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Del primer Onetti
Homero Alsina Thevenet

 

EN DICIEMBRE de 1939 salíamos a vender El pozo a los amigos, con el precio irrisorio de cincuenta centésimos, o sea apenas monedas. El dinero era lo de menos, incluso para su improvisado editor Casto Canel, un hombre de gesto adusto y bondad esencial que hasta inventó un falso Picasso en miniatura para la tapa, sin ocultar que la firma era una retorcida broma. Si hoy se la mira con lupa, parece decir “Picasso 3”. Por otra parte, con sus cien pequeñas páginas y su papel ordinario, nadie pagaría nunca más de cincuenta centésimos por las reflexiones de un escritor desconocido.

Pero amábamos a ese libro y descubríamos a Onetti, como entonces o poco después lo hicieron Carlos Maggi, Maneco Flores, Carlos Martínez Moreno, Mario Arregui, el Tola Invernizzi o Emir Rodríguez Monegal. En primer lugar era seductora en esas

páginas la enumeración del idealismo frustrado, de amores que se perdieron, de ensoñaciones con novelas de aventuras para huir de un ambiente urbano de pobreza, mediocridad, prostitución y desprecio. En El pozo estaba cifrado el doble mundo de ilusión y realismo de Onetti, y si alguien no lo supo ver entonces, no tardaría en comprobarlo con los cuentos y las novelas posteriores, que son confesionales hasta cuando quieren no serlo.

 

En otra parte más poderosa, allí importaba el escritor, disfrazado en las memorias de don Eladio Linacero pero capaz de expresarlas con la síntesis y la fuerza que sólo se adquieren en el oficio. Le cuenta a un amigo una suerte de poema en prosa, advierte que ha tropezado con oídos sordos y cierra el episodio con sólo dos líneas: "Algo estaba muerto entre nosotros. Me puse el saco y lo acompañé unas cuadras". Menciona las limitaciones del país que le tocó vivir y concentra la objeción: “Si uno fuera un voluntarioso imbécil se dejaría ganar sin esfuerzos por la nueva mística germana. ¿Pero aquí? Detrás de nosotros no hay nada. Un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos”.

Estimábamos ese laconismo vigoroso, que es aún hoy el que Onetti luce en la conversación. En más de medio siglo no faltó quien se quejara de su ocasional brusquedad, que se negaba a la zalamería hasta en el cortejo amoroso. Pero quienes llegamos a conocerlo supimos siempre que detrás de la apariencia había una singular combinación de bondad, inteligencia, sinceridad y perspicacia. Uno de sus resortes era su convicción de que su misterioso destino era escribir, que sólo escribiendo se aprende a hacerlo y que toda explicación sobre sí mismo o sobre su oficio sólo puede conducir a la deformación. Lo supieron quienes le hicieron reportajes.

 

UNA CARRERA. El desconocido Onetti alcanzó una primera fama cuando La Nación dé Buenos Aires le publicó “Un sueño realizado” (1941), seguramente el mejor de sus muchos cuentos cortos. Allí la ilusión es empujada por una mujer tenaz y un poco ridícula, empeñada en recrear sobre un escenario teatral la pequeña anécdota que la obsesiona (y que es un eco de El Pozo, p. 65). A lo largo de veinte páginas y con el apoyo de un tal Blanes, el proceso de esa recreación es contado por Onetti con toda minucia, pero en el lector avanza la necesidad de alguna explicación para aquella idea de llevar a escena un delirio. El final es elíptico y magistral. Tras la muerte repentina de la mujer en el escenario, el narrador queda solo, encogido por el golpe, y entonces

 

"... comprendí qué era aquello, qué era lo que buscaba la mujer, lo que había estado buscando Blanes borracho la noche anterior en el escenario y parecía buscar todavía, yendo y viniendo con sus prisas de loco. Lo comprendí todo claramente como si fuera una de esas cosas que se aprenden para siempre desde niño y no sirven después las palabras para explicar’.

 

En 1944 Onetti escribió un contraste más entre la ilusión y la sordidez, contraste ahora marcado por el tiempo. Su cuento “Bienvenido Bob” (dedicado a alguien que no era Bob) empieza

 

"Es seguro que cada día estará más viejo, más lejos del tiempo en que se llamaba Bob...”.

 

Y después, tras una anécdota en la que Bob desciende a llamarse Roberto, se emborracha con cualquier cosa, protege su tos con una mano sucia y ha llegado a arruinar el noviazgo de su hermana Inés, el narrador admite:

 

“No sé si nunca en el pasado he dado la bienvenida a Inés con tanta alegría y amor como diariamente doy la bienvenida a Bob al tenebroso y maloliente mundo de los adultos”.

 

También aquí el final es magistral:

 

“Y el acepta, protesta siempre para que yo redoble mis promesas, pero termina por decir que sí, acaba por muequear una sonrisa creyendo que algún día habrá de regresar al mundo y las horas de Bob y queda en paz en medio de sus treinta años, moviéndose sin disgusto ni tropiezo entre los cadáveres pavorosos de las antiguas ambiciones, las formas repulsivas de los sueños que se fueron gastando bajo la presión distraída y constante de tantos miles de pies inevitables".

 

Entre el Onetti de El pozo y el de hoy la distancia se mide en más de medio siglo, varias novelas, una cárcel, un exilio, un Premio Cervantes, demasiado alcohol y demasiadas muertes en su derredor. Por la edición original de El pozo, que costaba cincuenta centésimos, se han llegado a pedir ciento veinte dólares. Así que es buena cosa saber y decir que en él no ha cambiado nada esencial, a pesar de tantos miles de pies inevitables. Hace muchas décadas dijo estimar la dedicatoria que Borges escribió para una mujer en 1936, entregándole “el corazón central que no negocia con palabras, no trafica con sueños y queda intocado por el tiempo, por la alegría, por la adversidad". Es seguro que la ha recordado siempre.

 

Homero Alsina Thevenet
Suplemento "El País Cultural" del diario "El País Cultural" de Montevideo, Uruguay

Nº 177 - 26 de marzo del año 1993

Digitalizado por el editor de Letras Uruguay el día 15 de julio de 2016, no estando en la red (ninguna plataforma de internet) hasta este día - https://twitter.com/echinope
 

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