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El mejor amigo del perro
Jorge Alfonso

Una cabeza blanca gigantesca, con la lengua colgando y los ojos fríos se asoma entre las cortinas y me mira. Estoy asustado y tardo en entender. Poco a poco recuerdo que estaba leyendo un libro soporífero y que me quedé dormido con la ventana abierta. Todavía demoro un poco más en darme cuenta que esa cabeza pertenece al “Chengue”, un perro enorme y muy blanco, burlonamente bautizado en honor al negro que jugaba en Nacional y la selección uruguaya.

Gonzalo (mi vecino) lo sujeta de una correa y también él mira para adentro.

–¿Vamos a la laguna? –pregunta– Llevamos a este para que se bañe un poco.

El Chengue parece que entendiera y sonríe con sus filosos dientes. Gonzalo lo acaricia y lo mima hasta la exasperación. 

* * *

Caminamos despacio. El perro guía la marcha arrastrando a mi vecino, que tiene que hacer fuerza con la correa para no terminar en el suelo y que poco a poco empieza a contarme por qué no vino también Natalia, su novia, que vive con él y espera su primer hijo.

–Ah, no sabés. Si será rompehuevos... Yo le dije “¿vamos a la laguna?” Y ella “no, con el perro no voy”. Y le volví a insistir pero ella seguía jodiendo, “que no, que no, que con el perro no voy, que elegí, el perro o yo”, y bueno –vuelve a acariciar al Chengue– me obligó a elegir y elegí.

Yo sonrío pero trato de no opinar. Me hubiera gustado ver el drama original, ahora resumido y transformado en comedia. 

* * *

La laguna es un pozo ovalado de apenas un kilómetro de largo. La playa, que nunca llegó a ser más que un breve montón de arena, se fue achicando hasta volverse esto: apenas unos pocos metros que ya están ocupados por gente pobre del cantegril. Son cuatro niños de entre tres y diez años y un tipo de unos treinta y cinco que disfrutan del agua y se ríen de cualquier cosa. Algunos de los niños nadan en calzoncillos. Otros miran con miedo al Chengue, que los observa entusiasmado.

–¿Qué raza es? –pregunta el hombre mientras aparta a uno de los niños, que empieza a juntar barro y tirárselo en la espalda.

–Dogo argentino –responde Gonzalo con orgullo.

–Y está grande, ¿eh? Debe andar por los cuatro años, ¿no?

–Sí, cuatro años. Todavía no llegó a la altura máxima.

El Chengue codicia el agua con sus ojos fríos y cada tanto mira a Gonzalo, como diciéndole “dale, soltame que quiero mojarme un poco”.

–Bueno, voy a dejarte solo, a ver cómo te portás...

El perro espera dócilmente que le quiten la cadena y el collar, y apenas se siente libre se lanza al agua, chapotea con agilidad y empieza a nadar, cuidando de dejar siempre la cabeza sobre el agua.

–Mirá cómo nada el hijo de puta... Es increíble este bicho.

Yo empiezo a contar algo que me pasó hace poco, pero Gonzalo me interrumpe señalándome de nuevo a su mascota.

–Mirá, mirá cómo nada. Es impresionante verlo nadar. A esta misma laguna lo traje un día cuando era cachorro y lo tiré al agua. Enseguida aprendió.

–Sí, debe ser una cosa instintiva –alcanzo a comentar mientras me imagino al perrito enloquecido por el miedo, observando incrédulo a su amo, de brazos cruzados en la orilla mientras él patalea por su vida.

Siento que me empujan por la espalda. Dos patas sucias intentan equilibrar el cuerpo mojado sobre mí. Es el Chengue, que se puso demasiado cariñoso. No sé si quiere masturbarse o violarme. Lo aparto con un manotazo. Vuelve. Lo trato de levantar por el collar, pero pesa demasiado.

–¡Vo, este perro puto me quiere coger! –me le quejo a mi vecino–. ¡Sacámelo porque lo cago a piñazos!

–¡Chengue, Chengue, no! ¡No, Chengue, no! –repite Gonzalo cinco o seis veces, hasta que el perro se aleja dando saltitos cortos y empieza a oler a los niños. Su amo trata de agarrarlo pero consigue escapársele y vuelve al agua.

Ahí empieza el show canino. Cualquier tipo de diálogo entre los dos es interrumpido y la conversación vuelve a girar sobre el Chengue, porque hay que ir a apartarlo de encima nuestro o de algún niño. Gonzalo le grita y le grita, hasta que el perro finge obedecer, pero no demora más de un minuto en volver a lo mismo. Por momentos la tarde se hace insoportable. Si entramos al agua no podemos sumergirnos por completo: el submarino blanco y degenerado empieza a perseguirnos. Gonzalo ya me lo había advertido. El Chengue supondría que estábamos jugando y nos agarraría con las patas y podría ahogarnos.

–Debe ser porque nos quiere coger abajo del agua, el hijo de puta –opiné.

Los niños se convierten en un riesgo. Cada tanto se le acercan para acariciarlo, pero el Chengue no perdona edades y es necesario interrumpirlo apenas se pone a oler a las criaturas, por miedo a que se propase con ellas, o las muerda o las rasguñe. Poco a poco empiezo a entender las razones de Natalia para preferir quedarse sola antes que traerlo.

Miro a Gonzalo, que se queda pensativo, como queriendo descifrar algo importante.

–Lo más raro –comenta– es que ni siquiera tiene una erección. Es rarísimo porque

–No digas pavadas –lo atajo enseguida–. Miralo y fijate.

–Ah, sí... –admite Gonzalo observando el pene del animal, duro como una roca– Ni me había dado cuenta, te juro.

Los niños siguen nadando y tirándose piedras y barro. Uno de ellos le comenta al otro:

–Apenas llegue a casa me pongo a comer pan.

Gonzalo lo oye y sonríe cínicamente.

–Como si pudiera elegir –me comenta al oído.

Otro de los niños se acerca a mi vecino y le pregunta sobre el perro, pero él apenas responde. El niño se queda callado unos segundos, pero no se mueve un milímetro y sigue frente a nosotros, mirándonos.

–Bueno, che –le dice Gonzalo con firmeza y autoridad–, el mundo es muy grande, ¿no? ¿Por qué no te vas un poquito más lejos?

El niño se va.

Entretanto el Chengue parece calmarse un poco. Me quedo sujetándolo de la correa, acostado boca arriba (por las dudas), mientras mi vecino se da un chapuzón. Con la otra mano busco el tabaco en la remera que dejé en el suelo, manchada de arriba abajo por las patas del perro.

El menor de los niños se me acerca corriendo. Tiene la cabeza despeinada y una cicatriz de quemadura en su mejilla izquierda. La nariz le chorrea de mocos y él se la rasca con dos deditos indiferentes, mientras apunta a mi remera y pregunta:

–¿Tenés comida?

–No, no tengo.

Primero el perro, ahora la culpa, pienso.

–Mirá, esto lo encontré tirado hace un rato –se me ocurre para compensarlo. Le muestro una bolita de vidrio y los ojos se le iluminan.

–Tomá, te la regalo.

El niño la mira y la limpia contra su ropa.

–Muchas gracias –dice y empieza a alejarse, pero antes de que yo pueda sentirme un ángel, ya está de regreso.

–Y si tenés comida, me avisás, ¿no? –pregunta.

–Sí, quedate tranquilo que yo te aviso.

Gonzalo vuelve del agua y apenas pisa la arena yo le entrego la cuerda del Chengue, al que sigo vigilando. Es un animal lindo después de todo, fuerte y saludable gracias a las empanadas y a la pizza, a la leche, a los dulces y las tabletas para perro que su dueño nunca deja que le falten.

Parecen dos enamorados el Chengue y mi vecino, que lo acaricia y le susurra palabras llenas de ternura mientras se deja lamer la cara a las risas. 

* * *

–Hola –saluda de repente Natalia, surgida de la nada.

Pasa frente a nosotros rápidamente, con la cara roja de tanto llorar, mirando a Gonzalo y al Chengue con odio apenas reprimido.

–Hola Natalia, ¿al final decidiste venir? –comenta su novio apretando un pucho entre su sonrisa de superioridad.

–Agarrá bien a ese perro de mierda, que quiero bañarme –retruca ella sin darle bola al sarcasmo.

Antes de que él pueda responder con alguna de sus groserías, Natalia deja la pollera y el buzo junto al montón de ropa y se tira al agua. Unos segundos después reaparece y se seca los ojos observando con una mezcla de rabia, asco y terror cómo el Chengue intenta zafarse de las manos de Gonzalo y llegar hasta ella.

–¡Gonzalo! ¡Agarrá a ese perro, por favor! ¡Agarralo!

–Sí, sí, no te pongas histérica –responde su novio mientras los dos unimos fuerzas para contener al Chengue, que ahora empieza a babear–. Qué raro, porque al Chengue por lo general le gustan más los perros que las perras –me dice Gonzalo en voz baja.

Y así la tarde va pasando. Todas y cada una de las cosas que hacemos o decimos están limitadas por el perro. Siempre alguno de los tres tiene que dejar lo que está haciendo para apartarlo, para gritarle, para pedirle a Gonzalo que le saque el perro de encima, o de encima de los niños, o de encima del tipo que los acompaña, cuando el Chengue trata de “hacerle el amor”, como diría el poeta del libro somnífero.

Me dan ganas de fumar un porro. Poco a poco logro armarlo mientras ellos arreglan sus diferencias.

–Te dije que no trajeras a ese perro.

–Qué, ¿te pensás que no lo voy a traer de nuevo? Estás muy equivocada.

–Por lo menos encadenalo por ahí, en ese tronco.

–No.

Cada tanto tengo que interrumpirlos.

–Disculpen, pero ¿podría alguno sacarme a este perro de encima? –pregunto rechinando los dientes mientras equilibro el porro y a duras penas evito que se caiga.

–Chengue, Chengue, ¡no! ¡Chengue! ¡¡¡Chengue!!! –grita Gonzalo.

–¡Te dije que no trajeras al perro! –repite Natalia.

A excepción de los gritos necesarios para que el perro deje a los niños o a nosotros, fumamos en silencio. El Chengue ya va por el decimoquinto o decimosexto intento de subírseme encima. Aprovecho que Gonzalo –que sigue discutiendo con su mujer– lo aparta agarrándolo del collar, y me meto al agua tratando de nadar tranquilamente un rato. El perro me ve y hace fuerza para soltarse, pero Gonzalo y Natalia lo retienen, mientras él lo cachetea y los niños observan en silencio.

Desde el agua observo cómo el Chengue se da cuenta que no lo van a dejar volver a nadar, y en compensación trata ahora subirse encima de su dueño, que lo tira en el suelo y empieza a darle chancletazos en el hocico. El animal cierra los ojos y se deja pegar sin una sola queja. Cuando Gonzalo lo libera corre hacia a Natalia. Ella trata desesperada e inútilmente de apartarlo sin llegar a la violencia, pero el Chengue no le hace caso. Gonzalo le explica el método correcto:

–¡Así, no, tarada! Tenés que decirle “¡No!”, pero firme fuerte para que sepa quién manda.

El perro sigue y sigue empujando a Natalia, que grita y grita y trata de pronunciar el “¡No!” correctamente, pero no acierta o el perro no le quiere hacer caso. Aprovecho para volver a sumergirme, pero enseguida vuelvo a la superficie, no sea que el perro decida cambiar de objetivo.

En la orilla la discusión continúa. Finalmente Natalia, casi cayéndose al suelo por el peso del animal, empieza a gritar con una voz desgarradora:

–¡Sacámelo, Gonzalo! ¡Gonzalo! ¡¡¡Estoy embarazada, Gonzalo!!! ¡Sacámelo! ¡¡¡Sacámelo!!!

Mi vecino vuelve a golpear al perro. Yo regreso a la playita. Natalia se larga a llorar y se zambulle en la laguna. Está nadando de espaldas: no quiere perder de vista al Chengue ni un segundo. Gonzalo me ofrece un cigarrillo y vuelve a golpear al perro, que babea mirando a su novia y se enloquece por escapar. Luego lo agarra por las orejas y casi pega su cara a del animal mientras le dice, de una manera especial, desganada y altiva, como si creyera que eso es lo peor que puede oír un ser vivo de cualquier especie:

–Hoy sí que me avergonzaste. 

* * *

Me dedico a observar el paisaje. Los nenitos nadan en calzoncillos y se tiran piedras uno a otro, mientras el adulto, de pelos casi hasta la cintura, les dice que se porten bien o les va a romper el culo a patadas. Uno de los niños observa el pedazo de espuma plast que habían traído para usar como flotador y que ahora quedó inservible por las mordidas del Chengue. Más allá se ve el sol coronando la tarde entre los pinos, una pareja nadando juntos y hasta un pescadito que salta a lo lejos. Yo pienso en todo lo que podría disfrutar y relajarme si no fuera por el bendito animal de mi vecino. Pero es inútil; el perro nos arruinó la tarde a mí y a todos. Y todavía falta lo mejor.

Natalia empieza a dar grititos histéricos y a moverse de un lado a otro. Un perro negro y enorme viene andando suelto y el Chengue corre hasta él. Se miran un segundo, se ladran y empiezan a luchar. Al principio parece que jugaran, pero de repente los dientes se hunden en la carne. Natalia llora y grita. Yo evalúo la posibilidad de separar a los perros, pero tengo miedo de que me muerdan, y además no veo que Gonzalo ni el dueño del otro perro ni nadie alrededor haga nada por parar la pelea.

Mi vecino se limita a observar con orgullo el desempeño de su protegido, que muerde y muerde a su rival. Pero el negro es muy ágil y poco a poco logra dominar al Chengue, hasta que lo pone contra el suelo y le hinca los dientes en el cuello. Ahí todos entendemos que el resultado final está decidido. Gonzalo y el dueño del perro negro corren para separar a los animales. No es fácil. Ninguno de ellos quiere terminar así la pelea, a pesar de los golpes y la arena en los ojos que les tiran sus respectivos amos.

Por fin –muy a regañadientes– el ganador suelta la presa y se deja arrastrar lejos, mientras el Chengue escapa corriendo, indiferente a los gritos de Gonzalo.

A todo esto, Natalia sigue llorando y temblando. Cada tanto alcanza a decir:

–Lo mordió, lo mordió, pobrecito, pobrecito.

El dueño del perro negro tiene la delicadeza de acercarse a ver cómo está el Chengue, mientras Gonzalo trata inútilmente que el bicho entre al agua para limpiarle la sangre.

–No, no fue mucho –comentan uno y otro mirando las marcas en el pelaje blanco.

Los managers siguen comentando las alternativas de la lucha entre sus pupilos. Yo me acerco a Natalia, que está sola en pleno ataque de nervios. Trato de explicarle que no se puede poner así, que tiene que pensar en el hijo lleva adentro, que le va a hacer mal a los dos agitarse tanto, pero es imposible. Tartamudeando trata de describirme el miedo que tenía de que el otro perro matara al Chengue. Insiste señalándome las marcas de los dientes en el lomo. Sigo porfiando con ella un buen rato mientras Gonzalo junta sus cosas y se une a nosotros sujetando al animal ante el terror de su novia, que llora y tiembla cada vez más.

–¡No seas tarada, Natalia! Hacés un lío por cualquier pavada, carajo –le grita y empieza a burlarse imitando su llanto.

–¿Pavada? –pregunta ella sin creer en lo que oye– ¿Y si el perro negro lo mataba?

–Si el perro lo mataba compro otro y listo. No sé por qué hacés tanto problema por nada.

Porrovideo
Jorge Alfonso

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