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Soledad a la manera de Chéjov en los tiempos que corren
Jorge Alfonso

a Yolanda, in memoriam

Las visitas de Sergio a su madre eran para nosotros, los amigos, un momento muy especial. A su casamiento y posterior mudanza al interior del país, se le sumó el nacimiento de una nena y su casi perpetua desocupación.

La llamada de Yolanda invitándome a ir a saludarlos me sonó un poco rara, no por la invitación en sí –en aquél tiempo la vieja me apreciaba bastante porque me creía un tipo serio y no un falopero como esos otros–, sino por la voz, que se le deformaba como a los borrachos.

Me entretuvo varios minutos contándome una y otra vez que había dejado de fumar y lo difícil que se le hacía no volver al vicio. Después me dijo que Sergio estaba de visita unos días y que me diera una vuelta por ahí. Cuando cortó seguí pensando en su tono de voz. Sabía que le gustaba tomarse unos whiskys cada tanto y se me ocurrió que habría cambiado el cigarrillo por el alcohol. 

* * *

Sergio era un tipo muy especial. De unos treinta y cinco años frente a los veinte míos, nuestra amistad se había iniciado en un taller literario, unidos por la maldita/bendita escritura. En ese tiempo yo apenas empezaba a pulir mis primeras cosas y veía a mi amigo como a una especie de maestro o gurú, un tipo con el que podía pasarme media hora discutiendo sobre el uso propio o impropio de una metáfora, o una tarde entera fumando marihuana en compañía de sus amigos, también mayores que yo. Recuerdo con una sonrisa las primeras veces que me aparecí por su casa. Era muy gracioso ver a un tipo como él, bajo, gordito, con bigote y lentes, sentado con otros tipos y riéndose a más no poder mientras jugaban a las cartas, chupaban cerveza y fumaban cigarrillos y marihuana. Cuando Yolanda volvía de trabajar, se convertían rápidamente en gente silenciosa y tranquila, o simplemente se iban.

A ellos, sus amigos, no los conocía demasiado, aunque desde el principio noté algo raro respecto a la relación de estos personajes con la madre de Sergio. Al margen de su innegable esfuerzo por comportarse como una buena anfitriona, proveyéndolos de comida y hasta a veces algo de tomar, los miraba siempre con una especie de resentimiento, algo que yo ignoraba pero que seguramente debía venir de lejos, de la época del exilio en México durante la dictadura. Por supuesto ellos la trataban con respeto, claro, pero aún mientras sonreían inocentes como recién nacidos, también la miraban con desconfianza.

Con el tiempo me enteré –alguna tarde en que habían fumado hasta el límite de las confesiones–, que durante la adolescencia azteca se pasaban el día entero borrachos y fumados, y más de una vez Yolanda los había corrido a escobazos.

“Una vez, che ¿cómo te llamabas? Ah, sí, Alfonso... Una vez, Alfonso, nos habíamos subido a la terraza y estábamos tranquilos, fumando un fasito, disfrutando de la vista, cuando de repente siento unos pasos atrás mío. Me doy vuelta con el petardo colgándome de los labios y una cara de ido, te imaginarás... ¡Para qué! Para encontrarme ni más ni menos que con Yolanda” ¿Y ella qué hizo? pregunté. “¿Y qué iba a hacer? Nos echó a todos a la mierda”, dijo mientras se atragantaba de una risotada.

Así que ahí está el tema, pensé. La buena madre que empuña la escoba para proteger al nene de las malas compañías, que le hacían fumar porquerías que “le quitaban el hambre...”. Esto era bastante gracioso. Según contaban, ya en esa época se podía adivinar de lejos que Sergio no iba precisamente a convertirse en una gacela.

Yolanda –que seguramente odiaba con toda el alma a esos adolescentes drogadictos–, tenía que recibirlos de nuevo en su casa, y ya no eran ningunos nenes que pudiera correr a escobazos, sino hombres hechos y derechos, la mayoría con trabajo, mujer e hijos, pero que todavía seguían escabulléndose al cuarto de Sergio a fumar. Generalmente ella no decía nada. Parecía ser su forma de agradecerles sin palabras la delicadeza de no mencionar el tema, por más que a veces el humo que salía de ese cuarto bastaba para drogar a las plantas.

“En México nos poníamos a fumar y después le agarrábamos el piano y estábamos horas dándole palo” agregó un flaco de pelo chato y ojos saltones. “Una vez trancó la puerta para que no se lo desafináramos, pero se olvidó que había otra puerta clausurada con un ropero vacío atrás, así que bastaba con empujar un poco...”. Sergio se empezó a reír mientras recordaba: “sí, nos poníamos a tocar horas y horas y nunca se daba cuenta”.

* * *

Esa noche llegué temprano y me encontré con que además de Yolanda, habían varias viejas más, entre ellas una tía de Sergio y su abuela de casi noventa años. Charlaban a los gritos mientras iban haciendo desaparecer botellas de gaseosa y galletitas con atún. Me besaron todas, una por una, y me explicaron que Sergio estaba por llegar. Yo maldije mi puntualidad y me camuflé como un caballerito inglés. Apenas unos minutos después tocaron el timbre.

–Seguro que es Sergio –dijo Yolanda– ¿Por qué no vas a abrirle vos, que sos el más joven?

Y por lejos pensé mientras saltaba los escalones de cuatro en cuatro. Pero no era el “nene”, sino Raulito, otro de sus amigos. Lo saludé y enseguida le advertí de la reunión de ancianas de arriba. Se limitó a sonreír y poner cara de paciencia, hermano.

Como a mí, las viejas lo besaron por riguroso turno. Después los dos nos ubicamos lo más lejos que pudimos hasta que por fin Sergio apareció. Se había rapado pero estaba igual de gordito y con su eterna cara de “yonofui”. Nos pusimos a charlar mientras llegaban otros amigos a saludarlo, y al rato fuimos turnándonos para el primer porro de la noche. La excusa era ir al baño, pero en realidad estábamos fumando en el cuarto de Sergio. Unos minutos después reaparecíamos con los ojitos brillando ante la mirada tímidamente acusadora de Yolanda y las caras intrigadas del viejerío.  

* * *

A eso de las diez la reunión languidecía. Yolanda sacó un billete de mil pesos y se lo dio a Sergio para que fuera a comprar una botella de whisky. Nos miramos unos a otros, y ante la perspectiva de quedarnos con las viejas buscando temas de conversación, decidimos acompañarlo.

En el camino fumamos un poco más. Ahí me acordé que mis reservas de marihuana estaban casi al límite. Como Sergio conocía a un tipo que vendía, le pregunté si se podía comprar algo más esa noche. Él me aseguró que sí, que no habría problema, que bastaba hacer una llamadita y listo. Se me sumó otro amigo suyo que también quería un poco, así que decidimos la cantidad total, terminamos el faso y volvimos.  

* * *

Yolanda recibió la botella con los brazos abiertos y apenas la tuvo al alcance de sus garras, sin ningún preámbulo empezó a servir y a tomar. Ahí volvió a sonar el timbre. Era una mujer cincuentona y regordeta a la que la dueña de casa presentó como “mi amiga policía”.

Yo estaba sentado chupando algo. A esas alturas el porro me tenía como loco, haciéndome intervenir continuamente en la conversación de las viejas para luego parar por miedo a que se dieran cuenta. Los amigos de Sergio –mucho más experientes– seguían entrando al cuarto como vampiros y salían convertidos en pajaritos. Yolanda bajaba la botella cada vez más rápido. Todavía seguía repitiendo lo mucho que le estaba costando dejar de fumar, ese vicio que arrastraba desde hacía más de cincuenta años. Por suerte el doctor le había recetado unas pastillitas (seis por día, según dijo), que la ayudaban a ir llevando la abstinencia... En ese momento, hasta yo que no soy ningún Sherlock Holmes empecé a sumar evidencias: la llamada telefónica con la lengua dándole vueltas, la combinación de las famosas pastillitas con el whisky... Yolanda se estaba drogando sin darse cuenta, pero desgraciadamente yo mismo estaba muy mareado como para llevármela aparte y exponerle mis conclusiones. Uno minutos después ya me había olvidado de todo.

La madre de mi amigo, cada vez más excitada, monopolizaba despiadadamente la conversación con la fuerza de una mujer varias décadas más joven. Exageraba los gestos y se le coloreaba la cara y parte de la papada. Era igual de bajita que el hijo y bastante pasada de peso.

Pronto su amiga policía se hartó de las historias de “cómo superé la adicción”, se colocó frente al sofá donde estábamos Raulito y yo y se puso a fumar un cigarrillo y a charlar. Entonces volví a mi personaje del caballero inglés. Raulito, su tocayo Raúl, Lolo, Vladimir, Marcos y yo le seguimos la conversación haciéndonos pasar por tipos buenos, jóvenes y sanos, discutiendo las boberías necesarias. Ahí Sergio volvió del cuarto. Sin darse cuenta de la presencia de la mujer policía, agarró el teléfono y llamó a su proveedor.

–¿Cómo andás? Yo también –saludó mientras retorcía el cable del auricular–. Che, precisamos algo –aquí hizo una larga pausa–. No, un poco más –hubo otra pausa que me hizo pensar que estaban jugando a las adivinanzas, pero Sergio se cansó enseguida–. Doscientos cincuenta –dijo mientras volvía a retorcer el cable–. Sí, dos cincuenta. Y del mejor que tengas. ¿No hay problema? Bueno, ok, te esperamos.

La charla, aunque fue bastante corta, se me hizo eterna. Estaba siendo oída por todos los presentes, especialmente la mujer policía, que trataba de hacerse la estúpida mirando el suelo pero que no perdía palabra, sonriendo levemente sin que Sergio se diera cuenta y sin que pudiéramos avisarle. Igual hubiera sido inútil. Sergio no oía muy bien. Quizá por eso gritaba tanto por teléfono.

Yo me reía y me reía sin parar. Quizá inconscientemente buscaba quitarle gravedad a la situación, o de repente me importaba un carajo. Y me había reído mucho más cuando las viejas hicieron silencio para escuchar con atención las mejores partes de la llamada.

Raulito me miraba tratando de aguantar su propia risa. Yo lo miraba y me reía. Los dos mirábamos a la mujer policía, que se obligaba a fijar la atención en los adornos de las paredes, y se nos escapaban las carcajadas. Cuando Sergio colgó, lo primero que hizo fue girar su cabeza para hacernos la clásica seña de “todo listo”, pero se encontró con la espalda de la mujer policía, que casi le rozaba la nariz. Ella sonrió tímidamente. Él eligió su mejor cara de póker y se fue a buscar su vaso. No dijo ni una sola palabra para tratar de disimular. En vez de eso nos invitó a pasar de nuevo por el cuarto, cosa que hicimos ya sin muchos pretextos. Mientras nos enterábamos de los detalles de la compra y formábamos otra rueda de fumadores nos llegaba la voz ronca de Yolanda cacareando sin parar con las demás mujeres. Seguía explicando cuánto le había costado dejar de fumar. Ahora lo repetía dos o tres veces cada media hora, enganchándolo con broches y clavos a cualquier comentario.

Mis sospechas de que se estaba drogando sin darse cuenta se confirmaron. La combinación del whisky con las pastillas la volvía alegre, charlatana, la excitaba tanto como a nosotros la marihuana, pero en ella los efectos se multiplicaban. A estas alturas ya todos lo sabíamos, a excepción del viejerío, que seguramente pensaba que eran los nervios normales por haber dejado el vicio. Los más jóvenes nos pusimos a fingir que todo estaba bien, por respeto a Sergio o por simple pudor.

Al rato golpearon a la puerta y era el pedido. Las idas y venidas al cuarto aumentaron substancialmente. Separamos nuestras partes con la mayor justicia posible, estrictamente de acuerdo con lo que cada cuál había puesto de plata. Después conseguimos una bolsa y nos dedicamos a guardar lo que nos correspondía. Los pedacitos que quedaron de la división fueron a parar a un buen habano comunitario, con el que volvimos ya definitivamente hechos pomada a la sala.

Algunas de las viejas se habían ido y otras se estaban despidiendo. Poco a poco nos quedamos solos con Yolanda, que seguía tragando whisky a buen ritmo y metiéndose en discusiones ajenas que no llegaba a entender del todo. Yo cambiaba señas con Raulito y los demás, todos muy drogados, y la mirábamos con cierta expresión de superioridad. Fue ahí cuando vi la cara de Sergio. Estaba con el ceño fruncido, observando fijamente el fondo de su vaso. No olía nada bueno en el aire. Varias veces me imaginé yéndome, pero era como si una parte morbosa adentro mío me atara a la silla para que no me perdiera en qué terminaba todo.

Los cigarrillos florecían en casi todas las manos, mientras la discusión sobre algún tema relacionado con lo social (que ya ni me acuerdo) se iba poniendo cada vez más violenta. Yolanda no lograba captar cierto punto, y por más que por turnos íbamos tratando de explicarle, no había forma de que entendiera. Llegó un momento en que la situación se volvió insostenible. En voz baja, Sergio dijo “Escuchen...”. Nadie le dio bola. “Escuchen...” repitió. De nuevo seguimos sin prestarle atención. De repente dio un golpazo sobre la mesa y eso provocó el silencio general.

–¡Callensé, carajo! ¡No puede ser, che! ¡Hace una hora que les estoy pidiendo que se callen! Qué disparate, che...

Tenía la cara roja como un tomate. Nunca lo había visto así. Respiraba agitadamente, apretando el vaso con furia. Enseguida se calmó un poco y con mucha paciencia se puso a explicarle a su madre el asunto ese que ella no entendía y no podría entender nunca porque no estaba como para pensar demasiado. Yolanda se limitó a soportar algún que otro insulto disimulado de Sergio con una sonrisa triste y comentando en voz baja que su hijo ya era grande y la corregía. Él volvió a hundir los ojos en el fondo de su vaso vacío. Parecía un adolescente avergonzado por la madre frente a sus amigos. El silencio se había vuelto espeso como una nube negra, cuando sorpresivamente Yolanda dijo:

–¡Quiero música!

Vladimir puso un disco de canciones árabes en el equipo de audio. Eso hizo que Yolanda se levantara como atraída por un imán y empezara a bailar sola en la mitad del comedor, rodeada por nuestras miradas de asombro y la cara rabiosa de su hijo.

Costó un poco, pero entre todos pudimos convencerla de que se sentara. Todavía le quedaba mucha energía y se largó a hablar con Vladimir. Supuse que él era el que más odio le tenía, y lo confirmé cuando acercó su cara a la de ella y con mucho cinismo le dijo:

–Bueno, Yolanda, me voy al cuarto a fumar marihuana y enseguida vengo.

Ella quedó tan descolocada que por unos segundos pareció haber vuelto a la normalidad.

Pero fueron sólo unos segundos.

–Yo quiero probar –dijo.

De nuevo nos unimos en coro para explicarle que no era bueno en su situación, que ella misma sabía que estaba mareada... Yo me arriesgué más de la cuenta y traté de hacerle entender que ese mareo venía de la combinación de las pastillas y el whisky, pero fue inútil. No me entendía o no lo quería aceptar.

Raulito le habló lentamente para tratar de calmarla, pero entonces decidió ir más lejos y le pidió “disculpas por lo de México...”. Los demás lo oían con admiración. Probablemente era la primera vez que alguien mencionaba el tema. Ella lo abrazó y le dijo que no tenía nada que perdonar. Eso nos conmovió a todos. Cuando Vladimir volvió, Yolanda ya había recuperado su excitación y seguía cacareando sin parar.

–Quiero música. ¿Qué pasó con la música? –preguntó.

Lo que pasó con la música fue que habíamos apagado el equipo de audio apenas ella se distrajo. El ambiente seguía muy cargado. Me acuerdo haber terminado cinco cigarrillos en la última media hora, y aún así era el que fumaba menos. La noche pintaba larga, muy larga.

–¿Por qué no nos tocás algo en el piano? –preguntó Vladimir.

Ahí me di cuenta que él no pararía de pincharla hasta que diera un espectáculo tan patético que la hiciera sentir vergüenza cada vez que se acordara.

–Dale, Yolanda, tocá algo... –insistió.

–No seas malo... –dijo alguien.

Ella dudaba. Se levantó de nuevo pero logramos que se volviera a sentar diciéndole que esperara hasta que se le pasara el mareo. Sergio probó explicarle otra vez que ese mareo era por la combinación que había tomado. Ella lo escuchaba pero los ojos se le iban de un lado a otro.

–¡Quiero hacer pis! –gritó de repente, justo cuando volvía el silencio.

Hizo un esfuerzo por pararse, pero las piernas no la obedecieron del todo. Su hijo la agarró del brazo y la llevó casi cargándola hasta el baño. El resto nos quedamos comentando por lo bajo. Me venía a la mente la palabra grotesco. Quería irme cuanto antes, pero no encontraba una forma elegante de huir. Seguramente a los demás les pasaba lo mismo. De a rato se oían golpes en la puerta del baño. Por fin pararon y Sergio volvió con nosotros.

–Che, vamos a calmarnos un poco –propuso con los ojos vidriosos y un trapo de piso en la mano–. Miren que se cayó y se hizo en el suelo. No le dio tiempo de llegar...

Ya nadie se animaba a decir nada. Yo fumaba el millonésimo cigarrillo y noté que en mi otra mano tenía un vaso lleno desde hacía horas, así que me levanté y lo dejé con cuidado en la pileta de la cocina.

Yolanda volvió, se sentó, se agarró la cabeza con las dos manos, y mientras todos le sugeríamos que se acostara, se quedó mirando el vacío, perdida en sus pensamientos.

–Estoy tan sola, Sergio –dijo entonces con una lentitud extrema, como si se le fuera la vida en cada palabra.

No nos atrevíamos a mirarla a la cara. Hasta Vladimir parecía nervioso.

–Estoy tan sola –repitió Yolanda.

Alguien tenía que decir algo. Fue su hijo:

–Mamá –empezó lentamente, como si le hablara a un deficiente mental–, yo entiendo que estás sola, pero hay momentos y personas para hablar ciertas cosas... –la miró para ver si le prestaba atención, pero cuando se dio cuenta que ella sólo esperaba que continuara y le ofreciera una idea para combatir la soledad, su voz se endureció–. Lo que te quiero decir es que no es el momento para esto...

Grotesco. Grotesco. Yo sólo podía pensar en esa podrida palabra y mirar alternativamente a Sergio y a su madre. La pobre vieja, gordita, baja y con papada, el pelo cortado como un hombre y la voz ronca y temblorosa clamando valientemente por su dignidad, por algunas miguitas de compasión, bastó para eliminar de mi mente y de las demás los últimos efectos de la marihuana. El silencio volvía y Yolanda ya no prestaba atención a nada, ni siquiera a la música suave que su hijo había puesto a muy bajo volumen. Los ojos se le iban cerrando. Por tercera vez insistimos en que se acostara y ella por fin aceptó. Sergio la llevó a su cuarto y después nos acompañó hasta la puerta.

Esperé el ómnibus repasando los peores momentos de la noche y pensando en lo fea que le había resultado a la madre de mi amigo su primera experiencia con las drogas. Sentí asco, asco, mucho asco, pero no de Yolanda. Asco de los demás y de mí mismo. Nosotros, los inteligentes, los liberados, tan estúpidamente arrogantes por el efecto de la marihuana, nos habíamos olvidado que teníamos enfrente a un ser humano que sufría.

Porrovideo
Jorge Alfonso

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