos que salir a rastrearlos: se habían alejado, en tropilla, casi media legua, a pesar de estar maneados).

»Aprovechando la confusión que produjo la estampida de los animales, el hombre arrimó su propio caballo, que había dejado atado a pocos metros de la fogata, ensilló con asombrosa rapidez y montó. Antes de hundirse en el arroyo se acercó a la diligencia.

»—A mí, vivo, no me vuelven a agarrar —dijo, espoleando al moro.

»Al amanecer, cuando volvíamos con nuestros caballos, revisamos palmo a palmo la zona del monte. No encontramos el menor indicio de que una partida policial se hubiera acercado por ahí.

El 5 de marzo de 1917, traicionado por Nicomedes Olivera, uno de sus hombres que él creía leal, Aquino fue cercado y muerto por la policía en el paraje conocido por Rincón de la Urbana, en las inmediaciones de la picada de Suárez, del arroyo Fraile Muerto, si bien algunas versiones indican que se suicidó para no ir preso. Tenía, entonces, veintisiete años. El único sobreviviente entre sus compañeros fue Ramón Franco, a quien vieron correr hacia un maizal, pero que luego, sin que la policía lo advirtiera, desanduvo sus pasos y escapó por el lecho de una cañada cercana.

Eso fue todo lo que me contó mi abuelo, antes de morir, acerca de él y el matrero.

Para cuando descubrí, al cabo de los años, que el encuentro era cronológicamente imposible (a Aquino lo mataron —o se suicidó— a principios del 17, y mi abuelo, Carlos Alberto Barragán, no comenzó a viajar hasta mediados del 19), ya tenía reunidos suficientes elementos como para afirmar que el encuentro, a orillas del Fraile Muerto, había sido, no obstante, real.

Guillermo Álvarez Castro

De "Aquino"

(novela, Arca, 1993; reeditada por el sello Punto de Lectura de Editorial Santillana en 2007)

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